El Hotel Helvetia & Bristol seguía igual que como lo recordaba: impecable y con un servicio de primera. El botones dejó mis bolsas sobre la mesa y, con una sonrisa adorable, aceptó la propina. Cerré la puerta y me desplomé en la cama. Acaricié la sedosa tela. Los recuerdos poco a poco me invadieron. Su cara, su cuerpo, su piel, su perfume... Quería sentirlo. Suspiré y cerré los ojos. Una placentera fantasía me envolvió con sosiego y, poco a poco, me adormiló.

Cuando me desperté eran casi las dos de la tarde. Llené el jacuzzi y pasé media hora dentro disfrutando de las burbujas y las sales aromáticas. Una hora más tarde, después de un milagroso expreso que logró espabilarme, llena de energía me mezclé con la gente de la calle para explorar de nuevo la hermosa ciudad. Recorrí las históricas calles del centro. Visité de nuevo la Galleria degli Uffizi, caminé hasta la Piazza del Duomo y el Ponte Vecchio. Pensé en María. Le había ofrecido acompañarme en ese viaje y ella se había negado.

El tiempo pasó volando. A las siete entré en la Osteria dei Baroncelli. Ojeé con rapidez las pocas mesas ocupadas mientras esperaba a que me atendieran. Vi la imponente figura de Enrique. Iba impecable: llevaba unos pantalones oscuros de Girbaud, un polo azul de raya fina, unos mocasines beige de Gucci y el pelo engominado y cuidadosamente peinado hacia atrás. Tenía la tez bronceada, como siempre.

—¡Buona notte, signorina! —exclamó con amabilidad el maître del restaurante—. ¿Tavolo per uno?

—No —contesté—, mi aspettano.

Me dirigí hacia la mesa. Enrique se levantó de la silla de forma cortés.

—¡Ana Stoichev! —exclamó.

Me dio un beso en la mejilla. Sonreí. Hacía meses que no lo veía. Había ganado algo de peso; su barriga abultaba la camisa. En el cenicero de la mesa reposaba su mítico puro.

—¡Enrique! —Lo abracé—. ¡Me alegro mucho de verte!

—Yo también —dijo sonriendo.

El maître nos trajo las copas de inmediato. Nos acomodamos en la mesa y Enrique me sirvió generosamente de la botella de vino Chianti que ya había pedido.

Me quité el abrigo y la bufanda. Llevaba una camisa entallada y unos vaqueros rectos, de corte clásico, pero me había puesto botas de tacón alto y un collar coral de diseño divertido. La melena me caía por debajo de los hombros y la humedad del aire florentino la hacía aún más ondulada.

—¿Cómo estás? —pregunté.

—Bien, estás muy guapa —añadió observándome de pies a cabeza.

—Gracias —dije antes de tomar un sorbo del vino—. ¿Qué te trae por Italia? —inquirí con una sonrisa.

—Luego te lo enseño —prometió casi en susurro.

No entendía por qué le daba tanto misterio, pero decidí dejarlo pasar. Me entusiasmaba verlo y me relajé al imaginarme la agradable velada que me esperaba. Enrique era una de aquellas amistades con quienes no hace falta mantener contacto a diario. Siempre estaba pendiente de mí y era más cercano que algunos amigos que veía con frecuencia. Podía pasar meses sin saber de él, pero cuando nos encontrábamos, parecía que solo lleváramos unos días sin vernos.

—Y tú, ¿estás trabajando en Pisa? —preguntó.

Hizo señas al camarero para que me trajera la carta, a lo que este respondió de inmediato.

—En fábricas.

Me encogí de hombros y bajé la mirada para leer las sugerencias.

—Tú y tus fábricas.

—Un mundo interesante —murmuré mientras leía las sugerencias—. ¿Y tú? ¿Cómo van tus negocios?

—De maravilla —Sonrió—. Como siempre. Además, me estoy metiendo en algo nuevo.

—¿En qué?

—¿Sabes lo que son los bonos de carbono?

Negué con la cabeza.

—Es el futuro —anunció Enrique con misterio.

—¿Ah, sí? —Alcé las cejas.

—Un bono de carbono o un CER, un certificado de emisiones reducidas, representa el derecho a emitir una tonelada de dióxido de carbono —explicó con seriedad.

—¿Te has vuelto de los verdes o del equipo de Al Gore?

Enrique rio.

—No. Me estoy convirtiendo en inversionista a largo plazo. Estoy invirtiendo en bosques tropicales del Amazonas con el objetivo de protegerlos de la desforestación.

—He oído algo sobre el tema —comenté pensativa—. Me parece que una argentina escribió un libro sobre eso.

—Graciela Chichilnisky —confirmó Enrique.

—¿Así que estás ocupado comprando el Amazonas? —pregunté en broma.

—Soy patriota—anunció.

