Pero ninguno de los dos estaba preparado. En realidad, creo que nadie está preparado para ser padre primerizo, con independencia de si ha leído libros, ha ido a cursos formativos, de si tiene sobrinos o ahijados, o de si es pediatra o enfermera de neonatos. Algunos pueden tener más noción que otros y más seguridad al afrontar el cambio que se produce en la vida, pero para todos, la llegada de un bebé es un seísmo, que va seguido de temblores y sacudidas imprevisibles a lo largo de toda la vida, que varían en intensidad, fuerza y frecuencia, y que nunca desaparecen. Y no sabemos cómo actuar con precisión frente a estos seísmos. Reaccionamos guiados por los consejos de otros, con el sentido común y la intuición. Lo que nos ayuda es la experiencia, pero ni siquiera esta, aunque sea amplia, nos garantiza que actuaremos como debemos sin cometer errores. Sin embargo, no por ello dejamos de intentar ser los mejores padres, porque a pesar de la incertidumbre, de la sorpresa y de los errores, la mirada y la sonrisa de nuestros hijos nos dan vida, nos mueven; son como un rayo de luz que ilumina y llena todo de sentido.
No obstante, para que este rayo de luz llegue a nuestras vidas, las mujeres tenemos que pasar por la experiencia del parto. El mío fue terrible, largo y duro. Me pregunté por qué en ninguno de los catorce libros que había leído aparecían las palabras «dolor espeluznante» o «angustia incalculable», ni se mencionaba que te dejarían sola y desamparada en la sala de partos hasta que lloraras de dolor y suplicaras que te dieran drogas. Mi ginecóloga apareció justo cuando yo ya estaba a punto de desmayarme.
Pero, en el instante en que oí el primer chillido, todo el sufrimiento se esfumó como por arte de magia. El bebé lloraba con desesperación al ser sacado de su pequeño, cálido y oscuro entorno, y al ser expuesto, desnudo y desprotegido, a la luz de los focos de la sala de partos. Mi único pensamiento fue que quería tenerlo entre mis brazos. Cuando por fin me lo dieron, el llanto cesó y él intentó enfocar la vista, sin lograrlo. Al sentirme cerca, se relajó con tranquilidad y placidez y cerró los ojos.
—Bienvenido al mundo, amor mío —le susurré.
Russ, a mi lado, estaba emocionado y feliz, y al borde de echarse a llorar.