Durante días, Russ se negó rotundamente a darme cualquier información sobre el destino de nuestras vacaciones, solo me dijo que se trataba de una isla exótica y uno de los mejores sitios para bucear. Llevaba años sin hacerlo y la idea me hacía mucha ilusión. Me dediqué a pasarle todo lo pendiente de la consultoría a Kiko y lo del restaurante a Claudia, la arquitecta. Habíamos visto un local ideal en el que establecernos y seguíamos a la espera de que nos dijeran si nos lo alquilaban. Claudia se iba a encargar de hacer el seguimiento.
La sorpresa resultó ser Las Maldivas, lo cual me conmovió. Siempre había soñado con visitarlas.
Mi alegría se fue enturbiando a medida que me daba cuenta de lo ostentoso que estaba siendo el viaje. Volamos en primera clase y no dejamos de comer delicatessen y beber champán durante todo el vuelo. En el aeropuerto de Malé, nos subieron a una avioneta privada con esquís y nos dirigimos a la isla donde se encontraba el hotel más lujoso del archipiélago. Desde el aire, las islas parecían setas esparcidas por el agua hasta donde alcanzaba la vista. Había zonas en las que el océano era tan poco profundo que el agua adquiría un color aguamarina. La belleza del archipiélago era singular y arrebatadora hasta el punto de parecer una ilusión. Al descender sobre el agua cristalina pudimos ver alguna que otra tortuga marina encaramada a las rocas oceánicas justo por debajo de la superficie. Me estremecí al pensar que bucearía y vería el mundo submarino de ese paraíso. La avioneta recorrió los últimos kilómetros sobre los esquís. Al llegar nos recibieron como si fuéramos dioses, con reverencias y cócteles refrescantes. Luego nos llevaron a la Beach Villa, un bungalow de madera que daba a una pequeña playa privada a la que se accedía bajando las escaleras del porche. Teníamos una persona a nuestra disposición las veinticuatro horas del día por si se nos antojaba alguna cosa. Recorrí la Villa admirando el mobiliario de teca y el baño al aire libre.
—Russ, gracias por la tremenda sorpresa —le dije antes de cogerle la cara con las manos y besarlo—. Pero me siento un poco… No estoy acostumbrada a... a este tipo de lujos. No me siento cómoda sabiendo que te estás gastando tanto dinero en mí.
Él bufó.
—Ana, por Dios. Relájate y disfruta. Son nuestras vacaciones. Cuando volvamos no gastaré ni un euro hasta Navidades.
No me detuve más a pensar en el despilfarro de dinero, preferí disfrutar de aquel paraíso. Durante esos días buceamos, hicimos esquí acuático, paseamos por la isla y disfrutamos de poder estar uno con el otro, sin interrupciones. Russ nunca había buceado, por lo que hizo un curso PADI Open Water. Yo ya tenía la certificación, así que aproveché y me saqué el certificado PADI Advanced. Por las noches íbamos a cenar a alguno de los restaurantes del hotel o pedíamos servicio a la Villa y luego nos tumbábamos sobre la arena de nuestra playa privada mirando las estrellas.
El día de mi trigésimo tercer cumpleaños, nos llevaron en una canoa decorada con flores exóticas y lazos blancos a la pequeña isla vecina, de unos veinte kilómetros cuadrados, y nos dejaron solos. Nos bañamos desnudos en el mar e hicimos snorkel. A mediodía nos trajeron en la canoa comida para un picnic. A la orilla del mar, bajo una palmera, nos prepararon una mesa con mantelería de lino y cubiertos de plata. La comida estaba exquisita: consistía en langostas y una variedad de mariscos. Bebimos más champán. Russ estuvo espléndido y completamente dedicado a mí. Con cada gesto suyo aseguraba mi dicha absoluta. Me hizo sentir adorada y especial.
Hacia el final de las vacaciones, Russ recibió una llamada de David. Se alejó de mí para hablar. Pude oír que en varias ocasiones alzaba la voz, enfadado, y vi que apretaba el puño. La conversación se prolongó y él se iba alterando cada vez más. Al final colgó y estuvo contemplando el horizonte un buen rato. Cuando por fin se acercó, estaba enrojecido por la furia. Apretaba los labios y tenía el ceño fruncido. Se sentó a mi lado con un movimiento brusco.
—¿Qué pasa? —le pregunté con calma.
Russ tardó unos segundos en contestar. Por fin, algo abrumado, dijo:
—Amor, no quiero hablar ahora de esto. Nos quedan dos días de vacaciones. En Barcelona te cuento.
—¿Me debería preocupar? —le pregunté cautelosa.
Él sonrió.
—Solo te tienes que preocupar por estar siempre tan maravillosa conmigo como lo estás ahora. De todo lo demás, me ocuparé yo.
El último día de nuestras fenomenales vacaciones pasó demasiado deprisa. Intentaba ocupar mi mente con pensamientos sobre lo que tenía que hacer en Barcelona y evitaba fijarme en los detalles de la isla, porque sabía que los iba a extrañar. Por la noche fuimos a cenar al restaurante tailandés del hotel. Me sentía triste; intentaba asimilar el hecho de que abandonaríamos ese paraíso de madrugada. Cuando el camarero nos trajo el vino, Russ le preguntó si nos podían servir la cena en la playa. El deseo fue concedido. Acomodaron un enorme colchón al estilo chill out, con almohadas, y encendieron algunas velas. Nos trajeron la comida en dos bandejas y también nos dieron una campanita para que los llamáramos si era necesario. Estábamos solos, bajo el cielo estrellado, acompañados por el ahogado ruido de las olas.