A las siete de la tarde del jueves me encerré en el lavabo y me cambié de ropa. Reemplacé los vaqueros por un pantalón negro, las bambas por zapatos de tacón alto y la camiseta de Benetton por un top de color crema con tirantes finos que se cruzaban en la espalda.
Me tomó un poco de tiempo cubrir el morado de la mandíbula con maquillaje. Al menos, la hinchazón había desaparecido casi por completo. Me dolía todavía al sonreír. Me peiné el pelo con los dedos y un poco de gel. Marqué la raya en el centro y dejé caer las mechas onduladas a ambos lados de la cara. La herida quedaba bastante cubierta. Tenía que recordar no empujar el pelo hacia detrás de la oreja. Quedé satisfecha con el resultado. Retoqué los labios con un lápiz rosa pálido. Si Russ hubiera estado, me habría dicho que me veía espléndida. Entristecida, cerré los ojos y pensé en él, en sus caricias y en la dulzura con la que me hablaba en la intimidad. Pero frené los recuerdos porque las lágrimas amenazaban con aparecer y estropear la máscara, intacta. No quería estar sin él, pero no había remedio. Mi humor empezó a desvanecerse y, para evitar que empeorara, salí rápidamente del lavabo. Para mi asombro, me encontré a Claudia junto a la puerta del restaurante. Iba vestida de manera informal, con la bandolera cruzada y el casco en una mano.
—¿Qué pasa? —exclamé sorprendida—. ¿Por qué no te has cambiado?
—Me voy ahora —contestó con inseguridad.
La miré atónita.
—¿Te vas adónde?
—A mi casa.
—¿Por qué?
No daba crédito a lo que ella decía.
—Para ducharme y cambiarme.
La observé unos instantes.
—Claudia, son las siete y media. La inauguración está prevista para las ocho ¿y te vas ahora?
—Pues me tengo que ir —exclamó tajante—. Me he pasado todo el día terminando cosas y acabando lo que los paletas dejaron mal de la tubería. Estoy sudada y no puedo presentarme así.
—¿Y por qué no te organizaste antes?
Me crucé de brazos, enfadada.
—Es una locura que te vayas ahora —proseguí—. Los periodistas van a querer conocerte. Ya te lo advertí.
Claudia frunció los labios y se mordió una uña. Parecía irritada e intentaba controlarse. A mi entender, yo era la que tenía que estar molesta, no ella.
—Ana, me pides demasiado —dijo de repente, con tanto recelo que me sorprendí—. Este es tu negocio, no el mío. He estado pasando aquí doce y catorce horas al día. He estado trabajando como una desgraciada y tú cada vez me pides más.
—¿Ah, sí? —exclamé.
Empecé a enrabiarme.
—¿Pido demasiado? Dime una cosa, ¿cuántos errores has cometido en el proyecto? Hasta esta mañana no sabíamos si los cocineros iban a poder utilizar la cocina y si teníamos que pedir catering. Y, a pesar de tus errores, ¿he dejado de pagar tus facturas? El negocio es mío, pero tú has sido contratada para que hagas un trabajo y no para que me dejes tirada cuando más te necesito. Sabías muy bien que esta tarde teníamos un compromiso y que tenías que asistir.
Claudia se quedó callada, pero en sus ojos vi determinación. Me parecía insólita su actitud, tan poco responsable.
—Si sales por esa puerta ahora, asegúrate de no volver jamás —añadí sin pestañear.
Claudia suspiró, le temblaba el labio inferior. Vaciló unos instantes y, al final, abrió la puerta y salió. Me giré furiosa hacia la barra y crucé una mirada con Carlos, que no me quitaba los ojos de encima.
—¿Tú también te vas? —lo tenté.
La rabia me había segado.
—¡Ni loco! —dijo sonriendo—. ¡Estás muy guapa! —añadió con timidez y mi enfado se suavizó un poco.
En eso se acercó Marisol. Llevaba un vestido negro ajustado hasta la rodilla y de manga corta que le sentaba muy bien. Tenía un aire de elegancia clásica. Sonreí, algo más relajada. Belén tenía razón: Marisol era algo extraordinario en el mundo de los chefs, mayoritariamente masculinos.
—¿Me podéis ayudar con algo? —les pregunté, en tanto me dirigía a la salida.
