Llegué a Barcelona casi a medianoche. Me sentía agotada, pero mi cerebro seguía negándose a desconectar. Había pensado y repensado mil veces las circunstancias. A la decepción que sentía porque Russ me había ocultado la verdad sobre su trabajo, se sumaba la rabia por mi propia ignorancia de los indicios. Me preguntaba qué habría hecho si Russ me hubiera dicho en su momento a qué se dedicaba. No sabía si era el cansancio o el temor al veredicto lo que me impedía encontrar la respuesta.

Aparte, me angustiaba la actitud poco comprometida de Anton. No había intentado en ningún instante tranquilizarme ni ofrecer apoyo, mientras que yo lo necesitaba desesperadamente. Parecía no querer involucrarse demasiado en el caso y le restaba importancia. Me aterraba el pensamiento de que el abogado de David hubiera pedido la separación de los casos por conflicto de intereses. Tal vez era lo adecuado y Russ también sacaría provecho de ello, pero tenía claro que David iba a velar por sí mismo sin piedad. Me preguntaba si su abogado era más experimentando que Anton. Con toda seguridad.

Al entrar en el piso, me desplomé sobre el sofá. Abracé a Charlie, pero ni siquiera su tranquilizante ronroneo logró despejar mi desconsuelo. Más bien me recordó la soledad, esta vez más desgarradora que durante el declive de mi matrimonio y más cruel, porque no la había previsto ni deseado. En algún momento después de las dos de la madrugada recurrí a la ayuda de los fármacos y pronto estuve inmersa en un sueño intranquilo que duró pocas horas. Eran apenas las seis de la mañana y ya estaba despierta, aunque no descansada. Temía el amanecer de un nuevo día lleno de problemas que no sabía cómo afrontar. Con una gran taza de café en la mano, me senté de nuevo en el sofá con el cuaderno abierto. Intenté dejar a un lado los pensamientos sobre Russ y nuestra relación, y concentrarme en comprender el caso. Comencé a repasar los apuntes que había hecho en Mónaco y a pensar en lo que significaba cada palabra. Cuanto más lo hacía, menos se me aclaraban las dudas; me surgían, incluso, más que el día anterior.

¿Por qué David había ignorado las llamadas del banco? ¿Por qué Jay me había llamado sin que Russ se lo hubiera pedido? Si en realidad hubo operaciones ilícitas, ¿cómo era posible que no hubiera quejas de clientes? ¿Por qué se le acusaba a Russ de delito de apropiación indebida, si el dinero iba a parar a las cuentas de David? ¿Por qué no lo liberaban bajo fianza? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Los pensamientos personales me sobrecogieron de nuevo. El recuerdo de Russ me hizo estremecer. Cerré los ojos y evoqué sus caricias, el aroma de su piel, su voz. Me hacían una falta tremenda. Desesperada, me incorporé del sofá y fui deprisa al baño. Vacié el cubo de ropa sucia y cogí la única prenda suya que cayó al suelo, una camisa blanca. Hundí la cara en la tela, olía a él. Pensé en no lavarla nunca. Volví al salón con ella, me acosté en el sofá y la abracé. Pasé largo tiempo mirando al vacío. Recuerdo que en algún momento comencé a llamarlo al móvil.

«Hola, soy Russ. Ahora no puedo atenderte, pero si me dejas tu mensaje y número de teléfono, te llamaré luego.»

Su voz me llevó al pasado y recordé los momentos vividos con él. Había sido muy feliz a su lado y a veces había temido que la felicidad se terminara. Había sido un temor casi inconsciente, tal vez provocado por mis propias inseguridades. Y ahora se había acabado… «¡No!», me corregí.

Se había interrumpido, no acabado. Me resultaba casi absurdo pensar que Russ era cómplice en una estafa. Quería creer, fuera como fuese, que él era inocente, que se iban a dar cuenta de ello, que lo iban a liberar y que estaría de vuelta pronto. Todo era una gran confusión. Él había sido arrastrado por una especulación de la cual no era partícipe. Era un peón en los esquemas de David.

