Editar Guerra y paz
Mario Muchnik
Para Elisa
Prolegómenos
Fue un mediodía, en nuestro comedor de la calle Ayacucho, número 1822, en pleno barrio Norte de Buenos Aires, cuando mis padres tuvieron una conversación crucial en mi presencia.
—Yo creo que el chico ya está maduro para La guerra y la paz— dijo mi madre.
—Hmmm…— dijo mi padre, cuya opinión sobre las inclinaciones literarias de sus dos hijos favorecía claramente a mi hermana menor, Nora. —Hmmm… ¿Vos creés?
—Está leyendo un montón de libritos sobre temas científicos, Cazadores de microbios, la biografía de madame Curie, qué sé yo. Es hora de que se enfrente con algo más serio. Yo creo que ya es un grandulón y tendría que probar.
—Si me dijeras Nora, sí, aunque sólo tiene siete años. Yo veo cómo se divierte con las obras de Molière, que leemos juntos cada noche. Mario no tiene paciencia, le gustan los aviones…
Siguió un silencio que interpreté correctamente: mi madre se saldría con la suya y yo tendría que hacer frente a los siete tomos de la novela de Tolstói. A mis catorce años.
Eran siete tomos que me parecían grandes, aunque lo único de que puedo dar fe es que las cubiertas eran amarillas; y recuerdo bien el papel, grueso pero liviano y esponjoso, y los bordes de las páginas, abiertas en primera lectura por el cortapapeles de mis padres. Creo recordar la negrura de las letras, bien legibles para mí y, hoy lo intuyo, fruto de un buen taller tipográfico. Los márgenes eran generosos —así los recuerdo— y la encuadernación, cosida, muy firme, no exigía misericordia alguna. El lomo era dócil y la mezcla de los aromas del papel, de la cola y de la tinta inspiraba respeto a la vez que deleitaba.
Mis amigos mexicanos me dicen que se trataba seguramente de la edición de Porrúa, que ellos coinciden en que era en siete tomos aunque, contrariamente a mi recuerdo, no grandes sino más bien “normales”. Quizá no fuera la de Porrúa.
No tardé en quedar absorto en la lectura. Ni tampoco en sentir crecer en mí el miedo a que la historia se acabase. Llegaba al final de un tomo con el inmenso placer de pasar al siguiente y el terror ante la inminencia del séptimo, que se avecinaba imparable. No sé cuánto tardé en leer la novela. Sí puedo decir que desde esa experiencia de lector de catorce años hasta la tercera lectura del Quijote, a mis cuarenta y seis años, ningún libro me inspiró terror tan grande ante el final ineluctable de la narración. Mi madre, a quien de vez en cuando le comentaba lo que iba leyendo y le confesaba el pánico que sentía, me dijo que Tolstói había escrito otros grandes libros, como Ana Karénina. Pero el solo nombre de Karénina (que ella pronunciaba Karenína) me ahuyentaba, situaba la novela entre los libros para adultos, cosas de amor, palabrería aburrida, debía tratarse de una obra “sin la menor acción”.
Acabé el séptimo tomo decepcionado por las disquisiciones filosóficas del autor. No sé si en esa edición habían respetado en su integridad los interminables epílogos de Tolstói sobre su manera de ver la Historia, el papel superfluo de los líderes y el papel decisivo del individuo del pueblo, según su teoría “termodinámica” de la sociedad vista como un conjunto gaseoso de moléculas. Lo que reverberaba en mí era la calma recobrada al final en el hogar de Pierre y Natasha (no le creí a Tolstói cuando describe una Natasha entrada en carnes, aburguesada, sin el encanto de su adolescencia) y los cientos de momentos trepidantes de emoción, como la batalla de Austerlitz, la muerte del viejo príncipe Bolkonski, el incendio de Moscú, las fastuosas recepciones en los salones de San Petersburgo y las mil conversaciones de las que había sido ávido testigo en los dos o tres meses (supongo) que me llevó esa primera lectura del libro que, desde entonces, considero la mayor pieza literaria de la historia.
Fortalecida en su papel civilizador, mi madre no me hizo concesiones.
—Ahora vas a leer un libro corto: el gran mol.
—¿El gran qué?
—Es un libro francés. Se escribe M-e-a-u-l-n-e-s. El gran Meaulnes.
Lo cogí con pinzas, pero la intuición de mi madre era certera: a las pocas páginas estaba vibrando de emoción.
Y al final, demasiado mayorcito como para correr a refugiarme en sus faldas, me encerré desesperado en mi habitación, donde Cazadores de microbios y la biografía de madame Curie me miraron toda una tarde como reprochándome.
Así fue mi iniciación a la lectura. Siete años más tarde, residiendo en Columbia, la universidad de Nueva York en donde me hice físico, descubrí The Brothers Karamazov, en la traducción al inglés de Constance Garnett. La calidad de esta traducción, de la que no fui consciente entonces, hizo nacer en mí la adicción a la literatura rusa.
Un día descubrí en la librería de la universidad War and peace, también traducido por Garnett. Fue mi segunda lectura de la novela de Tolstói y experimenté un sacudón inesperado: ¿era la misma novela que había leído a mis catorce años? Aquellos siete tomos de mi infancia estaban perdidos para siempre y no podía comparar las versiones. Escenas enteras me parecían nuevas, como así el humor de muchos diálogos y la precisión en los relatos estratégicos y en las descripciones de los campos de batalla, los salones y los personajes. ¿Qué había leído yo siete años antes? Nunca pude aclararlo. Sí puedo decir que, en la traducción de Constance Garnett, esa última parte en donde Tolstói da rienda suelta a sus teorías sobre la Historia me resultó, a mis veintiún años, extraordinariamente interesante. Estábamos en 1952 en Estados Unidos, donde el senador Joe McCarthy sembraba el miedo y la gente recelaba del prójimo exactamente como Arthur Miller lo pondría en escena al año siguiente en Las brujas de Salem. El vigor con que Tolstói condena a los personajes históricos con nombre y apellido tenía todo lo necesario para contrarrestar en mí ese recelo. Me ayudó mucho en cambio a recelar de quienes recelaban y, con ello, a ir forjando mis propias opiniones sobre el momento que vivíamos en Nueva York. Me permitió relativizar las ventajas de estudiar en esa ciudad y me alentó en mi decisión de dar un vuelco y volver a Buenos Aires para, luego, dar el salto definitivo a Europa.
