En nueve meses visité Mónaco nada más y nada menos que doce veces, y deseaba que la decimotercera fuera la última. Me pasé la noche en vela en la habitación del hotel, pero al amanecer no sentía el cansancio. Cuando faltaba poco para las nueve de la mañana, me encontraba frente al Palacio del Marqués de Grimaldi esperando a Anton. Era finales de mayo y ya hacía una temperatura agradable. Iba vestida de manera muy informal, como siempre. Cualquiera me habría tomado por una turista madrugona. Llevaba gafas de sol y mi bandolera marrón, y sostenía el asa con fuerza: su contenido representaba una pequeña fortuna para mí. Aguardaba la salida de Russ con ansiedad.
A las nueve en punto vi a Anton cruzar la plaza frente al palacio. Se acercó y me saludó con una sonrisa profesional.
—Buenos días, Ana.
—Buenos días.
Llevaba un elegante traje negro, una camisa blanca y una corbata de color negro y rosa. Sus zapatos brillaban. Su vestuario había sufrido un cambio radical en comparación con el de hacía nueve meses. La expresión de la cara le había cambiado también; se le veía más seguro y hasta con aire soberbio.
—¿Estás lista? —preguntó.
—Sí.
—Ven, acompáñame —dijo.
Nos encaminamos hacia el lado derecho del palacio. Al acercarnos, vi que se abría un pequeño callejón de unos veinte metros de largo que terminaba en una puerta de madera. Anton la empujó y entró. Le seguí los pasos. Nos sorprendió un ambiente diáfano con varios escritorios y tres personas trabajando con ordenadores. Parecía un despacho de funcionarios. Anton saludó a uno de ellos y le preguntó algo. Entendí tan solo el apellido de Russ. Este se acercó, buscó entre la pila de documentos que había en el escritorio más cercano y nos entregó un papel. Era la confirmación de la transferencia de dinero entre Suiza y Mónaco. Anton me dejó verlo un instante y en seguida lo metió en su maletín, pero pude alcanzar a divisar que la suma original era en dólares.
—Ana, le tienes que pagar la tasa a esta persona. Son cuatro mil euros.
Decidí dejar de sorprenderme. Saqué el dinero del bolso y se lo entregué todo a Anton.
—Aquí tienes, reparte.
Me miró molesto y cogió el dinero. El funcionario rellenó algunos formularios y le dio copias. A los cinco minutos estábamos de camino a la cárcel. Cuando llegamos, Anton me dijo que esperara fuera y entró. Regresó a los diez minutos.
—Felicidades —dijo impasible—. En pocos minutos saldrá Russell. Os deseo que os vaya bien, seguimos en contacto.
Me estrechó una mano, que seguía tan flacucha y sosa como la recordaba.
—Gracias por todo.
Anton se alejó deprisa. Me quedé sola, a la espera. Mi ansiedad crecía a cada segundo. Los pocos turistas que pasaban de largo me miraban con rareza. No me extrañó, me encontraba parada frente a un portón impersonal de robustas barras y parecía que lo apreciara.
Desvié la mirada hacia el mar, que como siempre estaba resplandeciente. Los rayos de sol centelleaban al reflejarse en el agua y le daban un color dorado maravilloso. Las gaviotas lo sobrevolaban y graznaban. Me pregunté cómo sería nuestra relación a partir de entonces. ¿Sería posible hacer borrón y cuenta nueva, como yo quería? ¿O siempre nos acompañarían los fantasmas del pasado?
La puerta se abrió sin hacer ruido y Russ salió del edificio. Llevaba puestos unos vaqueros y un jersey rojo arrugado. Ambas prendas le quedaban grandes. Me di cuenta de que había adelgazado mucho. Llevaba una bolsa de deporte en la mano. Estaba pálido y ojeroso, y su mirada vagaba insegura, pero sus hermosos ojos azules brillaban con la luz del día. Al acercarse, sonrió como un crío, sincero y espontáneo, y se le iluminó la cara. Despacio, me rodeó los hombros con un brazo.
—Vámonos de aquí —dijo simplemente.
Hacía esfuerzos por contenerse. Nos dirigimos hacia la bajada sin decir ni una palabra. No podía pensar, estaba como hipnotizada por sentir el contacto con su piel y me movía por inercia. Sabía que en la entrada de la cárcel había tres cámaras por las que seguro que nos estaban controlando. Caminamos hasta la Place d’Armes, donde tenía aparcado el coche. Cuando entramos en el aparcamiento, Russ dejó caer la bolsa al suelo y me abrazó.
—Amor, te adoro —me susurró al oído mientras me besaba por toda la cara y el cuello—. Gracias por venir.
Lo abracé con felicidad. Se me olvidó todo el rencor, toda la angustia, todo el sufrimiento, las dudas y las sospechas. Solo quería estar con él, vivir con él y no separarme nunca de él. No quería preocuparme, sino disfrutar y tenerlo entre mis brazos. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos pegados el uno al otro, pero al final el sentido común me serenó.
—Russ, subamos al coche —susurré.
Se desprendió de mí. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—¡Cariño! —exclamé—. ¿Qué te pasa?
—Estoy feliz.
Me besó en la mano. Luego pasó al otro lado del coche y se metió en él.
Estuvo callado la mayor parte del viaje mientras yo conducía hacia Francia. Miraba por la ventanilla, absorto en sus pensamientos. Por el reflejo vi que tenía la mirada severa.
—¿Te encuentras bien? —pregunté.
Me miró.
—Sí, mi amor, es que estoy algo aturdido —Sonrió con tristeza—. ¿Adónde vamos?
—A Barcelona.
—¿Viviremos juntos?
—Si quieres, sí —contesté despacio.
Me hacía feliz imaginarme la vida diaria con él.
—Si no, te puedes quedar conmigo hasta que consigas un piso —añadí.
—Si me dejas, prefiero vivir contigo.
Se me derritió el alma.
—Sí —dije solamente.
Pensé que el momento era ya demasiado emotivo como para recargarlo aún más.
—Lo único a lo que tendrás que acostumbrarte es a Charlie.
Russ sonrió.
—¿Tenemos prisa? —preguntó al rato.
—No. Me he organizado para no tener que trabajar hasta el jueves. Si quieres o si necesitas hacer algo…
—Quedémonos un par de días en Cannes.
Lo miré sorprendida.
—Russ, ¿Cannes? ¿El lugar más caro en la Côte d'Azur después de Mónaco?
Me observó dubitativo.
—Vale—dijo—. Demos una paseo únicamente.
Asentí de forma reservada.
—¿No quieres llamar a tus padres?
Negó con la cabeza.
—Ahora no, amor, solo quiero estar a tu lado. Ellos saben que estaré bien mientras esté contigo.
Sonreí complacida.