La gran incógnita para todo el personal del restaurante y todo peatón que pasaba de largo era el nombre. El letrero lo habían instalado un sábado por la tarde cuando estaba sola y lo habían tapado con una lona gruesa. Solo Belén sabía el nombre, pues había preparado el dossier de prensa y las cartas. Los aros para las servilletas y los posavasos habían llegado esa misma tarde. Las cajas las había guardado en el almacén. Había dejado el nombre tapado hasta ese día a propósito.
—¿Quitamos la lona? —dije mientras los tres observábamos el letrero.
—Voy por la escalera —se ofreció Carlos, entusiasmado, y volvió a entrar.
Marisol permaneció callada.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.
—Algo nerviosa —contestó con expresión rígida.
—Todo saldrá bien —le prometí.
Ella solo asintió. Carlos regresó con la escalera y la apoyó en la puerta. Se subió y comenzó a quitar la lona. Cuando la tela por fin cayó, Marisol exclamó, sorprendida. La luz suave que se desprendía de la guía de iluminación colocada por detrás resaltaba la letra cursiva de color blanco: «Bon Vivant».
Carlos bajó rápidamente de la escalera.
—¡Es fantástico! —exclamó.
Yo tan solo sonreí. El nombre encajaba a la perfección con la comida de Marisol: refinada, moderna —sin descuidar los sabores clásicos que agradaban al paladar gourmet. Ella seguía observando el letrero, impresionada. Al final se volvió hacia mí y, para mi sorpresa, me abrazó.
—Me encanta —dijo feliz y me soltó.
En ese instante vi que se acercaba Belén con dos periodistas.
—Ya están llegando —le susurré a Carlos—. Corre, avisa a todos de que vamos a comenzar.
Se marchó con la escalera. Marisol se dirigió también hacia el interior.
—No te escondas en la cocina —mascullé antes de que entrara al restaurante.
Se volvió un instante y sonrió.
—¡Ana Stoichev! —exclamó Belén—. La emprendedora más guapa del Eixample.
—Gracias, Belén —contesté mientras nos saludábamos—. Algo me pedirás —añadí sonriendo.
—Veo que la conoces —comentó uno de los periodistas.
Era un hombre bajito y calvo, de sonrisa cautivadora y ojitos brillantes que se movían con rapidez. Parecía que nada se le escapaba de la vista.
—Es bastante transparente —dijo con una sonrisa la otra periodista.
Era muy joven y alta. Llevaba un vestido negro de estilo hippie que le llegaba a los tobillos y una gargantilla con la palabra love en cursiva.
—Ana, te presento a Joan Balaguer, de El Mundo, y a Emma Herranz, de Cavas y Vinos.
—Encantada —dije mientras le estrechaba la mano a Joan.
Él la cogió con ambas manos y me dio un beso en los nudillos.
—Fascinado —anunció casi de un suspiro y con los ojos entrecerrados.
Emma, al ver la escena, puso los ojos en blanco. Yo sonreí.
—Buena suerte —me deseó ella.
Me estrechó la mano y sentí su apretón fuerte, el de una mujer decidida y segura.
—Vamos, vamos —nos animó Belén.
Dentro, Fernando y otros dos camareros nos esperaban con las bandejas llenas de copas y canapés. En un plazo de media hora, el restaurante se llenó de periodistas, fotógrafos, amigos, conocidos y hasta desconocidos. Belén andaba por todas partes sonriendo y entreteniendo a los invitados. Vi que Marisol conversaba tímidamente con algunos de los periodistas. Yo estaba la mayor parte del tiempo rodeada de periodistas que me hacían preguntas sobre el negocio. Algunos eran amables y mostraban un interés genuino. Otros, los más conocidos, no tenían ningún interés en el restaurante o en mí, solo en la comida y el vino ofrecido por la casa. Yo respondía a las preguntas que me hacían y no intentaba entablar conversaciones sustanciales. Cada vez que podía me escapaba para hablar con amigos, pues habían venido muchos. María y Nav, Svetlana y su novio Brian, Ignacio, mi contable Jordi y su mujer Tatiana. En otras circunstancias habría disfrutado de ese evento, pero extrañaba a Russ con desesperación. Hacía un esfuerzo enorme por sonreír y anhelaba que se acabara la inauguración. Los canapés salados ya se habían terminado y solo quedaban petits fours glacés.
Jordi se me acercó en algún momento, sonriente, y me observó con mirada traviesa.
—Ana, te digo que siempre me has sorprendido en todo —confesó.
Sonreí. Él siempre bromeaba, pero era un contable brillante y creativo.