No volví a leer Guerra y paz —como comencé por entonces a llamar la novela, en lugar de La guerra y la paz— hasta más de veinte años después, en la Italia de los setenta. Fue en la edición Gallimard de la traducción francesa de Boris de Schloezer, cuya primera sorpresa fue para mí que los personajes hablaran tanto en francés —“en français dans l’original”, se aclaraba a pie de página. La edición mexicana, que yo recordara, no tenía nada en francés; la traducción de Constance Garnett lo trae todo en inglés. Ahora, en la edición de Gallimard, las primeras palabras, en cursiva para indicar que así está en la versión original del propio Tolstói, eran:
—Eh bien, mon prince! Gênes et Lucques ne sont plus que des apanages de la famille Buonaparte! Non, je vous préviens que si vous ne me dites pas que nous avons la guerre, si vous vous permettez encore de pallier toutes les infamies, toutes les atrocités de cet Antéchrist (ma parole, j’y crois), je ne vous connais plus, vous n’êtes plus mon ami…
Etc., etc., etc. Hablaban en francés esos personajes. ¿Por afectación? Mis amigos filólogos me señalaron que en la época el francés era la segunda lengua en Rusia, pero para mí no era “normal” que dos rusos se hablaran en francés, como no lo podría ser que se hablaran en francés dos italianos o dos españoles.
Pero no fue ésa la única sorpresa. Esta vez, a mis cuarenta bien cumplidos, viví (más que leí) los vericuetos del alma de los personajes —la bondad innata de Pierre Bezújov en su búsqueda espiritual, la ingenuidad encantadora de una Natasha Rostova que descubre el amor, el despiadado tormento interior del príncipe Andréi Bolkonski, la pasión ardiente de Napoleón por el poder. Y comprendí algo más: la novela no había cambiado en mis tres lecturas, era la misma novela. Quien había cambiado era yo. Era yo quien, en cada lectura, descubría un nuevo libro, escondido bajo las mismas palabras. Y tuve la extraña sensación de que Guerra y paz no era uno sino varios, quizás muchos libros, todos contenidos dentro del mismo texto de Tolstói.
Mi cuarta lectura de la novela tuvo lugar en Madrid, en 1998. Esta lectura volvió a ser en inglés, pero en la traducción de Louise y Aylmer Maude editada por Oxford University Press por primera vez en 1922 y, en versiones revisadas, reeditada diez veces, la última, según consta en el tomito primoroso que tengo ante mis ojos, en 1965. El primor de esta edición merece dos palabras.
Se trata de una especie de pequeño breviario, de sólo 9 por 15 centímetros, encuadernado muy sobriamente en tela color burdeos, impreso (en un cuerpo pequeño pero muy legible) en el llamado “India paper”, delgadísimo y livianísimo. Tan delgadísimo que las más de mil seiscientas páginas de esta edición dan un espesor de apenas tres centímetros y medio; y tan livianísimo que es mucho más liviano que el clásico “papel Biblia”. Ya no se fabrica: me lo dijo por teléfono, con voz quebrada, el director de producción de Oxford University Press.
¿Y qué me aportó esta cuarta lectura? Emoción sin fin. Es posible que la edad reblandezca a la gente, pero me veo una madrugada de mediados de 1998, preparándome a las seis de la mañana un café en la cocina de mi casa y con el corazón partido, no por la muerte sino por las últimas palabras del viejo Bolkonski a su hija, la princesa María, a quien le pide que se ponga el vestido blanco, porque le sienta bien. O por el deambular de Pierre en las calles de Moscú ocupada. O por el vigor con que Nikolái Rostov lidia con la sublevación de los siervos.
Y por la descripción de los hombros desnudos de Elena, la primera mujer de Pierre. Y la de la batalla de Borodinó. Y la de las borracheras de la juventud dorada en San Petersburgo. Y la de la estepa nevada durante la noche. Y la de la inolvidable declaración de amor del príncipe Andréi a Natasha —él, solo en el centro del gran salón de baile de los Rostov, oscurecido; ella que entra, se le acerca y, casi sin dejarle decir una palabra, se pone en puntas de pie y le dice… “¡Sí, sí!”.
El café me supo a gloria, esa mañana de mediados de 1998 y, con el espíritu transido, tomé la decisión: editaría Guerra y paz.
Cuatro veces había leído Guerra y paz hasta ese momento, en cuatro traducciones diferentes: una al español, dos al inglés y una al francés. Conocía la obra lo suficiente como para saber que las diferencias de fondo no dependían de la traducción sino de mi propia evolución. Pero a esa altura de mi vida de lector también sabía que toda traducción traiciona el original y que las diferencias formales dependen de la calidad de los traductores. Era consciente de la mediocridad de varias traducciones al castellano y conocía la fama de la de José Laín Entralgo y Francisco José Alcántara, considerada la mejor, publicada en 1979 por Argos Vergara y reeditada (¡hacía menos de un año, en 1998!) en una gruesa edición “de bolsillo” por Planeta.
