A ciegas

Russ llevaba ya siete días en la cárcel. Siete días que a mí me habían parecido siete años. Desde su encarcelamiento había dormido fatal, pocas horas, con un sueño liviano y repleto de pesadillas. La decepción que sentía por lo que había hecho, la inquietud por lo que ocurría alrededor de él, las ansias de entenderlo todo y la incertidumbre por lo que podía pasar me atormentaban. Además, el saqueo del piso de Russ y la visita de Jamie y Darrell me causaban terror.

El lunes, cuando me detuve frente al edificio de la oficina, vi que había dos motos de los Mossos d’Esquadra, un coche de la compañía de alarmas y varios coches sin distintivos aparcados sobre la acera. Al entrar en el vestíbulo me encontré cara a cara con la recepcionista, Rosi, y con Albert Balaguer, el gerente del centro de negocios.

—¿Qué pasa? —pregunté con graves sospechas.

—Buenos días, Ana —me saludó Albert, sonriente—. Han robado en el centro.

Por unos instantes fui incapaz de hablar. Intenté mostrarme impasible, aunque mi pulso amenazaba con estallar.

—¿Qué se han llevado? —logré preguntar.

—No lo sabemos de momento.

Albert seguía sonriente. Me preguntaba por qué.

—Por lo poco que he visto —prosiguió—, algunos de los despachos han sido saqueados. Muebles no parece que falten, pero no sé si se han llevado documentos o dinero.

—¿Por qué habrían de robar en un centro de negocios? —murmuré casi para mí misma.

Albert se encogió de hombros.

—Algunas empresas guardan dinero para gastos.

—¿No se ha disparado la alarma?

—Sí, pero la policía tardó media hora. Deben de haber sido más de uno, porque en poco tiempo han conseguido entrar en varios despachos.

Me empecé a marear y me percaté de que Rosi me observaba.

—Ana, ¿te quieres sentar? —preguntó señalando hacia los escalones.

—Quiero subir —dije.

—De momento no nos dejan, están tomando huellas dactilares —explicó Albert—. Aunque, sinceramente, no creo que averigüen nada. Hoy en día los ladrones llevan guantes.

Asentí y, distraída, me senté en un escalón. No me cabía duda de quién había entrado en las oficinas y por qué. Ellos no iban a parar. Sentí miedo, pánico. Una vocecilla dentro de mí decía que intentara calmarme, que estaba exagerando, pero sospechaba que mis presentimientos eran ciertos.

Tuvimos que esperar una hora —para mí, tortuosa— hasta que la policía nos dejó subir. Caminé a toda velocidad hacia nuestra oficina. La puerta estaba abierta y dentro reinaba un caos parecido al que había visto en el piso de Russ, aunque no todo estaba destrozado. Fui hasta mi escritorio y abrí el cajón. El maletín de Russ no estaba. Miré a mi alrededor, pasmada, absorbida por los acontecimientos. La idea de dejarlo todo y salir corriendo me comenzaba a tentar.

—Disculpe.

Me giré con pavor. Creo que en aquel momento cualquier cosa me habría asustado. Era un policía joven, que me observaba.

—¿Sí? —dije.

Recobré la compostura e intenté sonreír.

—¿Trabaja en esta oficina? —preguntó.

—Sí —musité.

—Necesito hacerle algunas preguntas.

—Sí, por supuesto.

En eso apareció Albert. El policía me interrogó poco tiempo. También le hizo preguntas a él, quien se mostraba muy dispuesto a colaborar. No lo noté ni molesto ni preocupado por lo ocurrido. Más bien parecía lleno de curiosidad. Me enteré de que el saqueo se había producido a las cinco de la mañana y que habían entrado en tres de las oficinas grandes y dos de los despachos pequeños. Ninguna de las áreas comunes del centro, como las salas de conferencia, la cafetería o la recepción, habían sido tocadas. Tenía que rellenar un formulario para detallar los objetos que faltaban o habían sido rotos o dañados. Me costaba concentrarme, porque seguía pensando en lo que se podía avecinar. El siguiente paso para ellos sería mi piso o el restaurante.

—Lo siento —le dije con voz temblorosa al policía—, pero no estoy en condiciones de rellenar este formulario ahora.

—Está bien. Hágalo luego y acérquelo a la comisaría de Vía Augusta.

—Ana, si quieres yo lo llevo luego junto con las declaraciones de los demás y la del centro —se ofreció Albert.

Acepté agradecida.

—¿Se dan muchos casos como este? ¿Qué buscan los ladrones? —pregunté al policía.

—Esto ocurre a diario —Sonrío amablemente—. Y lo que buscan es dinero.

—¿Y conseguís atraparlos?

—A veces si, a veces no —dijo el policía—, pero no por ello dejamos de intentarlo.

Si su propósito había sido animarme, no lo logró. Pasado un rato, se fue.

—Albert, no te veo preocupado por lo sucedido. Han destrozado los muebles de varias oficinas, sin contar el daño a la puerta.

Sonrió con aire soberbio.

