Recogí a Helen en el aeropuerto y la llevé a un pequeño restaurante cerca del centro comercial L’illa, donde servían cócteles, una de sus debilidades. Parecida a María por su gran cantidad de energía y su vida dinámica, Helen trabajaba como asistente personal del presidente europeo de Fujitsu Siemens y viajaba sin parar. Tiempo atrás nos habíamos visto con frecuencia, pues ella solía visitar mucho Barcelona por trabajo. No obstante, en el último año sus viajes habían disminuido y manteníamos el contacto principalmente por correo electrónico y con visitas puntuales, como la de entonces.

Al encontrarnos, Helen se dio cuenta de inmediato de que me ocurría algo. Durante el trayecto en coche desde el aeropuerto hasta la ciudad, le conté sobre Russ. Una vez en el restaurante, ella pidió un bloody mary y acto seguido se quitó el abrigo y el gorro. Helen era menudita y llevaba el pelo negro, corto, por debajo de la oreja. Se vestía con ropa de colores oscuros que resaltaban su tez blanca. Aquel día había combinado un pantalón negro con un jersey color gris, pendientes de aro y un collar largo. Estaba muy guapa y moderna. Cuando le sirvieron el cóctel, Helen lo probó, arrugó la nariz en señal de «qué más da» y se dedicó a examinarme con la mirada como si yo fuera un bicho raro. En sus oscuros ojos se mezclaban el asombro y la admiración, y una sonrisa mordaz apareció en su cara, en forma de corazón.

—En un rato vendrá María y también te contará su vida —dije tratando de desviar la conversación hacia otros temas—. No soy la única que se mete en líos.

—Ana, siempre te he tenido un aprecio especial por tus cualidades extraordinarias para vivir la vida al límite —dijo entonces.

Como buena inglesa, hablaba con retórica. A veces empleaba tanta, que no entendía qué me estaba diciendo, como en ese momento.

—Helen —dije—, habla claro.

—Estás viviendo una experiencia única y excitante —aclaró.

—¿Y crees que es bueno o malo?

—Bueno.

—Ya… —Asentí—. Perdóname, pero no lo veo así.

Rio.

—Da igual cómo lo veas, porque no puedes ver más allá de tus narices.

La observé fastidiada. Otra de sus peculiaridades era su sentido del humor seco, que a veces era fantástico y otras, abrumador, pero siempre satírico.

—Explícame qué hay más allá de mis narices, por favor —le pedí.

Siguió riéndose un rato más. Luego paró.

—¿Va en serio? —preguntó.

Asentí.

—Ana, estuviste casada con Thomas seis años durante los que viviste una vida sofocante. Siempre estabas o metida en casa, o trabajando, o acompañándolo a sus viajes y partidos de tenis —dijo mirándome con firmeza—. Él te había metido en una burbuja ajena a muchas cosas del mundo real, entre ellas, el de la gente. Eras amiga de sus amigos, salías con sus amigos y te encontrabas con su familia. Aparte de su gente, solo conocías a dos personas: a Kiko et moi. Kiko es muy parecido a Thomas, con la diferencia de que en vez de jugar al tenis, es un loco de la informática.

Bebió de su bloody mary.

—Te hartaste y lo dejaste —prosiguió—. Estabas preparada para vivir por tu cuenta, pero no para tratar con gente distinta a la que habías conocido hasta entonces. La soledad te empujó a buscar aventuras y la encontraste en Russ. En comparación contigo, él es una montaña rusa. Es de un mundo muy distinto al tuyo. Por eso no pudiste leer más allá de su deslumbrante apariencia y te entregaste de la misma manera que lo hiciste con Thomas, de forma incondicional. Has tenido mucha suerte de que lo que está sucediendo haya pasado ahora y no más adelante, porque tal y como hablas, te veo formando una familia con él.

Yo había bajado la mirada y observaba distraída la superficie de la mesa.