También tenía constancia de algunas barrabasadas puestas en circulación por ciertas editoriales, algunas de gran prestigio. Me refiero, por ejemplo, a la Guerra y paz de Editorial Juventud, un tomo único de sólo quinientas doce páginas en el que nada indica que se trate de una versión abreviada ni para niños ni para subnormales. Mis amigos de la librería Antonio Machado, de Madrid, se quedaron de piedra cuando les demostré que, para caber en quinientas doce páginas, la novela habría tenido que ser compuesta en caracteres de cuerpo seis, como mucho.
La traducción es un trabajo mal pagado en todo el mundo. Los traductores mejor pagados son los que prestan servicio en organizaciones internacionales, como la ONU o la Unesco. También (y a veces mejor), los que traducen textos altamente técnicos, como manuales de física o de medicina, o los que traducen textos breves, técnicos y muy urgentes, como los que se generan en bufetes de abogados o los que piden las fuerzas armadas, sobre todo en tiempos de guerra.
En el terreno literario los traductores que llegan a vivir de su oficio son los que trabajan bien y rápido y se limitan a textos fáciles, obras por lo general de autores mediocres. Los grandes clásicos no se prestan a ello, seguramente porque son clásicos. Los conceptos que expresan suelen ser sutiles y la forma nunca es pedestre, con lo que un traductor serio debe, por una parte, comprender muy bien el significado de la frase original y encontrar el equivalente en la lengua a la que traduce; y, en segundo lugar, hallar en esta lengua la expresión equivalente sin que sea pedestre. Todo ello, intentando conservar el “sabor” —si se me permite la palabra— de la lengua original. En muchos sentidos el trabajo del traductor de un clásico se asemeja al del autor de la versión original. Lo cual, a su vez, implica que ha de tener la cultura suficiente para ello.
Constance Gamett no debe de haber cobrado mucho por sus traducciones de los rusos al inglés. Es muy probable que no llegara a fin de mes con lo que le pagaban. Pero no tenía mayor importancia: era bibliotecaria y estaba casada con un editor y crítico prestigioso que ganaba bien su vida. Casi todas las grandes traducciones se debieron, como las de Garnett, a que el traductor no estaba apremiado por el dinero.
En cuanto a mi intención de hacer traducir Guerra y paz, hice números. El ruso es una lengua “cara”: los traductores son pocos y, con toda razón, tienen tarifas muy superiores a la media. Según mis cálculos, una nueva traducción habría costado, siendo modestos, cerca de treinta mil euros. Ello habría repercutido en el precio de venta del libro que, aun aplicando los métodos de fabricación más económicos, habría alcanzado los sesenta euros.
Se me ocurrió que quizás Planeta se aviniera a cederme, por bastante menos dinero, los derechos de la traducción de Alcántara y Laín Entralgo, como para que algún buen conocedor del ruso la revisara por si tenía algún defecto. Comprendí la importancia de este revisor y me dediqué a buscarlo antes de entrar en contacto con Planeta. No quería comprar nada sin estar debidamente preparado.
En la Feria del Libro de Frankfurt de 1993 —entonces yo editaba dentro del Grupo Anaya—, Bertrand Favreul, el director general de la editorial parisiense Robert Laffont, se me acercó y me dijo casi confidencialmente:
—Tengo un libro para ti.
En estos casos o se trata de alguien que se metió en un proyecto que necesita rentabilizar a cualquier costo, o se trata de un amigo. Bertrand era un amigo y me lo había demostrado.
Charles Ronsac, fallecido en 2001 con cerca de 90 años, era uno de los grandes editores franceses, aunque no muchos lo conocían. Ronsac fue el hombre de Opera Mundi, la primera agencia literaria multimedia que supo encomendar libros pergeñados por ellos, diseñarlos, organizar su lanzamiento de prensa y administrar la venta de los derechos internacionales, todo simultáneamente y antes de que el libro saliera de imprenta. Las tiradas de vértigo, la invasión por el autor de todos los medios de comunicación de masas y las pilas en las librerías eran todo uno para Opera Mundi, que prácticamente no conoció fracasos.
En Opera Mundi hasta los años setenta y luego con Robert Laffont, Charles Ronsac supo manejar con insólita habilidad su cualidad más importante: su fogosa y perseverante capacidad de trabajo. Fue un hombre de energía diabólica. Desbordante de ideas, escéptico con todas ellas como ha de serlo cualquier editor serio, reflexionaba antes de actuar. Pero cuando por fin actuaba, lo hacía sin perder tiempo y yendo directamente al corazón de cada proyecto.
Así fue con su idea de obtener los derechos mundiales de los archivos literarios del KGB. No es que el KGB dispusiera de ellos: con la desarticulación del viejo régimen stalinista y la apertura de la Lubianka al público, resultaba claro que el primero en llegar se llevaría el botín. Ronsac se fue a Moscú y montó allí una pequeña oficina. Se daba el caso de que el poeta ruso Vitali Shentalinski estuviera precisamente investigando esos archivos, después de haber vencido las infinitas trabas que los intelectuales, militares y burócratas del viejo régimen sembraron en su camino. El vigor de Ronsac y la meticulosa labor de Shentalinski dieron por resultado un primer volumen, publicado en Francia por Robert Laffont en 1993. Ronsac no se había limitado a financiar el trabajo del autor: lo había diseñado, lo había criticado, lo había cortado, vuelto a redactar una y mil veces, hasta lograr un libro, sí, de Vitali Shentalinski pero no menos, en la sombra, de Charles Ronsac.
En la Feria de Frankfurt de 1993 y de común acuerdo con Ronsac, Bertrand Favreul me confió los derechos del libro de Shentalinski.