«No seas ingenua, Ana», me dije entonces. «Ya lo has sido durante mucho tiempo. ¡Despierta! Él no se fue de la empresa cuando descubrió lo que realmente sucedía. Se quedó y siguió. ¿Por qué? Porque le fue difícil alejarse del dinero, ganaba demasiado. Él mismo te lo dijo. ¿Qué más pruebas estás buscando?»

Colgué frustrada el móvil y dejé caer su camisa al suelo. La pregunta inevitable y tortuosa brotó en mi mente: ¿qué haría yo si él era culpable?

Me invadió una desesperación agónica. Por unos instantes, en mi cabeza se materializó con nitidez la imagen de Russ. Fui incapaz de pensar, tan solo lo recordaba: sus rasgos y expresiones, su sonrisa seductora, sus gestos y abrazos, su forma de amar, de mirarme, de seducirme… Lo adoraba, lo quería con toda mi alma, sin reparos, sin reservas. Él me había revivido tras el sofocante matrimonio con Thomas. Me había enseñado lo importante que era ser positivo en la vida y ver el vaso medio lleno. Gracias a él, volví a tener el deseo de relacionarme, de dejarme querer, con él había reído hasta decir basta. Él me había recordado qué significaba ser mujer y disfrutar de mi sensualidad. Había hecho que me sintiera viva, que vibrara de placer y me estremeciera cada vez que le oía pronunciar mi nombre. Me había aceptado, sin criticarme, con todos mis defectos: mi mal humor matutino, la manera tan matemática que tenía a veces de racionalizar, la situación de Iván, mi obstinación y, en ocasiones, mi indecisión.

Comprendí que para mí no había nada más terrible que no poder estar con él, ni en el presente ni en el futuro, aunque eso significara acudir a la cárcel de Mónaco, hablar con él a través de un frío vidrio a prueba de balas y tener que esperar largo tiempo a que lo liberaran para después compartir la vida con un hombre que tendría antecedentes penales.

El timbre del piso interrumpió mis pensamientos. Sorprendida, me incorporé con desgana y me acerqué a la puerta con cierto sigilo. Eché un vistazo por la mirilla y, al instante, abrí.

—¡Por fin! —exclamó María sin antes saludar—. Pero ¿qué demonios…?

Se quedó mirándome, horrorizada, y supuse que mi aspecto dejaba mucho que desear.

—Ana, ¿qué pasa? —preguntó asustada.

Le hice un gesto para que entrara y me encaminé de vuelta hacia el salón. En ese momento empecé a llorar. Me dejé caer en el sofá. María se apresuró a sentarse a mi lado y me abrazó.

—¿Qué te pasa, Anita? —me susurró al oído—. ¿Has cortado con Russ? No he sabido nada de ti en varios días. ¿Por qué no coges el móvil ni contestas los mensajes?

Seguí llorando un rato, aunque intentaba parar. María me trajo un rollo de papel higiénico del baño y me abrazó de nuevo.

—María… —dije con voz triste mientras me enjugaba las lágrimas—. Ha pasado algo terrible.

Y empecé a contárselo sin parar. Las palabras salían de mi boca sin que pudiera detenerlas. Tenía la inaguantable necesidad de abrir mi alma. Tanta era la urgencia, que no me frenaron ni la vergüenza ni los prejuicios. Después de dos horas y varios cafés y tés, María me observaba con expresión preocupada desde el sillón de enfrente. Le había contado todo lo que sabía y las especulaciones sobre lo que no sabía.

—¿Qué opinas? —pregunté al final con voz apagada.

Me sentía exhausta y vulnerable. María suspiró y dejó la taza de té en la mesita de al lado.

—Vaya —murmuró.

Se masajeó las sienes y luego puso los brazos sobre su regazo.