—Por eso estoy pagando un montón al seguro. Además, ya tocaba reponer cosas.

«¡Típico! Siempre hay alguien que paga los platos rotos…», pensé.

Tenía los nervios de punta, pero reuní coraje y comencé a revisar los daños. Habían sacado y tirado por el suelo casi todas las carpetas de los archivos. No se habían llevado los ordenadores de mesa. Los cajones de todos los escritorios estaban abiertos y vaciados. Controlé el impulso de salir corriendo de allí y me puse a recoger y a limpiar. Si bien Albert necesitaba nuevos muebles, yo necesitaba deshacerme de los archivos viejos, así que aproveché y comencé a tirar y a triturar papeles obsoletos. Fue entonces cuando vi el maletín marrón de Russ tirado debajo de uno de los escritorios. Estaba completamente rajado y el forro cortado y tirado al lado. La imagen me asustó. Ellos ya sabían que había ocultado los documentos en otro sitio. Comencé a temblar otra vez. Tuve que sentarme en el suelo y abrazarme las rodillas para calmarme. Las lágrimas brotaron sin cesar.

Al cabo de un tiempo, me sosegué un poco y seguí recogiendo y ordenando. Tardé varias horas en lograr algo de orden. Luego me metí en el lavabo, me lavé la cara y me maquillé. A pesar de que ni la base de maquillaje en polvo ni el colorete consiguieron esconder las profundas ojeras ni los signos de preocupación, al menos le dieron un poco de color a mi piel.

Coloqué el formulario de denuncia sobre el escritorio de la recepcionista.

—Rosi, he dejado la oficina más o menos arreglada. Por favor, procura que tiren las bolsas de basura que he puesto al lado de la puerta y que limpien las superficies. Tengo que salir. Para cualquier cosa llámame al móvil.

—Descuida, Ana —contestó en tono servicial—. Me ocuparé de ello.

Me miraba con una mezcla de lástima y preocupación.

«Seguro que tengo pinta de loca», me dije deprimida.

Una vez en la calle, llamé a María.

—¿Estás muy ocupada?

—Sí, pero acabo con la reunión en una hora.

—¿Puedo ir a tu oficina?

—Claro. ¿Ha pasado algo?

—Sí, ha pasado algo.

María trabajaba en un edificio moderno cerca de la estación de Sants. Su despacho se encontraba en la planta 20 y los ventanales ocupaban toda la pared oeste. La vista era espectacular, pero mi miedo a las alturas me mantenía a distancia. Su secretaria me sirvió un café amargo y me dejó sola. Me senté detrás de su moderno escritorio, que estaba minuciosamente ordenado, y contemplé su agenda. Tenía todos los días planificados hasta el último minuto. Por unos instantes, me imaginé qué se sentiría al ser una alta ejecutiva de una empresa multinacional y dirigir a un grupo de treinta personas.

«Debe ser fenomenal poder contar con apoyo», pensé.

Oí a María antes de verla. Le dio varias órdenes a su secretaria y entró en el despacho abriendo la puerta con energía. Su camisa sedosa estaba desabrochada lo justo para atraer y frenar al mismo tiempo, su pelo rojizo estaba recogido en un moño en la nuca. Irradiaba feminidad a gritos, a pesar de que llevaba pantalones. Al verme, sonrió con calidez.

—Se te ve bien allí sentada —apuntó.

—Es posible, pero no creo que tenga la capacidad de dirigir a treinta personas —dije pensativa.

María bufó.

—Treinta tal vez no, pero veintipico, seguro.

Tenía razón; entre la consultoría y el restaurante tenía un montón de personal a mi cargo. Empecé a incorporarme.

—¡Quédate sentada! —me ordenó desplomándose en uno de los sillones de enfrente—. Si me siento allí, tendré que ocuparme de los to do’s y no quiero. Algo me dice que lo que me vas a contar será interesante.

Esbozó una sonrisa traviesa. Por primera vez en muchos días sonreí. María sin duda conseguía subirme el ánimo.

—Lo que te tengo que contar es aterrador —le contesté todavía sonriendo—. Y necesito tu ayuda.

—Lo que quieras —prometió y ladeó la cabeza.

—Necesito quedarme con vosotros algunos días.

Apoyé los codos sobre su escritorio. Ella me lanzó una mirada de duda.

—No hay ningún problema, pero, ¿qué pasa?

Le conté lo de los saqueos y la visita de Darrell y Jamie. María me miraba con preocupación creciente, pero también con incredulidad.

—Ana, no puedes negar que estás viviendo todo un thriller —contestó al final, sonriente.

Su entusiasmo no me impresionó.

—María, por Dios, ¡es gente muy cabrona! —exclamé—. Tengo miedo de estar sola en mi piso. Creo que son capaces de meterse conmigo…

—No lo creo —me interrumpió decidida—. Van a por Russ. No creo que se atrevieran a hacerte daño físico. A este tal Darrell se le fue la mano, pero dudo que lo vuelva a hacer. Tú les puedes denunciar, tienes residencia aquí y hablas el idioma. No les interesa. Lo que quieren es el dinero. ¿Y por qué no les das los putos documentos?