El libro salió en 1994 en la traducción de una pareja entrañable. Helena Kriúkova y su marido, Vicente Cazcarra, hoy fallecido prematuramente, trabajaban en tándem. Ella, rusa, dominaba cabalmente no sólo su lengua sino, por igual, el español. Él, militante comunista y antifranquista de cárcel, cuando nos conocimos estaba desesperado por la caída del régimen soviético. Escribía con gran soltura sus memorias, que no progresaban porque la tarea lo sumía en la depresión. Pero tenía un gran estilo.
Mi editorial invitó a Shentalinski y su esposa para el lanzamiento del libro, en noviembre de ese año. Fue una fiesta de más de una semana, sobre todo para una pobre pareja rusa habituada a todo menos a los hoteles, los aviones y las ruedas de prensa. Nicole y yo organizamos una cena en casa, a la que asistió la parejita de traductores.
Durante la estancia de los Shentalinski en España, Helena Kriúkova hizo las veces de intérprete. ¡Y qué intérprete! Esa noche casi no comió. Su capacidad de escuchar e ir traduciendo era tal que la conversación entre los Shentalinski y nosotros fluyó como si hubiéramos estado hablando en la misma lengua. No había esperas entre lo que decía uno y respondía otro.
Fue lógico que, en 1999 y ante el proyecto monstruo de revisar la traducción de Guerra y paz de Alcántara y Laín Entralgo, pensara inmediatamente en Helena, viuda desde hacía poco. Pero Helena se mostró reacia: sin Vicente no se sentía segura. Me sugirió el nombre de otra traductora, traté con ella y finalmente también ella rehusó la tarea. Les sugerí a ambas que unieran fuerzas, que suplieran la ausencia de Vicente con este nuevo tándem, pero no hubo caso. Amables siempre, muy discretas, afirmaron una y otra vez que no era una cuestión de dinero. Y afirmaron una y otra vez que lo que la novela de Tolstói pedía era una nueva traducción.
Una nueva traducción. Me entraron dudas. ¿Tan mala era la traducción de Alcántara y Laín Entralgo? ¿Qué estaba por comprar yo? La buena gente de Planeta, con la que me había puesto en contacto no bien tuve la primera conversación con Helena, me pedía seis mil euros por la utilización de la traducción. Pero ¿y si una vez comprada hubiera debido rehacerla? ¿En qué berenjenal económico me estaba metiendo, sin conocer el ruso y, por ende, no ser capaz de catar debidamente la “mercadería”?
Mi asesora en estas cuestiones siempre fue la célebre traductora Esther Benítez, hoy fallecida pero entonces secretaria de la asociación gremial de traductores.
—Para empezar— me dijo, —debes tener una idea muy clara de la calidad de la traducción que te quieren vender los de Planeta. Después veremos. Y si necesitas una buena traductora del ruso para que te haga la revisión, está Lydia Kúper.
—¿Cooper?
—Kúper, con K y acento en la u. Toma nota de su teléfono. Vive enfrente de tu casa, sobre la Castellana.
Tiene… casi noventa. Es bajita y habla con apenas un deje ruso. Cuando la visito, en verano (vestido todo de blanco ella me dice: “Pareces Tolstói”) me ofrece Vichy Catalán y en invierno té, un té ruso fuerte no menos tonificante que un buen café italiano. Sonríe con facilidad, su mirada es escéptica de nacimiento y ha leído bastante más que uno, y lo ha hecho con el mismo escepticismo de su mirada. No tiene muchos libros, por lo que se puede ver. Probablemente haya dejado bibliotecas enteras a lo largo de su larga vida.
Vivía entonces sola en un noveno piso, modesto y ordenado. Su familia —una hija y un hijo, casados ambos, que le han dado cuatro nietos— la invitaba a pasar los veranos y otras vacaciones con ellos.
Lydia nació en Lodz, que en aquel entonces pertenecía a Rusia, el 21 de agosto de 1914; cuando terminó la guerra, su madre, ya viuda, emigró a España con su hija de seis años y se instaló en Vigo (Galicia), donde vivía su hermano.
Licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid, Lydia trabajó como ayudante de cátedra en un instituto de segunda enseñanza; y durante la fratricida guerra española fue intérprete de los “consejeros” enviados por la Unión Soviética en ayuda de los mandos españoles. Cuando la Junta de Casado sustituyó el poder legítimo, abandonó el país con los últimos consejeros. A causa de un sabotaje, el avión tuvo que hacer un aterrizaje forzoso y Lydia sufrió la fractura del brazo izquierdo. Detenidos al principio, se les permitió abandonar el país en otro avión con dirección a Orán.
En Orán conoció a Palmiro Togliatti, y de Orán fueron a París y después a la URSS directamente. En Moscú trabajó como traductora en la Editorial de Lenguas Extranjeras y le tocó hacerlo, vaya coincidencia, en el mismo despacho que José Laín Entralgo.
En 1957 regresó a España en donde, en 1969, falleció su marido. Desde entonces Lydia sólo se ha dedicado a su familia y a traducir.
En mayo de 1999 Lydia y yo nos pusimos de acuerdo en los términos de un contrato que no minara las bases económicas del proyecto. Conté para ello con su debilidad ante la inmensa seducción de la tarea: meterse a fondo, palabra por palabra, en quizá la obra cumbre de la literatura mundial. A ello se agregaba el hecho de sentir que Guerra y paz le devolvía su juventud. A partir de cierta edad eso cuenta.
Le expliqué la naturaleza del trabajo que esperaba de ella y le entregué, en primer lugar, las casi mil seiscientas páginas de la edición de Alcántara y Laín Entralgo, escaneadas e impresas (con amplios márgenes) por mi editorial. Y, en segundo lugar, ejemplares de las traducciones francesa, italiana e inglesa.
Dio manos a la obra. Me llamó al cabo de una semana, me invitó a su casa, me sirvió Vichy Catalán y me dijo algo así:
—La traducción de Laín se deja leer. Pero he encontrado algunos… errores. Hay que corregirlos.