—Digo que la experiencia por la que estás pasando es única, porque no conozco a nadie más que consiga meterse en tantos problemas por sí misma como tú. Y digo excitante, porque francamente… No sé, Russ parece vivir la vida al límite, se ve que la goza, de una manera intrépida, debo admitir. Pero el tiempo que has pasado con él ha sido extraordinario. Te has relajado, has disfrutado y te has reído. El sexo ha sido fantástico. Aunque ahora estés hecha polvo, has aprendido mucho —aclaró.

—Es verdad —reconocí con voz hueca—. Estoy hecha polvo.

—No culpes a Russ —siguió tras una breve pausa—, él es como es. Seguro que cambiará, porque te ha conocido, y para él debes de ser como un tesoro. Pero el hecho de que no te haya dicho la verdad sobre su trabajo es también tu culpa.

Alcé la mirada.

—¿Por qué? —exclamé sorprendida.

—Porque no lo ibas a entender —dijo convencida.

La miré indignada.

—Vamos, Ana, piénsalo —me animó—. ¿Qué habrías hecho?

No supe qué contestar.

—Yo te lo diré —dijo mi amiga—. Le habrías dado un ultimátum para que dejara la empresa de inmediato. ¿O no es así?

—Sí —dije sin dudar.

—Y Russ lo sabía. Él te conoce. Le habrías puesto entre la espada y la pared. Russ no sabe ganarse la vida de otra manera, es un vendedor. Lo que le gusta es vender y dejar de vender un producto muy rentable para vender otro no tan rentable que le permitiera un buen nivel de ingresos, le habría llevado tiempo. Y mientras tanto, ¿qué?

Permanecí callada.

—Te habrías cansado de él —concluyó—. Lo habrías visto desmotivado, sin trabajo, inseguro… Algo que, sin duda, Russ quería evitar a toda costa. Él cree que si tiene dinero, tú lo respetarás, porque Thomas provenía de una familia adinerada y a ti nunca te ha faltado nada. Puede ser que para ti no fuera importante, pero creo que Russ no lo veía así.

Me cubrí la cara con las manos. Todo eso me resultaba tan nuevo y sorprendente, que me costaba aceptarlo. Helen le pidió otro bloody mary al camarero.

—¿Y cómo se supone que tenía que ayudarlo? —pregunté frustrada.

Me destapé la cara y la miré con desesperación. Ella se encogió de hombros.

—Yo habría hablado con él un poco todos los días, sin acosarlo, lo habría animado a abrirse, habría comentado alternativas, yo misma las habría buscado y se las habría sugerido, le habría asegurado que no lo dejaría si perdía dinero. Pero siempre dándole a entender que tenía que cambiar y corregir lo malo que había hecho. No me habría guardado las dudas por dentro.

—Puede que tengas razón y la culpa sea también mía, pero cada uno juzga a la gente por su condición —dije—. Yo soy muy abierta, Helen. Siempre he sido así y también con Russ, y me duele en el alma que él no fuera sincero conmigo, que no me dijera esotra verda.

—En esto estoy de acuerdo contigo, pero si los demás fueran como nosotros, el mundo sería perfecto y sobre todo predecible. Y no lo es, no cometas un sesgo de proyección.

Acepté inclinando un poco la cabeza. Me sentía triste. El camarero le trajo el cóctel a Helen y ella lo saboreó de inmediato.

—¿Lo vas a esperar? —preguntó rompiendo el silencio.

—Sí —contesté.

—Vale, pero yo en tu lugar haría dos cosas. Primero, no actuaría de forma pasiva, ayúdalo en lo que puedas: abogados, información, visitas, lo que se te ocurra. Segundo, viviría mi vida. Deja de sentirte miserable. El tiempo pasa y las cosas se arreglan. Sé más positiva.

—Ya estoy haciendo ambas cosas, Helen —dije con una sonrisa forzada—. Ya lo estoy ayudando. En cuanto a vivir la vida, lo intento, pero me cuesta.

—Sigue intentándolo —me animó—. ¡Y deja de beber agua, mujer! Tómate algo fuerte.

Para cuando llegó María, una hora más tarde, Helen y yo ya nos estábamos acabando la primera botella de cava.

Abuso de confianza. La otra verdad
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