Buenas intenciones

Transcurrió otra semana sin noticias de Russ y Anton todavía no se había dignado a responder mis llamadas. Sin embargo, me envió un correo.

Buenos días, Ana:

Siento no haber contestado tus llamadas, pero estoy muy ocupado con varios asuntos. El caso de Russ sigue parado. Espero tener mejores noticias la semana que viene, porque hay una entrevista programada con la policía suiza aquí en Mónaco. Te mantendré informada.

Un saludo,

Anton

Sentí cierto alivio. Por lo menos tenían programada una entrevista. La espera comenzaba a enloquecer también a Russ. Me daba cuenta de ello por el estilo de sus cartas, que estaban llenas de amargura y hasta llegaban a ser cínicas. Llamé a sus padres para darles la noticia. Cuando colgué, cogí mis cosas y me dirigí al restaurante. Estaba cruzando la calle de la manzana donde se encontraba cuando vi que había un gran grupo de personas frente a la puerta. Fruncí el ceño y aceleré el paso. Al acercarme lo suficiente, entendí la causa de la aglomeración de gente y del tráfico de coches.

Era un fabuloso Ferrari tan nuevo y limpio que, incluso con la escasa iluminación de los faroles de la calle, se veía grandioso. Sonreí y entré en el restaurante. Enrique estaba al lado de la barra tomando un Martini e intentando encender un puro. Tenía una expresión vanidosa y estiraba la comisura de los labios levemente hacia arriba dibujando una sonrisa.

—Ana, ¿qué tal? —exclamó al verme.

Dejó el puro a un lado y me observó con alegría y expectación.

—Eres un presumido —le dije.

Me acerqué y lo saludé con un beso.

—Estoy en el cielo —Rio—. Esto es mejor que un orgasmo. No tienes ni idea de cómo se mueve —afirmó entusiasmado.

Los ojos le brillaban.

—Me alegro por ti. Espero que lo disfrutes —contesté sonriendo—. ¿Puedo pedirte un favor?

—¿Quieres dar una vuelta?

Se metió una mano en el bolsillo del pantalón y sacó la llave de su ostentoso juguete.

—No, quiero que hagas ver que no es tuyo y que lo aparques en otro sitio.

—¿Estás bien? —exclamó como si yo estuviera loca.

—Soy consciente de lo que te pido —le contesté, todavía sonriente—. Tengo un negocio con un cierto tipo de clientes, que no son de tu calibre, por cierto, y no quiero que se asusten por la imagen que da ese coche aparcado enfrente.

—¿La imagen de que la comida aquí es tan buena que incluso el dueño de un Ferrari viene a degustarla? —preguntó Enrique.

—No. La imagen de: Dios mío, ¿qué cobrará esta gente por una cena? —aclaré.

Dudé de que mi esfuerzo por convencer a Enrique fuera a tener resultado. Me miró durante unos instantes, pensativo.

—Definitivamente, estás como una cabra —concluyó.

Vi a dos de mis camareros entre la multitud que rodeaba el Ferrari.

Enrique se acomodó en uno de los taburetes.

—Yo no me pienso mover de aquí —dijo triunfal—. Toni me va a atender como Dios manda y si no te gusta, te vas a la cocina.

Toni sonrió de forma respetuosa y siguió entreteniéndose con la máquina de café, pero nos observaba de reojo. Me quité el abrigo y me senté al lado de Enrique.

—Vale, no te vayas, pero hoy pórtate bien, por favor —le dije con cariño.

Como siempre, me alegraba mucho de verlo.

—Me portaré bien —prometió.

Me di media vuelta y volví a observar el coche a través de los ventanales del restaurante.

—¿Así que este era el motivo de tu viaje a Italia?

—Sí —dijo orgulloso—. Venga, dime la verdad, ¿no te parece espectacular?

Daba igual lo que yo pensara, Enrique necesitaba halagos.

—Sí que lo es —dije.

Iba a decir algo más, pero el nudo que se me formó en la garganta me quitó el habla. Recordé la última vez que había visto un Ferrari tan de cerca. Fue cuando vi el Maranello de Russ y dos meses después él ya estaba en la cárcel. Me estremecí por los desagradables recuerdos. De repente, una pareja entre la multitud llamó mi atención. Eran Magda y Jan. Estaban fascinados con el coche, tal y como desvelaba su actitud. Magda llevaba un precioso abrigo de piel blanco y unos zapatos de altísimo tacón, que la hacían más alta que Jan. Su pelo rubio relucía entre la gente.

—¿Qué hacen estos dos aquí? —refunfuñé en voz alta sin querer.

Enrique se inclinó para mirar por el ventanal.

—He quedado con ellos para cenar aquí.

Me volví hacia él con gesto brusco.

—¿Tú?

—Sí.

—¿Desde cuándo sois amigos?

Fijó su mirada en Magda.

—No somos amigos. Me la quiero tirar, eso es todo —dijo con expresión frívola—. Ella misma me dio su número cuando nos conocimos en el hotel Arts, y los llamé para quedar. Por cierto, si les cuentas a tus amigos que tienes un restaurante, seguramente tendrás más clientes.

—Ellos no son mis amigos —dije enfadada—. Son conocidos de Russ y toda la gente relacionada con él me trae malos recuerdos. Es más, desconfío de todos los que lo rodeaban.