—Para eso hemos firmado un contrato— respondí. —Dame algún ejemplo.
Me miró con su sonrisa escéptica, se calzó las gafas, fue a la tercera página de la novela y me leyó la frase siguiente:
—“Inglaterra, con su espíritu comercial, no comprenderá ni podrá comprender nunca la pobreza de ánimo del emperador Alejandro.”
Alzó la mirada, se quitó las gafitas y me preguntó:
—¿Qué te parece?
Esperó mi opinión, pero yo no la tenía.
—¿Te parece posible? Es Anna Pávlovna la que habla.
Ante mi silencio añadió:
—Alejandro es el Zar. A mí me llamó la atención que una noble rusa se refiera tan luego a la pobreza de ánimo de su Zar.
—¿Qué hiciste?
—Consulté el original ruso y comprobé que Tolstói no pone en su boca eso sino todo lo contrario: la sublime altura moral del emperador Alejandro, no la pobreza de ánimo.
La miré espantado.
—¿Qué dicen las otras traducciones?
—La altura, la altura, las tres dicen la altura moral.
—Pero… ¿por qué crees que Laín y Alcántara pusieron lo contrario?
Esta vez fue ella quien guardó silencio. Nos miramos y comenzamos a reírnos.
—¿Cuestiones políticas, crees?— le pregunté, pensando que en el Moscú soviético, donde Laín había trabajado, tal vez no cayera bien un elogio al Zar.
—No creo— dijo. —Pero no sé por qué puso la pobreza en vez de la altura moral. ¿Descuido?
Miré por un momento unas palomas que se habían posado en la baranda del balcón y luego le pregunté:
—¿Hay más?
—Mucho más, aunque hasta la tercera página esto es lo más llamativo. Y es inexplicable.
Regresé a mi casa y le escribí una carta a los amigos de Planeta diciéndoles que dejaran en suspenso, hasta nueva orden, el contrato de cesión de derechos. Y me puse a leer —por quinta vez en mi vida— Guerra y paz, ahora en la traducción de Laín Entralgo y Alcántara. No me pareció mala, aunque ciertos giros me parecieron burdos. Pero decidí que tenía que esperar a que Lydia progresara en su revisión antes de tomar una decisión con respecto a Planeta. Esto tuvo lugar, por fin, en septiembre, cuando, mediante una carta a Ymelda Navajo, entonces directora editorial de Planeta, me desdije y retiré mi oferta.
Las correcciones “gordas” fueron muchísimas más de lo que entonces preví. Y ello hasta la última página de la novela: al final de uno de los últimos párrafos del Epílogo, antes del Apéndice, la traducción de Laín Entralgo y Alcántara dice “Esa unidad, en la astronomía, era la inmovilidad de la tierra; en la historia es la independencia del universo, la libertad”; pero Tolstói dice: “en la historia es la independencia del individuo, la libertad”. ¿Por qué Laín Entralgo y Alcántara ponen universo en lugar de individuo?
Y eso para no hablar de la cantidad de términos, frases y hasta párrafos lisa y llanamente desaparecidos. Ni de los contrasentidos que nacen de errores de sintaxis; ni de los títulos alterados sin la mínima justificación: príncipe por conde, general por coronel; ni de los posesivos ambiguos, esos “su” que no se sabe si se refieren al sujeto o al predicado…
El trabajo de Lydia se prolongó mucho más allá de “finales del año 2000” —de hecho Lydia no puso punto final sino a fines de agosto de 2003. Y ello después de haber hecho una segunda ronda de correcciones sobre pruebas nuevas, en las que ya habíamos aportado todas sus primeras correcciones. Para ello me pidió autorización: la relectura, me dijo, le había permitido comprender que había sido demasiado indulgente, sobre todo al principio. Y sus segundas correcciones resultaron ser casi tantas como las primeras.
De mayo de 1999 a fines de agosto de 2003, son más de cuatro años, cuatro años durante los cuales Lydia y yo estuvimos sumergidos en el universo de Tolstói, reviviendo a la vez la narración y nuestras lecturas de la narración, descubriendo de ese modo detalles minúsculos del genio del autor: maravillándonos de su idioma robusto, audaz; estremeciéndonos ante su conocimiento del alma humana; hallando explicaciones recónditas pero explícitas de muchas actitudes, afirmaciones, gestos y hasta sueños de muchos personajes, explicaciones que, en una lectura normal, pasan desapercibidas; en definitiva, haciendo esa lectura, única, que puede, quizás un tanto abusivamente, compararse con la lectura de su propio creador.
A lo largo de su tarea Lydia me dijo varias veces que, con este trabajo, yo le había regalado años de vida. En un momento surgió ante mí el pavor que, a mis catorce años, me producía el irme acercando al final de la lectura. A lo mejor lo mismo le pasaba a Lydia, al irse acercando al final de su trabajo. A raíz de ello le propuse, a principios de 2002, que fuera pensando, para cuando terminara con Guerra y paz, en traducir tres cuentos de Chéjov, a su libre elección.
Mi propuesta le pareció excelente, pero no se comprometió a nada.
Algunos periodistas que han visto anunciada la edición de Guerra y paz en mi catálogo y en las solapas de mis libros me han interrogado sobre la traductora. Habrían querido entrevistarla. Lydia se negó rotundamente. “Cuando termine, ya veremos”, me dijo.
Ya veremos.
En el otoño de 1999, con Guerra y paz ya en manos de Lydia, nuestro amigo Eduardo Arroyo nos invitó a cenar a Nicole y a mí en su casa madrileña. Entonces unido a la prestigiosa fotógrafa italiana Grazia Eminente, habían invitado también a Rosa Pereda y su marido, Marcos Ricardo Bamatán.
