El reencuentro
Claire Rua estaba de vacaciones y tuve que llamar yo misma a la cárcel para reservar la cita. El policía solo hablaba francés, y con mi escaso conocimiento del idioma no logré entender ni media palabra. Frustrada, colgué el teléfono, pero casi de inmediato recordé que Helen lo hablaba de forma fluida. La llamé y le pedí que llamara a la cárcel de Mónaco. Tardó solo quince minutos en devolverme la llamada. Mientras tanto, yo me paseaba de una punta a la otra de mi pequeño salón. Contesté el móvil tan pronto como sonó.
—Te he pedido dos citas dobles, la primera a las ocho de la mañana y la otra al día siguiente, también a las ocho —me informó.
—¡Qué dices! —exclamé hecha una bola de nervios—. ¿Por qué tan temprano? El avión aterriza por lo menos a las once.
—No había más horas disponibles.
«¡La cárcel está llena!», pensé.
—¿Y cómo se supone que voy a estar allí a las ocho?
—Conduciendo —sugirió.
No lo había pensado, era una opción.
—Gracias, Helen.
—De nada, cuídate. Por cierto, estoy pensando en visitarte otra vez.
—Genial, ¿cuándo?
—¿La semana que viene?
—Claro, pero ¿por qué tanta prisa? —pregunté sorprendida.
—Por nada en especial. Me han obligado a tomarme las vacaciones pendientes y aquí está lloviendo todo el día. Estoy harta del color gris. En Barcelona también puede llover, pero por lo menos uno no tiene la sensación de que el cielo se le va a caer encima.
—Vente cuando quieras —dije sonriendo por su sentido del humor.
Nada más colgar, entré en la guía Michelin por Internet. Había 685 kilómetros de distancia entre las dos ciudades, el viaje duraría unas seis o siete horas. Rondaban las cuatro de la tarde. Si me apuraba, podía llegar antes de medianoche. Me puse veloz a buscar hoteles en Mónaco con disponibilidad. En el de la última vez, no les quedaban habitaciones. Encontré otro con el pomposo nombre de The Ambassador, con sus humildes tres estrellas y el módico precio de cuatrocientos treinta euros la noche. Resignada, reservé una habitación. Metí en una mochila una muda, un bocadillo y agua, y me subí al coche.
Salí de Barcelona a las seis de la tarde, cuando ya oscurecía. Llegué a la frontera con Francia casi a las ocho. Había un atasco en la Jonquera. El policía me lanzó una mirada inexpresiva y me hizo la señal de avanzar. A partir de allí, la A7 pasaba a llamarse A9 o E15. No tenía navegador, pero los demás conductores conocían los radares y me guiaba por ellos. Desde la frontera con España hasta Nimes había por lo menos tres. A partir de allí, cogí la E80 hacia la Costa Azul. Casi no había coches por esa carretera.
A la altura de Arles, sonó mi móvil y bajé el volumen de la música.
—¿Diga?
—¿Estás conduciendo?
—Sí.
—¿De camino a Mónaco?
—Sí.
—Solo quería decirte que he pasado una Nochebuena… algo diferente.
—Yo también —reconocí.
Parecía que quería decir algo más y aguanté. Me acercaba al peaje y reduje la velocidad. Estaba a la altura de Saint-Martin-de-Crau, según indicaba el cartel. Bajé la ventanilla, introduje el tique en la máquina y luego la tarjeta.
—Espero que las próximas Navidades sean más alegres para ambos.
De nuevo me sentí decepcionada por lo mucho que callaba.
—Yo también, Marc, sea como sea.
Cogí la tarjeta y se levantó la barrera.
—Conduce con cuidado. Adéu —dijo.
—Adéu.
Colgué y puse el coche en marcha. Quise pensar que las cosas iban a cambiar en un futuro cercano, que a Russ lo liberarían pronto y que podríamos reconstruir la relación. Si bien la oportunidad se la iba a dar, mi amor ya no sería ciego. Tenía claros los límites y eran inamovibles. Me concentré en la autopista enfrente.
El viaje transcurrió sin incidentes. Era la primera vez que conducía por Mónaco y había temido perderme en el pequeño país, pero estaba todo señalado minuciosamente. Pensé que muchos ayuntamientos de España podrían aprender de la señalización del principado monegasco. Llegué al hotel sobre las dos de la madrugada. La recepcionista me miró sorprendida y me hizo llenar un formulario. Sacó una fotocopia de mi pasaporte y me entregó la lista de precios del contenido del minibar. Cansada, cogí la llave y subí a una pequeña y sofocante habitación. Abrí las ventanas para que entrase aire fresco y me desplomé en la cama.
Pasé en vela lo que quedaba de noche pensando en Marc: su atractiva cara, sus ojos rasgados de colores cambiantes, su voz ronca, su forma reservada de ser; una apariencia fuerte que escondía tanto… Su interés en mí y el estilo dominante que dejo entrever me resultaban enigmáticos. Me preguntaba en qué habría fallado para que su mujer le fuera infiel. La determinación con la que había decidido intentar salvar su matrimonio me desconcertaba. Sentía complicidad con él, porque tal vez los dos íbamos a fallar en el intento de rehacer nuestras relaciones. Quizá los dos éramos unos soñadores que lo único que íbamos a conseguir con nuestros esfuerzos y sacrificios era prolongar el amor que añorábamos durante un tiempo más, y al final acabaríamos aún más decepcionados y destrozados. Una pérdida de tiempo, pero yo sabía que no haría las cosas de otra manera, y él tampoco. ¿O sí?
Sospechaba que no lo iba a ver hasta que pasara un tiempo. Por el momento no tenía sentido mantener el contacto. Tal vez nos reencontraríamos en un futuro, libres de ataduras sentimentales, pero con un montón de experiencias desafortunadas. ¿No era eso la explícita demostración del masoquismo? Sufrir y torturarse voluntariamente, negándose la oportunidad de parar y tomar otro camino. Culpábamos a nuestras parejas por lo que nos habían hecho, ¿pero no era eso egoísmo? Algo fallaba en nosotros también. ¿Y si se nos hacía fácil vivir con la idea de que los demás tenían la culpa? ¿En realidad quién tenía que ser rescatado?
A las seis y media me metí en la ducha.