La experiencia con Toni me dio una buena lección. A partir de entonces, cambié. Comencé a ser más positiva y los problemas me afectaban menos. Dejé de mortificarme por el futuro y comencé a disfrutar de las pequeñas cosas del día a día que antes ignoraba. Ya no intentaba saturarme de trabajo y pasaba más tiempo con mis amigos en la medida de lo posible. María me acompañó a Mónaco en dos viajes, y Helen también. Los domingos quedaba a veces con Jan y Magda para comer. Vivían en un piso precioso en primera línea de playa, en Gavá. Tenían una relación extraña. Era evidente que Magda estaba enamorada de Jan, aunque no estaba tan segura de si él también lo estaba de ella. Tenía la sensación de que la exponía como a un trofeo delante de sus amigos, pero cuando estaban solos, la ignoraba. Eran muy distintos a mí por sus pretensiones de riqueza, pero si ignoraba eso, eran una buena compañía de la que disfrutar.
Enrique vino a visitarme con su madre en Semana Santa y pasamos varios días recorriendo Barcelona y alrededores. Su madre, muy católica, quedó fascinada con la Sagrada Familia y el monasterio de Montserrat. Además, la llevé a la misa de la catedral de Barcelona y luego a cenar. Me habló mucho de Enrique. Estaba preocupada porque decía que iba a acabar siendo un viejo solterón. Descubrí que la percepción que tenía de su hijo era muy distinta a la realidad: la última noche, este se las ingenió para invitar a cenar a Magda y me dejó plantada en el hotel con su madre.
Ángel finalmente me hizo la oferta de traspaso del restaurante, la cual acepté. Lo haríamos al cabo de dos meses, a finales de junio. Fernando ya había empezado a preparar su viaje a Argentina. Pierre ultimaba los preparativos para lanzarse por su cuenta y se pasaba horas en la cocina probando nuevas recetas. Yo aproveché su interés al máximo, me liberé de los proyectos de la consultoría durante casi un mes y me puse el delantal. Fue la mejor escuela de restauración a la que podría haber asistido nunca, pero también fue la más dura. Pierre no perdonaba ni un error, era exigente e insaciable. Podía estar metido en la cocina creando platos y postres durante horas seguidas sin cansarse ni aburrirse. Aprendí las bases de la actividad culinaria, a organizarme, a hacer la mise en place y, por supuesto, las recetas. Descubrí que me gustaba la repostería más que todo. Era como las matemáticas: si uno seguía la receta al pie de la letra, era imposible equivocarse; el resultado era perfecto.