Tal vez en 1997, los “bamatanes” habían sido los anfitriones en la cena en que conocimos a Eduardo (si bien aun antes nos habíamos estrechado la mano, en Barcelona, en casa de Frankie Sert).
Fue una cena que selló nuestra amistad de manera extraña. Después de los estrechones de mano habituales y del aperitivo de rigor, pasamos a la mesa para degustar un faraónico pescado al horno, obra de Rosita para desesperación de su carnívoro marido. Con su vaso de vino blanco en la mano, sentado frente a mí, Eduardo me miró y, con algún titubeo, me dijo:
—Oye, yo quizá te deba una explicación, por lo del juicio ese que te gané, ya sabes, el libro de Julián Ríos que editaste…
—Yo nunca edité a Julián Ríos.
Se hizo un silencio de asombro.
—Yo nunca edité a Julián Ríos— repetí, tratando de no perder la sonrisa.
—Hombre, tu editorial publicó mis grabados, los que hice para el Círculo de Lectores, sin mi autorización y sin pagarme un duro. Y yo os puse pleito y lo gané, porque a mí me encanta poner pleitos y además siempre los gano.
—Yo nunca edité a Julián Ríos— afirmé por tercera vez. —¿No será mi ex editorial?
—¿Tu editorial no es Muchnik Editores?— dijo Eduardo, afirmándolo más que preguntándolo.
—Lo era, lo fue hasta 1990…
—¿Y ahora tú…?
—Ahora yo estoy en el Grupo Anaya y con mi ex editorial no tengo nada que ver.
Con una estruendosa carcajada Eduardo se alzó, dio la vuelta a la mesa, me dio un abrazo y apuró su copa de blanco seco.
—¡Qué alivio!— exclamó con una risotada.
A mi vez alcé mi copa de blanco seco y pronuncié un brindis:
—Brindo por que le ganes muchos otros pleitos a mi ex editorial; brindo por este exquisito pescado; brindo por la amistad de nuestros anfitriones; y brindo por la amistad que de ahora en adelante nos une a ti y a mí.
Volvamos a la cena en casa de Eduardo, en el otoño de 1999. Yo acababa de publicar mis memorias de editor, Lo peor no son los autores, que habían divertido mucho a Eduardo. Pero lo que más le había hecho gracia era mi resurrección como editor, después de que el Grupo Anaya me dejara en la calle en noviembre de 1997. Mis andanzas por el terreno abrupto de los grandes grupos y mis angustias como reincidente aunque tardío editor independiente tenían para Eduardo algo que le causaba a la vez admiración y cariño. Nunca dejaba de preguntarme acerca de mis “cosas” ni de celebrar mis logros. Así es que, ya en la sobremesa, me preguntó qué estaba preparando. Y yo hablé de los clásicos, que mis distribuidores decían que se estaban poniendo “de moda” —¡cuánto nos reímos de que un clásico se pudiera poner “de moda”!—, y hablé de Guerra y paz. Eduardo manifestó inmediatamente su entusiasmo. Y para demostrarlo en los hechos, dijo:
—Yo te hago las cubiertas. Lo digo ante testigos: te hago las cubiertas de todos los clásicos que publiques, y no te cobro nada.
Nuestro asombro se tradujo en un silencio que interrumpió Eduardo:
—Lo digo ante testigos: yo te hago las cubiertas gratis. Tú me dices cuándo necesitas la primera y yo te la hago.
Le dije que la primera sería la de Guerra y paz, le conté mis tribulaciones para encontrar traducción y le hablé de Lydia Kúper. Inmediatamente Eduardo se entusiasmó. Todo le encantaba del proyecto.
Le expliqué que lo que me habría gustado era que la cubierta fuera muda, sólo su retrato de Tolstói, cosa que le pareció bien. Le expliqué que el nombre del autor y el título irían sólo en el lomo, y también le pareció bien. Todo le parecía bien. Tan bien que cambiamos de tema y la velada terminó entre alcoholes y risas.
Todo le parecía bien a Eduardo Arroyo pero, ay, no todo estaba bien, en particular la economía de mi editorial. Por barato que resultara ser el trabajo de revisión hecho por Lydia, por muy gratis que me saliera la cubierta, por mucha paciencia que pusieran los correctores y compaginadores para cobrar, yo veía con desánimo que me estaba acercando al momento de la verdad: el papel, la impresión y la encuadernación.
Diario
15 de febrero de 2002
Eduardo nos invitó a cenar anoche en casa de Isabel Azcárate. Conocimos a varias personas muy simpáticas. Una pareja nos cayó particularmente bien, aunque no logramos entender del todo sus nombres —a ella la llamaremos Natasha y estaba emparentada con un viejo amigo nuestro. El marido de Natasha se sentó en el salón a mi lado y me sorprendió porque había leído mi libro de memorias. Hablamos de literatura y el hombre demostró ser no sólo un notable bibliófilo sino un ávido lector —cosa mucho más rara en nuestra sociedad teleadicta.
Cuando se marcharon, al final de la velada, le pregunté a Eduardo quién era ese señor.
—Pierre Bezújov [llamémoslo así]. Fue presidente de una gran empresa multinacional— dijo, muy sigiloso.
Mi silencio debe de haber delatado a la vez sorpresa y vergüenza. En algún momento le había preguntado cuál era su ocupación y Bezújov me había dicho: “Nada importante”, y yo no indagué más.
26 de mayo de 2002
Hace unos días me llamó Natasha para invitarnos a cenar anoche, sábado. Nicole está en París, pero Natasha insistió y acudí solo a la cena. Entre los distinguidos contertulios estaba Eduardo Arroyo quien, como quien no quiere la cosa, en un momento de silencio me preguntó qué tal iba la traducción de Guerra y paz.