—¿Pero esas tierras no son propiedad del gobierno?

Enrique se encogió de hombros, sonrió con falsa modestia y yo preferí no indagar más.

—¿Bueno, qué tal tu vida amorosa? ¿Y cómo está tu madre? —pregunté.

Me miró unos instantes y comenzó a narrar su vida personal. Mi amigo seguía viviendo como un soltero al estilo Don Juan, sin responsabilidades ni remordimientos. Sus únicos compromisos seguían siendo las inversiones, que le iban bien, a pesar de los controles y la crisis económica que provocaba Chávez. El matrimonio no entraba en sus planes y la palabra «novia» significaba la ocasional belleza deslumbrante fácil de conseguir y fácil de despedir. En su vida, sin embargo, había una mujer que era sagrada: su madre. Enrique la adoraba y cuidaba de ella con una vocación absoluta. Yo era una de las pocas personas que la conocía. De hecho, cuando viví en Venezuela la visitaba con frecuencia. La señora era una mujer amigable y cariñosa. También era muy católica, al igual que su hijo. Enrique me dijo que su madre se encontraba bien de salud.

La comida estaba exquisita y la compañía de mi amigo era muy agradable. Degustamos el famoso bistec florentino, la lasagna de la casa y un suculento tiramisú de postre. El maître, que resultó ser el dueño, se llamaba Giuseppe, e hizo todo lo posible para que nos sintiéramos cómodos. Dondequiera que fuera Enrique, todos se desvivían para atenderle y agradarle.

En el transcurso de la cena, le dije que había abierto el restaurante en Barcelona.

—¿En serio? —se sorprendió—. Sabía que te gustaba cocinar, pero sabía que tu pasión llegara hasta ese punto.

—No estoy trabajando en la cocina. Tengo un chef francés —le expliqué.

Le di una tarjeta del restaurante. La observó y se la guardó.

—Y tú, ¿me vas a decir realmente qué te trae por Italia?

—Es el comienzo de un viaje. Voy a llegar hasta Gibraltar, y quiero pasar por Cannes y Saint-Tropez. Y, por supuesto, por Barcelona. Me he comprado un carro y he venido a recogerlo.

La presencia de Enrique en Italia solo podía significar que se había comprado un Ferrari.

—Déjame adivinar.

—Ni lo intentes. No lo harás —contestó—. Ya lo verás en Barcelona.

Íbamos ya por los cafés cuando anunció:

—Hay algo que te perturba.

Reprimí un suspiro.

—¿No piensas contarme nada? —insistió.

Asentí y le conté lo sucedido con Russ a grandes rasgos. Mientras tanto, él me observaba sin decir nada y se fumaba su Cohiba.

—Russ me pareció un buen muchacho, aunque quizá un poco vicioso —dijo al final con la mirada puesta en el puro.

No lo comprendí del todo.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

Estiré una mano hacia la copa de vino. Le eché un trago. Enrique inhaló fuertemente y exhaló el humo.

—Lo he visto una sola vez, pero me di cuenta de que estaba enviciado con ganar plata.

Lo miré sorprendida. Él me sonrió.

—No hace falta que me lo expliques para que me dé cuenta, ya se le ve de lejitos.

Seguí callada. Me pregunté si era una completa imbécil por no haberme percatado de cosas que eran obvias para los demás.

—Pero entiendo sus razones —prosiguió—. Él quería impresionarte, quería darte todo lo que creía que te merecías.

Mi asombro no tenía límites. Enrique llamó a Giuseppe con un gesto de mano.

—¿Me trae un Absolut con hielo y una concha de limón?

Giuseppe hizo una reverencia y se alejó. Yo ya sabía lo que significaba pedir un vodka después de casi dos botellas de vino.

—¿Seguirás bebiendo?

Se encogió de hombros.

—No tengo que manejar.

—¿Me decías…? —dije después de recapacitar un poco.

—Estoy seguro de que Russ pensaba que te merecías mucho más de lo que él te podía ofrecer en aquel momento.

—¿Y cómo llegas a esta conclusión?

—Se le veía en los ojos, por el modo en que te miraba. Él estaba superenamorado de ti. Y es fácil de entender por qué. Tú eres muy especial, Ana. Y lo más arrecho de ti es que no te das cuenta de lo especial que eres.

«Lo mismo me dijo Russ», recordé con tristeza.

Giuseppe apareció con una bandeja en la que había un vaso y la botella de vodka. Colocó el vaso lleno de hielo y la piel de limón delante de Enrique y lo llenó. Hizo ademán de irse, pero Enrique lo paró, cogió la botella de la bandeja y la puso sobre la mesa. Giuseppe sonrió, complaciente, y se alejó.

Enrique le echó un buen sorbo al vodka y se inclinó hacia mí en un gesto repentino.