—Vaya, vaya. Qué rollo, Ana. ¿Y tú jamás sospechaste nada de nada?

—No —dije desconsolada—. Me extrañaban sus extravagancias, como los regalos caros, el Ferrari y eso… Pero pensé que se ganaba bien la vida.

—¿Que se ganaba bien la vida?

Frunció la frente y vi que sus ojos castaños destilaban intolerancia.

—¿Y nunca sospechaste que se la ganaba demasiado bien? —añadió.

Sacudí la cabeza, abrumada, y me recosté sobre las almohadas del sofá. Absorta, observé el techo y hablé con voz ahogada:

—No. A juzgar por sus gastos, y asumiendo que el coche lo compró con sus ahorros, en el último año y medio Russ tendría que haber ganado unos doscientos cincuenta mil euros, o sea, algo menos de catorce mil euros al mes —María resopló—. ¿Es eso un salario descabellado? Realmente, no —proseguí—. Tengo compañeros del máster que ganan más trabajando como asset managers en Frankfurt o Londres.

—¿Y él nunca te habló de su trabajo?

—Siempre esquivaba las respuestas directas —reconocí.

—Ana, es increíble que te hayas involucrado y enamorado de un hombre a quien resulta que conoces muy poco.

—Pensaba que lo conocía. Es más, creo que lo conozco, pero solo en parte, la parte que él me dejó conocer.

—Sí… —María bufó—. ¿Y qué más esconderá?

Cerré los ojos. Sentí que tenía un dejà vu. De nuevo, me encontraba hablando y llorando con María por tener el corazón destrozado. La diferencia era que ahora me lamentaba por otro hombre. Me sentí fracasada y hundida. Lo único que quería era amar y ser amada. ¿Por qué era tan difícil conseguirlo? María me observaba.

—Cuesta creerlo —añadió ella al final.

—¿En serio? —pregunté.

—Sí. Parecía ser un buen chico, correcto, honesto…

—El cliché de que las apariencias engañan tendrá algo de verdad —dije con tono sarcástico.

—Lo siento, Ana.

—Sí, yo también lo siento —murmuré deprimida.

—Ana, no creo que sean los hombres el problema, sino tú cuando te enamoras —afirmó María, convencida—. Eres demasiado entregada e ingenua, e incapaz de darte cuenta de cómo son realmente. Le haces honor al refrán que dice que todo el mundo ve hasta que se enamora.

Tal vez yo me iba al extremo. La experiencia que estaba viviendo era una prueba de ello, pero no me podía imaginar amar de otra manera.

—¿Qué vas a hacer? —quiso saber tras ignorar mi comentario.

No supe qué decir.

—Solo piensa una cosa —prosiguió rompiendo el silencio—. Quien miente una vez, siempre lo hará.

Yo me limité a observar cómo Charlie se lamía la pata delantera. Lo hacía con mucho cuidado y con los ojos cerrados. Tenía las almohadillas de un color rosa pálido y parecían sensibles e inofensivas.

—Tienes que salir corriendo de este berenjenal. —Escuché de nuevo los consejos determinantes de mi amiga—. Tienes que alejarte de este hombre y de sus problemas. Es un estafador.

Seguí observando al gato. Le llevaba fracciones de segundo sacar las garras.

—¡Ana! —María elevó la voz—. Dime que lo vas a dejar, ¡que vas a cerrar la puerta! Antes de que sea demasiado tarde.

—Ya es demasiado tarde —murmuré.

—¿Cómo? —exclamó.

Sentí un punzante dolor de cabeza.

—Es demasiado tarde —repetí intentado despejarme—. Lo quiero…

Su mirada se tornó inquieta.

—Ana, no, Anita… Tienes que controlarte. Ya conocerás a otra persona.

—No quiero conocer a nadie —dije con decisión mirándola—. Quiero entender a fondo qué está ocurriendo. Tengo un montón de preguntas que de momento nadie me ha contestado. Quiero respuestas. Russ no puede hablar porque está vigilado por cámaras. El abogado no me quiere dar información. Tengo que encontrar la manera de saber más.