Sin premeditación, en mi caso, con el ánimo de polemizar sobre los altos anticipos que se pagan por libros malos y la indigencia en la que se producen los buenos, bebí un largo sorbo de whisky y respondí:
—Mal, bastante mal.
—¿Y eso?— inquirió Eduardo.
Describí la situación sin ahorrar detalles. Conté todo sobre Lydia, sobre la traducción de Laín Entralgo y Alcántara, sobre la cubierta de Eduardo.
—Y ahora— terminé no sin patetismo, —me encuentro con que no tengo dinero para financiar el fin de la traducción ni la fabricación del libro.
—¡Hay que organizar una cena, un fund-raising dinner!— exclamó Natasha en el silencio de la desazón general.
20 de enero de 2003
Bezújov me citó hoy en su despacho para presentarme a Nikolái Rostov [digamos], un ejecutivo joven que quiere unírsele en la financiación de mi proyecto, ahora paralizado por falta de fondos. Rostov es director para España y Portugal de una multinacional muy conocida.
La reunión fue para mí fascinante. Tenía ante mí a dos potencias económicas indiscutibles que, por las razones que fueran, querían financiar mi edición de la novela de Tolstói. Les presenté un presupuesto, una maqueta y una estimación de precio de venta y de punto muerto. Quedamos en que haríamos una cena rusa en mi casa. Y yo me marché con nuevos ánimos —casi como para librar mi batalla de Borodinó…
13 de marzo de 2003
Primera reunión con Lydia Kúper, al cabo de algunos meses de convalecencia: se había caído en su casa y tuvo no sé qué fractura. Se la ve muy bien, repuesta pero muy desorientada porque ya no sabe qué es lo que tradujo y lo que no tradujo. Me pregunta, de entrada: “Dime quién es mi alter ego”: está convencida de no haber traducido todo lo que Ricardo le entrega para que haga su segunda lectura. Le digo dos cosas: primero, que el trabajo está quedando extraordinariamente bien; segundo, le explico el “funcionamiento” de quienes vamos detrás de ella para ajustar el texto. Le demuestro, además, que ya ha traducido en primera versión todo el texto. (Es fácil: me basta con mostrarle los apuntes marginales que hizo en su edición rusa de la novela… ¡y poco a poco va recordando!). Se queda tranquila y retoma el trabajo.
5 de abril de 2003
La cena rusa fue anoche: Natasha y Pierre Bezújov, María y Nikolái Rostov, Isabel Azcárate y Eduardo Arroyo, Edgardo Cantón y Nicole y yo (que habíamos regresado de Moscú en febrero cargados de caviar, arenques y vodka; Nicole tuvo el coraje de preparar una sabrosa aunque ectópica polenta). Discutimos acerca del “mecanismo” para que el Taller recibiera los dineros necesarios y, en medio de intervenciones e interrupciones fogosas por parte de Eduardo (“¡Estoy harto de los ricos, que siempre prometéis y nunca dais!” —y otras lindezas) y una que otra réplica burlona de Pierre a Arroyo (“¡Quien te seduce es Ana de Palacio! ¡A éste le gusta la de Palacio!”), Natasha, sentada a mi vera, me susurró: “Tú comienza a pasar facturas, y ya verás como pagan”. Arroyo señaló que también él quería entrar en la financiación, lo cual fue aprobado por aclamación con vodka. Se decidió que Nikolái sería el “administrador titular” y que yo debía entenderme directamente con él por e-mail.
Aparte de Guerra y paz, desde luego, se discutió de Irak y Eduardo tuvo una frase memorable: “Odio lo americano, odio a los americanos, detesto su comida y su arte, pero lo que me gusta de ellos son los GI’s. Durante la Segunda guerra mundial, durante la guerra del Golfo, en Serbia y ahora en Irak… ¡los adoro!”.
24 de abril de 2003
Por medio de un fiel colaborador y amigo me enteré hace unas semanas de que una señora está traduciendo Guerra y paz para otro editor español. La noticia me quitó el sueño. Mi amigo me consiguió las señas de esta señora y así supe que se llama Gala Arias.
La invité a mi casa y acaba de marcharse. Lo que en realidad está traduciendo es nada menos que la “nueva” versión de la novela, un borrador que Tolstói había desechado. El editor, que al parecer es Mondadori, le ha dado a Gala apenas un año para entregar el trabajo y a todas luces ella no se siente cómoda. No le parece un original fiable, comprende que la novela de Tolstói no es “eso” —según me dijo, Pierre Bezújov tiene mal aliento a lo largo del texto: huele a ajo—, pero ha firmado contrato y quiere cumplir su compromiso.
Esto me lleva atrás en el tiempo. Durante la Feria del Libro de Frankfurt, en octubre de 2001, nos cruzamos, Nicole y yo, con Karin Brown. Vieja conocida de nuestros años de París y navegante veterana en las procelosas aguas de los derechos de autor, Karin tenía “algo” para nosotros. Nos propuso un café en uno de los desangelados mostradores diseminados por el vasto pabellón estadounidense y estaba por abordar el asunto cuando yo mismo tomé la iniciativa.
—¿Qué te parece el atentado del 11 de septiembre?