—Ana, mírate. Eres bella, inteligente, educada, tienes una elegancia innata, eres hija de un diplomático, tienes una carrera universitaria y dos másteres.

Hablaba muy rápido con su profunda mirada clavada en mí.

—Has viajado, hablas varios idiomas —prosiguió—. Tus aficiones son leer, nadar y bucear, pasatiempos de buen gusto. Tienes una mente despierta. Te vistes con clase y aunque tu ropa no sea de marca, te sienta de maravilla. Siempre escoges los accesorios más adecuados. —Se acercó aún más a mí—. Aparte de toda esta aura, eres lindísima. Pero lo más irresistible es la combinación de todo esto con tus valores. Eres sincera, dices lo que piensas a la cara. Además, eres fiel y te preocupas por la gente. Y lo más insólito, por lo menos para mí, es que no te interesas por el dinero —Sonrió—. Tienes la capacidad de dar sin exigir nada a cambio y, aunque tú no lo pidas, tu elegancia invita a querer darte lujos. Para ti valen el amor y la espontaneidad, un poco anticuados para mi gusto, pero cuando un hombre inteligente encuentra a una mujer así, intenta hacer todo lo posible por retenerla a su lado y cuidarla.

Se recostó en el respaldo de la silla y tomó otro largo trago de vodka.

—Russ pensó que solo te conservaría si se convertía en alguien más que un humilde vendedor de acciones. Por desgracia, los hombres somos brutos y pensamos que con dinero lo podemos comprar todo. Bueno, yo sí puedo comprar todo lo que me interesa —concluyó y volvió a echarle una calada al puro.

Permanecimos los dos callados, yo inmersa en mis pensamientos, impresionada por lo que acababa de escuchar, y él bebiendo vodka. Cuando se lo terminó, se sirvió más. Yo lo observaba con disimulo. Ocasionalmente mojaba la punta de su puro en la bebida antes de aspirar el humo. Le quedaba poco tiempo de sobriedad. Entonces me decidí:

—¿Crees que Russ volverá a meterse en otro negocio turbio?

Enrique me observó absorto, con la mirada un tanto desenfocada y entonces dijo algo que había oído también de Russ.

—Ana, es muy difícil alejarse del dinero fácil.

—¡No para mí! —exclamé enfadada.

Sonrió de forma mordaz.

—Ya te dije que eres diferente.

Suspiré.

—Quizá no volverá a hacerlo. Él te quiere, pero cuando surgen las oportunidades, las tenemos que aprovechar —dijo al final y sus palabras vacilaron.

No me gustó su último comentario, pero le había pedido la opinión. Pensaba que Russ no se arriesgaría a perderme. Consulté el reloj.

—Ven, vámonos, que se hace tarde —le dije con suavidad.

—¿Y qué? Nadie te espera. La noche es joven —dijo con alegría, casi borracho.

—Tal vez, pero estoy agotada y quiero acompañarte al hotel antes de que te desplomes en alguna calle florentina por la borrachera.

—Yo no estoy borracho —exclamó demasiado fuerte y algunos clientes del restaurante se volvieron para mirarnos.

—Bueno, pues no estás borracho, pero igualmente te acompaño al hotel —insistí.

Me señaló con el dedo de la mano que sostenía el puro.

—Solo si te quedas a dormir conmigo —dijo con una sonrisa pícara.

El humo del puro me entró directamente en la nariz. Me sentí el estómago revuelto y me aparté un poco. Enrique no desperdiciaba la oportunidad de lanzar una oferta erótica a ninguna mujer, ni siquiera a mí, a quien conocía desde hacía años, aun sabiendo que no tenía ninguna oportunidad conmigo.

—La oferta es tentadora, me lo pensaré —le dije con una dulzura superficial.

Bufó y bebió otra vez Absolut. Después acercó de nuevo su cara a la mía, esta vez demasiado. El aliento a alcohol me alteró el estómago del todo y me aparté aún más.

—Eres una romántica empedernida —balbuceó—. ¿Es que no te das cuenta de que yo también estoy loco por ti? ¿Que si tú quisieras podrías tener todo lo que te pudieras imaginar a tu alcance, sin tener que derramar una lágrima por nadie? ¿No te das cuenta de que podrías dejar de trabajar y disfrutar de que los demás trabajaran por ti? ¿De que podrías desayunar con caviar y cenar con Cristal? ¿Viajar en jet privado y conducir el carro que te diera la gana? ¿De que te daría dinero para que hicieras lo que se te antojara en tu tiempo libre? Es tu elección y sería para siempre.

Me volvió a señalar con el dedo.

Lo miré con ojos entrecerrados intentando controlar el deseo férreo de irme. Se estaba pasando de la raya. Enrique había comenzado a beber grandes cantidades cuando yo todavía vivía en Venezuela. A través de amigos comunes sabía que en los últimos años se emborrachaba con frecuencia y luego no recordaba nada.