La observé como si estuviera loca.

—Porque no sé qué quieren exactamente. No sé si están detrás de las cuentas personales de Russ o de la empresa, ni si hay algo más que yo desconozco. He logrado entender cada uno de los datos que había en su maletín excepto una secuencia numérica que parecía un número de cuenta y unas direcciones IP —expliqué—. Además, María, a fin de cuentas, no es su dinero.

—Claro y tú has decidido hacer justicia…

Miré el techo y me rasqué la barbilla.

—Si la secuencia numérica es una cuenta de la empresa de Russ —prosiguió ella tocándose el moño—, ¿no crees que ya debería estar congelada?

—No lo sé. Tal vez sí, tal vez no. Si ellos están detrás de esa cuenta, es porque creen que es accesible. Aunque debo admitir que parece que tienen prisa. Entraron en el piso de Russ la noche del sábado. Darrell y Jamie vinieron a verme el sábado por la tarde y esta madrugada ya habían saqueado mi oficina.

María se encogió de hombros.

—¿Y qué piensas hacer? ¿Esconderte hasta que vuelva Russ?

—Me da pánico quedarme sola en mi piso. Le envié un mensaje a Russ a través de su abogado y espero que me diga qué hacer. Si no contesta, no sé… Actuaré sobre la marcha. Tengo la inauguración del restaurante este jueves y después iré a Mónaco a verlo.

—¿Y por qué no llamas a la policía? —propuso.

—María, si llamo a la policía, tendré que contarlo todo. No solo el tema del robo en mi oficina. Tendré que decir que Russ está en la cárcel, lo de las cuentas bancarias, lo del saqueo de su piso, lo de las amenazas... La policía seguro que se pondrá a investigar y verán que he recibido dinero de Russ y que lo he invertido en el restaurante. Querrán explicaciones. No sé si hay algo en contra de él aquí en España, no quiero provocar una investigación.

María asintió en silencio como si comprendiera la envergadura de las consecuencias.

—Ay, Ana, ¿cómo te has metido en este embrollo? —exclamó.

Sacudí la cabeza.

—Voluntariamente…

Las dos nos callamos. María se quedó pensativa y yo, preocupada. Me di cuenta de que me había involucrado en una intriga peligrosa e iba a ciegas. Me preguntaba cómo acabaría todo eso y si, de estar los papeles invertidos, Russ hubiera luchado por mí. Quería creer que sí, que no me había equivocado al juzgarlo.

—Ana —dijo María mientras se cruzaba de brazos—. Yo en tu lugar le transferiría suficiente dinero al abogado en Mónaco como para que no abandone el caso de Russ, les dejaría todos los documentos encontrados a esa gente, y me concentraría en empezar una nueva vida lejos de Russ. Si el restaurante te recuerda mucho a él, traspásalo dentro de un tiempo…

La secretaria entró sin tocar a la puerta y la interrumpió. Llevaba una bandeja con varios platos. La contemplé pensativa. La idea de dejar a Russ era agónica. La idea de traspasar al restaurante era… genial.

—Os dejo la comida —anunció apurada y colocó la bandeja sobre la pequeña mesa contigua a los sillones—. Me marcho a comer y vuelvo en media hora.

—Gracias, Clara —dijo María mirándola con recelo—. ¿Tengo algo a las tres, ¿verdad?

—Una reunión con la imprenta.

—Posponla una hora.

Clara la observó sorprendida y se dirigió a la salida.

—Una cosa más —se apresuró a decir María—. Si vuelves a entrar en mi despacho sin llamar primero, estás despedida.

La pobre secretaria me lanzó una mirada llena de vergüenza y yo me sentí fuera de lugar. Se marchó a toda prisa.

—La gente hoy en día es muy vaga —se quejó mi amiga cuando la puerta estuvo cerrada de nuevo.

—Ojalá yo tuviera tus mismos problemas —dije.

Me incorporé y me senté frente a ella en el otro sillón.

—María, tengo miedo por lo que pueda ocurrir y por no saber qué hacer.

—Ana, está claro que Russ está metido hasta el cuello en la mierda. Tienes que pensar en ti y dejar todo lo relacionado con él.

—Vale… —Suspiré—. Suponte que lo haga. Puedo dejar todos los documentos sobre la mesa, en mi piso, para que cuando ellos entren los encuentren y se los lleven. ¿Cómo sé yo que con eso no implicarán aún más a Russ en la estafa? Aunque lo deje, no quiero ayudar a otros a que lo jodan. María, sigo pensando que Russ ha cometido un error y que mejorará.

—¡Está bien! —exclamó y movió los platos sobre la mesa—. Haz lo que creas, si tanto confías en él, quédate a su lado. Pero, por favor, avisa a la policía de los saqueos.

—Lo haré si entran en mi piso —prometí.

Se oyó un suave golpe en la puerta. Clara nos traía una botella de Viñas del Vero.

Abuso de confianza. La otra verdad
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