—Y tú a mí también —contesté.
Me pregunté a qué se referiría con exactitud.
—Ana, ¿sabes quién es Marc Puig? —preguntó en voz baja, a modo confidencial.
—No… ¿debería saberlo?
Arqueé las cejas, sorprendida.
—Sí, está entre tus invitados.
Lo miré desconcertada. Jordi señaló con la mirada hacia la barra. Miré. No tenía ni idea de quién era Marc Puig, pero al lado de la barra estaba el Marc que me había ayudado en el accidente de moto. Conversaba animadamente con el periodista de La Vanguardia. Recordé nuestro encuentro y la razón por la cual lo había invitado a la inauguración. Ahora se había vuelto irrelevante, pues el correo que Russ me había pedido que enviara a Jay ya había parado la locura, y no necesitaba acudir a la policía. Miré de nuevo a Jordi.
—¿Y quién es Marc Puig?
Jordi me observó un instante con mirada burlona.
—¿En qué mundo vives?
No dije nada.
—¿No lees la prensa?
Sonreí. Jordi alzó la mano, frustrado.
—Es de la División de Investigación Criminal de los Mossos d'Esquadra. Creo que es el Jefe del Área de Crimen Organizado, sale en la prensa cada dos por tres. Apoya la investigación del caso del Fórum Filatélico en Barcelona junto con la Guardia Civil.
«¡Dios!», grité para mis adentros pensando en Russ, Mónaco, el dinero para el restaurante… «¿Qué he hecho?»
Un espantoso escalofrío me recorrió la espalda. Como en cámara lenta miré de nuevo hacia la barra. Marc había acabado de hablar con el periodista y posaba sus ojos sobre mí. Vi que sonreía y que comenzaba a abrirse camino entre el gentío.
Sentí que se me cortaba la respiración. Si él se dedicaba a la investigación criminal, con mi nombre y mi NIE podía averiguarlo todo sobre mí. Podría rastrear el origen del dinero que había invertido en el restaurante, investigar a Russ y abrir un caso contra él en España. Las piernas me empezaron a flaquear.
«¡Dios mío! ¿Habré metido la pata?», pensé aterrorizada.
Quería salir corriendo de allí y evitar a Marc, pero no tenía escapatoria. Él ya me estaba saludando.
—Muy agradable —fue lo único que oí.
Sonreí, consciente de que se veía un gesto forzado.
—Hola, Marc —logré musitar.
—Hola, Ana.
Él sonrió de manera encantadora como si realmente se alegrara de verme. Me quedé mirándolo, confusa, y enmudecí. Él también calló, sin quitarme la mirada de encima. Tenía los ojos rasgados y de un color difícil de definir. Me di cuenta de que casi no parpadeaba. No sé cuánto tiempo se prolongó aquello. En algún momento, recobré la capacidad de hablar.
—Qué bien que hayas podido venir —dije con la garganta reseca y la voz afónica.
—Siento llegar tarde —dijo.
—¿Te apetece beber algo? —pregunté nerviosa.
Su mirada tan directa me comenzaba a agobiar.
—Sí.
Me dirigí a uno de los camareros y cogí dos copas de cava de su bandeja.
—Salud —dije intentando sonreír—, y gracias por venir.
—Salud —brindó—. Por ti —añadió de forma insinuante.
Busqué agitada un tema de conversación. A la vez, me reprochaba haber provocado un acercamiento con él.
A mi rescate vinieron dos periodistas que atacaron a Marc con preguntas. Retrocedí un paso mientras los observaba e intentaba reponerme. Él se desenvolvía con agilidad y soltura, y sonreía constantemente al contestar las preguntas y comentarios. Sin embargo, sus ojos estaban siempre a la vigilia y mantenían distancia, lo que le daba un aire reservado. La cara de Russ, su empresa española, sus cuentas bancarias y el dinero del restaurante volvieron a aparecer en mi mente.
«Ana, estás alucinando, no puede haber relación», me dije en un intento de quitarme la ridícula sospecha de encima.
—Tienes cara de fantasma —me susurró María al oído—. ¿No puedes fingir ni un poquito?
Me giré hacia ella y le di la espalda a Marc. Le estrujé la mano.
—¡Ana! —se quejó.
—María, ¿ves el hombre que tengo detrás? —susurré.
Ella estiró el cuello.
—¿El moreno de pelo largo, barba moderna y mirada felina? —exclamó mientras yo le hacía señas para que bajara la voz—. Grrrr… Sí, lo veo. ¿Te gusta?