No creía que yo le gustara tanto como para que considerara pasar la vida a mi lado o para tenerme como su amante perpetua. No era el tipo de mujer que él solía buscar. Quería pensar que su oferta se debía al efecto del alcohol.

—Enrique —dije—, te perdono porque eres mi amigo y te quiero mucho, pero si vuelves a ofrecerme que sea tu amante, lo único que verás de mí será la espalda.

Me observó y gruñó con ironía.

—¿En qué hotel estás? —pregunté.

Esta vez me evaluó con la mirada.

—¿Cuánto tiempo llevas sin hacer el amor?

Me levanté, cogí mi abrigo y me di media vuelta para salir del restaurante. Me cogió de la mano.

—Perdona —dijo simplemente.

Me detuve y lo observé. Le costaba mantener la postura. Intentó incorporarse de la silla y se tambaleó. Con dificultad, metió una mano en el bolsillo del pantalón y sacó un taco de billetes de cien euros. Dejó dos en la mesa y Giuseppe apareció al instante, con una sonrisa de oreja a oreja, para agradecernos la visita. Ayudó con la chaqueta a Enrique, que le masculló algo incomprensible. Lo cogí por debajo del brazo. El aire frío de la calle me refrescó. Todavía no sabía si estaba enfadada con él o preocupada por que no llegara.

—¿Dónde está tu hotel? —insistí.

—Fuera de Florencia —musitó masticando la punta de su Cohiba, apagado—. Necesito un taxi.

—Vale. Vamos hacia el Ponte Vecchio. Allí hay una parada —dije.

Él dejó que lo llevara y caminamos tambaleándonos un poco.

Ya en la parada de taxis, lo ayudé a sentarse en el primero. El chófer nos espiaba por el retrovisor.

—Perdona, estoy borracho… No eres mi tipo —me dijo con la lengua enredada.

—Ya lo sé. Por eso te perdono —contesté con ganas de irme ya.

—Mi chica ideal es alguien menos moralista que tú —prosiguió para mi frustración—, pero la invitación era sincera. ¿Sabes a cuántas mujeres les gustaría estar en tu lugar y oír esa proposición?

De repente, me entró un gran cansancio; la desesperación que se produce imaginándose la vida de otros. Solo quería alejarme de él y estar sola en mi habitación del hotel.

—Querido Enrique, todas esas mujeres creen que eres un encanto —le dije—. Y es que lo eres, cuando uno no te conoce.

La expresión confusa de su rostro duró unos instantes y luego estalló en una carcajada. Era lo bueno de él, sabía reírse de sí mismo.

—Eres adorable —dijo más sereno—. Gracias por la velada. En una semana pasaré por Barcelona y te llamo.

Asentí en silencio y me agaché para darle un beso de despedida. Él me cogió una mano y me besó la punta de los nudillos.

—Villa la Massa, per favore —ordenó después al conductor.

«¡Por supuesto! Dónde si no se alojaría un bon vivant…», pensé.

Observé absorta como se alejaba el taxi.

Ciao, bella donna —gritó alguien.

Me volví. Era otro taxista, un chico joven y atractivo.

Vuole un taxi? O un espresso, un panini, un baccio, amore mio…

Le sonreí. Me encaminé sola hacia mi hotel.

Abuso de confianza. La otra verdad
titlepage.xhtml
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_000.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_001.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_002.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_003.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_004.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_005.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_006.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_007.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_008.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_009.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_010.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_011.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_012.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_013.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_014.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_015.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_016.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_017.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_018.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_019.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_020.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_021.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_022.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_023.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_024.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_025.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_026.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_027.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_028.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_029.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_030.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_031.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_032.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_033.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_034.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_035.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_036.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_037.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_038.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_039.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_040.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_041.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_042.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_043.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_044.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_045.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_046.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_047.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_048.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_049.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_050.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_051.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_052.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_053.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_054.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_055.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_056.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_057.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_058.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_059.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_060.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_061.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_062.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_063.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_064.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_065.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_066.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_067.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_068.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_069.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_070.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_071.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_072.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_073.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_074.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_075.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_076.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_077.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_078.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_079.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_080.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_081.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_082.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_083.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_084.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_085.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_086.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_087.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_088.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_089.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_090.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_091.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_092.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_093.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_094.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_095.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_096.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_097.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_098.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_099.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_100.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_101.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_102.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_103.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_104.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_105.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_106.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_107.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_108.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_109.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_110.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_111.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_112.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_113.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_114.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_115.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_116.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_117.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_118.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_119.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_120.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_121.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_122.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_123.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_124.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_125.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_126.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_127.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_128.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_129.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_130.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_131.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_132.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_133.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_134.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_135.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_136.html
CR!MX428RNFB94S559PHSFSBBSE56A9_split_137.html