—¡Seguir con Russ te destruirá! —gritó María y se incorporó en el sillón—. Es cierto que es encantador y que estás enamorada de él, pero vas a pagar un precio muy alto. ¿Y cómo sabes que cuando salga de la cárcel no volverá a cometer un delito?

—¡Porque lo sé! —exclamé con determinación—. Porque sé que Russ me adora. Yo entré demasiado tarde en su vida, cuando él ya estaba metido hasta el cuello en ese mundo fraudulento, pero desde que estamos juntos sé que quiere cambiar, que quiere ser mejor hombre, por mí, por nosotros. Él me lo dijo y lo he visto en sus ojos, en esa expresión de idolatría con la que me mira. Quizá desde fuera parezca absurdo, pero yo creo en él y le quiero dar una oportunidad.

—¡Ana, Russ no se fue de la empresa cuando supo que estaban estafando! —apuntó María con voz grave.

Enmudecí frente a ese irrebatible argumento.

—No, no lo hizo, y por eso pagará con creces —dije al final alicaída—. Pero no creo que vuelva a cometer un delito…

Mi voz se apagó. Me sentía avergonzada por defender a alguien que había sido cómplice en una estafa, pero quería a Russ demasiado como para alejarme de él, y estaba convencida de que se arrepentía de sus acciones y de no haberme dicho toda la verdad.

Mi amiga suspiró y desvió la mirada. El silencio se prolongó.

—Ana, estás cometiendo un error.

—El error ya lo he cometido y, de momento, no lo puedo corregir. Me he enamorado de él.

—Tal vez enamorarte fue parte de su plan, para asegurarse de que ibas a estar a su lado. ¿Crees que él no te conoce y no sabe lo ridículamente fiel que eres? Recuerda que los hombres son muy egoístas.

No respondí; mi razonamiento y mi sentimentalismo se estaban enfrentando en un duelo mortal en mi interior. 

María iba a decir algo más, pero calló y se dedicó a observarme con el entrecejo fruncido. Me recosté en el sofá. El dolor de cabeza ahora era espantoso. Sospechaba que me enfrentaría a grandes desafíos mientras se resolvía el caso de Russ, y que dudaría a cada instante de estar haciendo lo correcto al darle una segunda oportunidad. Las cosas no eran ni blancas ni negras, estaban llenas de matices.

Abuso de confianza. La otra verdad
titlepage.xhtml
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_000.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_001.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_002.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_003.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_004.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_005.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_006.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_007.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_008.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_009.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_010.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_011.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_012.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_013.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_014.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_015.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_016.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_017.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_018.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_019.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_020.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_021.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_022.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_023.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_024.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_025.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_026.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_027.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_028.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_029.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_030.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_031.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_032.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_033.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_034.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_035.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_036.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_037.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_038.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_039.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_040.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_041.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_042.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_043.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_044.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_045.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_046.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_047.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_048.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_049.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_050.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_051.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_052.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_053.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_054.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_055.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_056.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_057.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_058.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_059.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_060.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_061.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_062.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_063.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_064.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_065.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_066.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_067.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_068.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_069.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_070.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_071.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_072.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_073.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_074.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_075.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_076.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_077.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_078.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_079.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_080.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_081.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_082.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_083.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_084.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_085.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_086.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_087.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_088.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_089.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_090.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_091.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_092.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_093.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_094.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_095.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_096.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_097.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_098.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_099.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_100.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_101.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_102.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_103.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_104.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_105.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_106.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_107.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_108.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_109.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_110.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_111.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_112.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_113.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_114.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_115.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_116.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_117.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_118.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_119.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_120.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_121.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_122.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_123.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_124.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_125.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_126.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_127.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_128.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_129.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_130.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_131.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_132.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_133.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_134.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_135.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_136.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_137.html