—No, María, me aterroriza —seguí susurrando—. Es un policía criminalista y creo que está aquí para investigar mi relación con Russ.
Ella me miró como si yo estuviera loca. Tal vez lo estaba. Luego estalló en carcajadas. De reojo, vi que Marc nos lanzaba una mirada, pero siguió entreteniendo a los periodistas.
—Vaya, vaya, vaya, Ana, sí que conoces a gente… —oí decir a Belén, que se acercó y me abrazó por la cintura.
María le guiñó un ojo.
—¿Qué te parece? —le preguntó.
—¿De qué diablos conoces a Marc Puig? —quiso saber Belén—. La próxima vez, cuando me contrates para que te organice algún evento de relaciones públicas quiero ver la lista de tus invitados. La reputación de ese hombre vale por diez artículos de mis contactos. Con solo una nota que diga que ha asistido a tu inauguración, te llenaría el restaurante…
La miraba con perplejidad. María asintió y sonrió.
—¿Me queréis decir por qué este hombre es tan popular? —pregunté angustiada.
—Está entre los altos cargos de los Mossos d'Esquadra, a pesar de lo joven que es, y ha tenido unos méritos impresionantes en la lucha contra el crimen organizado. La prensa lo adora. Pero, además… —Belén entornó los ojos con misterio—. Su familia es de las adineradas de Cataluña.
Yo seguía queriendo escapar de la escena.
—Aparte del paquete que tiene… —comentó María sin dejar de observarlo.
Enseguida, tanto ella como Belén estallaron en carcajadas.
—¿Me lo presentas o me acerco por mi cuenta? —preguntó Belén.
Me sonrió y se arregló los bucles del pelo con la mano. Yo les di la espalda y me dirigí al sótano. En la escalera me crucé con Carlos.
—No más bebidas —le ordené antes de bajar los escalones.
A mis espaldas escuché que Belén se presentaba a Marc.
Me encerré en el almacén. Estaba ansiosa y mis dudas me iban a enloquecer.
¿Era posible que hubiera llamado la atención de la policía y que Russ estuviera siendo investigado en España? De ser así, me hundiría por el remordimiento. La forma de observarme de Marc, que había intentado leerme la mirada, me asustó.
Me apoyé en la pared y me dejé deslizar hasta que llegué al suelo. Me senté entre las cajas vacías. Pasé largo tiempo en el almacén. Me daba igual si la gente me buscaba, no podía fingir más ni sonreír. Quería estar sola, lejos de todos, con mis pensamientos. Comencé a oír como poco a poco los invitados se iban despidiendo. Algunos preguntaban por mí. María me buscó en la cocina e intentó abrir el almacén.
—Sé que estás ahí —dijo a través de la puerta.
Esperó un instante y, como no contesté, prosiguió:
—Ana, Nav y yo nos vamos. Si necesitas algo, por favor, llámame. Te quiero.
Asentí en la penumbra y escuché como sus tacones se alejaban. Cuando las voces ya se habían apagado, me incorporé despacio y arreglé las arrugas de mi pantalón. Revisé el inventario y descubrí que setenta personas podían acabarse la misma cantidad de botellas de vino y cava. Al final, salí del almacén.
Cuando subí, todavía estaban Carlos, Marc y el personal de limpieza. Carlos estaba acabando de recoger las mesas y sillas. Marc estaba sentado en la barra bebiendo una copa de vino. Tuve el impulso de volver a esconderme en el almacén, pero me contuve. Me quedó claro que él no se iba a ir sin hablar conmigo, así que respiré profundamente, cogí coraje de donde no lo tenía y me senté a su lado. Me observó y sonrió. A pesar de mis malos presentimientos, sonreí también.
—Este lugar está fenomenal —comentó—. Es más, he hecho reserva con Carlos para el próximo sábado por la noche para venir con unos amigos.
—Me alegro —afirmé.
—Casi no se te nota el daño en la mandíbula.
—El maquillaje hace milagros —dije impasible.
—¿Te duele?
—Un poco —reconocí.
Nos quedamos callados. Yo estaba alerta, pues mis sospechas de que sabía algo de Russ no me abandonaban. Marc seguía bebiendo vino y miraba los frescos de las paredes. Observé que su bronceado no cubría del todo la marca de la sortija de matrimonio de su mano izquierda.
