Me quedé un día más en Mónaco. De las veinticuatro horas más que pasé allí, vi a Russ durante una y media. Pero valió la pena cada instante de la agonizante espera mientras llegaba el día siguiente a las ocho de la mañana. Y como siempre, cuando lo veía, su personalidad positiva y risueña me subía el ánimo. Me parecía increíble que consiguiera ver el lado bueno de las cosas en aquella situación difícil en la que se encontraba, que pudiera bromear y además animarme a mí. Al final de la visita, se acercó al cristal y me hizo señal de hacer lo mismo.
—Amor, quiero pedirte algo —dijo suavemente.
—Dime.
—No sé cuánto tiempo tardará esto, pero si es verdad que me puede llevar hasta principios de verano, no te mates por venir a verme. Me encantaría que lo hicieras, pero no quiero que te agotes. Además es muy caro. Yo seguiré aquí, no habrá ningún cambio aparte de que puede que me encuentres más aburrido, porque no tengo muchos estímulos. Voy a aprovechar el tiempo e intentaré aprender algo de francés. Tenemos una biblioteca. Tu concéntrate en vender el restaurante y en tu consultoría. Tómate algo de tiempo para ti y descansa si puedes.
Cuando lo veía, me llenaba de esperanzas y le encontraba sentido a todo, a la espera, a la soledad y a la decepción. Cuando estaba sola, me llenaba de dudas. No quería pasar mucho tiempo sin él (las semanas anteriores habían sido un suplicio), pero tenía razón, yo ya sabía que él estaba bien allí, que el caso en Suiza no lo había perjudicado más de la cuenta, y también era cierto que necesitaba bajar un poco el ritmo frenético de trabajo y viajes. Sin ganas, asentí.