Enrique me miró con aire divertido por algún pensamiento que se le pasaría por la cabeza.

—No desconfíes de ellos. Son inofensivos y además están tan orgullosos de tener amigos con restaurantes, coches y dinero que no se arriesgarían a perderlos. No tienes nada que temer —concluyó.

Me preguntaba si Magda sería consciente de lo poco que él la apreciaba.

—Enrique, no vengas aquí a meterte en mi vida y a decirme qué debo y no debo de hacer.

Una sombra seria recorrió su semblante.

—Ana, relájate un poco —dijo con un tono de voz juicioso—. No eres la única que está pasando por una mala racha. Todos tenemos nuestros problemas y todos luchamos para resolverlos y seguir adelante. La vida continúa y el mundo no gira a tu alrededor. El que haya gente que no te caiga bien del todo, no significa que te deseen mal. No tienen que ser tus mejores amigos, si no quieres, pero ellos son gente con experiencia y tenéis mucho en común: viajes, idiomas, carreras... Puedes mantener conversaciones triviales con ellos y olvidarte un poco de la crisis por la que estás pasando.

Lo contemplé unos instantes recapacitando mis emociones. Puede que tuviera razón. Me estaba enfrascando demasiado en mi mundo.

—¿Me has dicho que te quieres acostar con ella? —Cambié de tema—. ¿Se te han acabado las amigas solteras?

Se encogió de hombros.

—¿Y entonces por qué me dio su número? —preguntó de forma provocativa.

—Tal vez porque quieren estar en contacto contigo.

—¡Y yo con ella! —exclamó burlón.

Refunfuñé y fui hasta la caja, donde estaba el libro de reservas. Había una mesa a nombre de Jan Szabo para cuatro personas. Malhumorada, bufé. De reojo vi que Enrique sonreía. En ese instante se abrió la puerta y entraron Jan y Magda, los dos muy sonrientes.

—Esto es alucinante —exclamó Jan justo antes de tenderle la mano a Enrique—. Solo se han fabricado trescientas cuarenta y nueve unidades del F50, y aquí está una.

Miré el coche con más interés. Me di cuenta de que era un modelo de carrera, diferente de los Ferrari que a veces se veían por las calles. Seguro que habría sido una inversión de Enrique. No me lo imaginaba conduciéndolo por las calles de Caracas. Mientras Magda lo saludaba cálidamente, les di la espalda. No podía soportar ese teatro. No obstante, y para mi desgracia, Enrique me llamó:

—¡Ana!

Me volví y forcé una enorme sonrisa, aunque sospechaba que se vería demasiado exagerada. No tuve más remedio que acercarme y saludar. Ambos me abrazaron con mucho cariño.

—Siento mucho lo de Russ —dijo Jan cogiéndome una mano entre las suyas—. Quiero que sepas que puedes contar con nosotros para lo que sea.

Lo miré boquiabierta. Yo no le había contado nada de Russ. Le lancé una mirada feroz a Enrique.

—¿Cómo sabes lo de Russ? —logré preguntar.

—Me escribió —dijo Jan—. Recibí una carta suya la semana pasada. Me estaba volviendo loco sin saber nada de él. Normalmente hablábamos una vez por semana y de vez en cuando íbamos a ver algún partido de fútbol. Entonces, cuando recibí la carta, busqué tu número de teléfono, pero no lo teníamos. Queríamos hablar contigo y darte nuestro apoyo. Menos mal que nos llamó Enrique —dijo con sinceridad.

—¿Russ tenía tu dirección? —le pregunté incrédula.

No estaba segura de si Russ se sabía la mía. Me escribía a la de la oficina y la única razón por la que se acordaba de la dirección era porque había trabajado allí.

—Nuestra dirección es muy fácil. Avenida Principal de Gavà, edificio F1, apartamento 69 —dijo con énfasis—. Cada vez que Russ venía a visitarnos, nos hacía alguna broma al respecto.

—Es muy fácil de recordar —exclamó Enrique y se rio.

—Tenemos que hablar. Nos tienes que explicar qué hay que hacer para poder visitarlo —dijo Magda con cariño.

De repente, me sentí fatal por haberlos juzgado negativamente.

—Cenarás con nosotros, ¿no? —preguntó ella.

Recordé las intenciones de Enrique y tuve el impulso de negarme. No tenía ganas de asistir a una de sus sesiones de seducción en las que soltaba piropos de manera casi empalagosa.

—Más tarde —prometí—. Ahora tengo que prepararlo todo para empezar el servicio. ¡Toni! —exclamé girando sobre mis talones—. Por favor, dales una buena mesa.

Me senté con ellos sobre la medianoche. Tenía ganas de irme a casa y descansar. Ese mediodía había vuelto de Italia y el fin de semana se adivinaba frenético. Tenía trabajo pendiente a montones, tanto en la consultoría como en el restaurante. Necesitaba cada minuto de sueño que pudiera reunir, pero tampoco veía a Enrique a menudo, y cuando estaba sobrio era una compañía agradable. Así pues, aguanté dos horas más y después de insistir mucho los convencí de que se tenían que ir. Jan y Magda se fueron primero. Enrique se quedó un rato más para acompañarme a cerrar, y a pesar de su persistencia, no dejé que me llevara a casa en su nuevo juguete. Mi fiel scooter recorrió el conocido camino en veinte minutos.

Abuso de confianza. La otra verdad
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