—Marc… —No aguanté—. Tengo la sensación de que tienes algo que decirme.
Lentamente desvió la mirada de las paredes y me contempló.
—¿Qué te hace pensar eso?
—No tengo ni idea, es solo una sensación.
Me seguía mirando, sin parpadear. Parecía un felino asechando a su presa. Al final aparté la mirada; no pude aguantar la intensidad de la suya.
—Tienes que dejar de mirarme tanto y hablar más —dije en voz baja—. Si siempre eres así, debes incomodar a muchas personas a tu alrededor.
—Ya lo sé —dijo por fin—. Es una manía que he adquirido en la policía.
Sacudí la cabeza.
—¿Podemos hablar aquí? —preguntó.
—Sí, le diré a Carlos que se vaya —dije nerviosa.
Diez minutos más tarde estábamos sentados en una de las mesas contiguas a los ventanales, casi a oscuras. Solo estaban encendidas las luces de la barra.
—Tú dirás.
Para mi sorpresa, él sonrió, lo que suavizó un poco la fuerza de su mirada.
—¿Cómo reaccionarías si te digo que creo que estás metida en problemas?
—Diría: ¿qué te hace pensarlo?
—Ayer me llamaron de la jefatura para comprobar conmigo el testimonio de tu accidente —contestó con su ronca voz—. Entonces te recordé, tecleé tu nombre en nuestra base de datos y en total aparecieron cuatro denuncias, todas hechas durante las últimas setenta y dos horas. La primera fue aquí, en este lugar, la segunda fue en la dirección que diste de tu oficina, la tercera fue en la dirección que diste de tu vivienda y la cuarta la presencié —Suspiró y entrecruzó los dedos de las manos—. Legalmente no tengo ningún derecho a meterme en tu vida, pero una denuncia de hurto, dos saqueos y un accidente es bastante en tan poco tiempo. Creo que todas las acometidas han sido hechas por el mismo agresor y creo que tú sabes quién es y qué quiere de ti.
Hablaba con un tono tranquilo que me inspiraba confianza. Me pregunté si se trataba de una técnica de interrogación o si Marc estaba en realidad preocupado por mí. Sus palabras me sorprendieron y tranquilizaron a la vez. Había esperado otra cosa, algo relacionado con Russ. Tardé en contestar, pero de nuevo, él parecía no tener ninguna prisa. Pensé que se podría quedar horas mirándome sin hablar.
—Marc, no sé quién es el agresor —dije intentando que mi voz sonara indiferente—. Es cierto que todo ocurrió muy rápido y que he pasado unos días de mucho susto, pero yo no diría que estoy metida en problemas. No creo que sea personal.
Me observó sin decir nada.
—Lo del restaurante le puede ocurrir a cualquiera —añadí—. Sospecho que cuando robaron en mi oficina encontraron mi dirección privada y la copia de mi llave…
—¿Cuántos sois en la oficina? —me interrumpió.
—Diez.
—Y de esas diez personas, ¿saquearon solo tu piso?
«¡Mierda!», pensé.
—Soy la que más tiempo pasa allí y la que más objetos personales tiene —me defendí.
Permaneció callado.
—Lo del accidente fue mala suerte —proseguí, con miedo a que mi voz se quebrantara en cualquier instante.
Marc seguía sin apartar la vista de mi rostro.
—Te agradezco la preocupación —dije al rato.
El silenció se prolongó y entonces él cambio de postura. De repente, se incorporó. Lo miré sin entender qué pasaba.
—Es tarde y tienes cara de agotamiento. Vamos, te espero mientras cierras.
Me inquieté por el súbito cambio en él, pero me alegré de no estar bajo la fuerza de su mirada. Al bajar la persiana del restaurante, le dije:
—Marc, de verdad, gracias por preocuparte por mí. Estoy pasando por un momento difícil.
El último comentario se me salió de los labios sin poder frenarlo. Me sentía agotada, sola y deprimida, aunque me tranquilizaba el hecho de que Marc pareciera no estar relacionado con el caso de Russ.
—Ana, es tu decisión hablar sobre lo sucedido, aunque las agresiones no las podemos controlar si las víctimas no colaboran. Sé que soy un perfecto desconocido, pero este es mi trabajo —dijo con inesperada sinceridad.
Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y saco un bolígrafo y una tarjeta. Escribió algo.
—Aquí tienes mi número, para cuando quieras hablar. Pero no intentes mentir, porque lo haces muy mal. Te ruborizas.