La pregunta era ineludible. Eran las cuatro de la tarde del 11 de octubre, estábamos a un mes exacto del atentado y acabábamos de guardar tres minutos de silencio en memoria de las víctimas. Hay que haber vivido, haber oído y, más que oído, escuchado el silencio catedralicio de esa feria descomunal —cómo el murmullo incesante se fue acallando en pocos segundos, cómo los miles de profesionales dejaron sus bolígrafos y sus papeles sobre las mesas y salieron a los pasillos, cómo miles y miles de ojos brillantes iban de unas caras a otras intentando transmitir a la vez la indignación y la solidaridad—; hay que haber sentido crecer en pocos segundos la conciencia colectiva de la fuerza editorial, y el irse formando miles de nudos en miles de gargantas, una emoción compuesta de desafío y orgullo, quizás mechada de vanidad, en cualquier caso nacida en lo más hondo de cada uno y por eso mismo sincera; hay que haber vivido ese momento para comprender la desesperación que anidaba en todos, el sentido de impotencia ante la ciega tecnología y el radicalismo del laico terrorismo posmoderno, la capacitación de que quizás estábamos ante el fin de nuestra civilización, el fracaso de nuestros ideales, el punto final del universo mundo.
—Espantoso— repuso Karin, —espantoso además porque los americanos no lo dejarán así.
—¿Habrá guerra?
—Algo habrá, ¿lo dudas?
Sorbimos nuestros cafés, suspiramos.
Karin nos contó acerca de algunos autores rusos que representaba y tomó nota para enviamos resúmenes de algunos libros de escritores jóvenes.
—Nunca me dijiste nada de Guerra y paz.
—¿Guerra y paz?
La verdad es que lo había olvidado. Karin se refería a una propuesta que me había hecho en la misma Feria de Frankfurt un año antes: me había ofrecido los derechos para el español de “otra” versión de la novela de Tolstói, “hallada hace muy poco”, inédita, un “verdadero scoop”.
Fui recordando. No estaba del todo claro si esta versión, la mitad de extensa que la versión canónica, era anterior o posterior a ésta: ni siquiera estaba claro si se trataba de una versión auténtica o de una falsificación. En este hallazgo reciente, el príncipe Andréi no muere sino que al final se casa con Natasha. Tampoco muere Petia, el pequeño Rostov. Recordé que le había hablado del asunto a Lydia Kúper y que su respuesta fue lacónica:
—Psht. Cada tanto aparece un “inédito” de Tolstói. Nunca valen nada. Mejor no te metas.
Ahora Karin me pedía una decisión. Le dije que se la daría por e-mail, que necesitaba un poco más de tiempo, que antes de fin de mes le diría algo.
Nos dimos besitos y nos separamos.
A los pocos minutos nos cruzamos con David Douglas Duncan, el fotógrafo.
—¿Qué piensas de las torres gemelas, en Nueva York?
—No, no, no es mi mundo, éste ya no es mi mundo— replicó David sin vacilar. —Mi mundo se acabó, no vale la pena lamentarse, y lo peor está por venir.
Nos abrazamos.
Con el tiempo me fui enterando. Esta “nueva” versión de Guerra y paz había sido publicada en edición de bolsillo por la editorial rusa Nauka en 1999 y en francés por Éditions du Seuil en 2002. El conocido erudito en Tolstói, Georges Nivat, fue categórico: “¡Decid no al Tolstói de bolsillo que vuelve insípida Guerra y paz!”. Nivat se refiere a la edición rusa de dicha versión, titulada La guerra y la paz. Y me parece justo poner en mi diario el texto completo de su artículo, que dice así:
«El editor ruso de La guerra y la paz en formato de bolsillo, Zajarov, tiene el mérito de hablar claro:
Primera redacción de la novela:
1. dos veces más corta y cinco veces más interesante;
2. ausencia casi total de digresiones filosóficas;
3. cien veces más fácil de leer puesto que todo lo que el autor puso en francés está sustituido por una traducción al ruso del propio autor;
4. mucha más «paz» que «guerra»;
5. ¡el príncipe Andréi y Petia Rostov no mueren!
»El editor francés, más hipócrita —continúa Nivat—, sólo habla de un Tolstói de bolsillo “un tercio más corto”, en el que “las reflexiones filosóficas están reducidas a lo esencial” y donde “la acción es más ceñida”.
»Tan ceñida, oh enamorados de Tolstói, que ya no encontraréis los interminables pasajes y torpezas narrativas (que son el análogo por escrito de la simpleza de Pierre Bezújov). Por consiguiente, ¡no busquéis a Platón Karatáiev! Ha desaparecido. No busquéis la espléndida muerte de Petia en la carga de los partisanos capitaneados por Dólojov, ni esa fuga musical que llena cada rincón del cielo y de la que Petia, ignaro de la música, se siente el maestro invisible…
»Es cierto que la inmensa fuga de Guerra y paz no surgió perfectamente montada del cerebro de Tolstói. Es verdad que le costó una fatiga inmensa, dudas, y que el texto que ahora se presenta existió, salvo algunas traiciones graves. Es a una erudita soviética, Evelina Zaidenshnur, a quien le debemos las minuciosas investigaciones y descripciones de todos los manuscritos, de todos los pentimenti, del itinerario del autor hacia ese texto antinovelístico, anticanónico, del que estaba orgulloso y descontento a la vez.
»Pero no es menos cierto que la obra, una vez acabada, con sus digresiones filosóficas, los sabios discursos de Platón Karatáiev, con la muerte en fuga de Petia Rostov, con el último suspiro del príncipe Andréi y el dolor de Natasha ante la herida abierta del ser, tuvo numerosas reediciones en vida del autor, y aun si fue la condesa [la mujer de Tolstói] quien se ocupó de ellas, nada, estrictamente nada hace pensar que su marido no estuviera al tanto y que los desaprobara. Por tanto, nada otorga el derecho moral de acortar y modificar la obra maestra.
»El traductor tuvo la ocurrencia de modernizar el francés de Tolstói tal como fue redactado para los pasajes en francés del original, con lo que aplastó esa jerga sabrosa de la aristocracia rusa que combatía a Napoleón mientras disertaba en la lengua de Rivarol. También aquí, si bien es verdad que existe una redacción en la que Tolstói, presa de un pentimento, volcó al ruso los componentes en francés de su máquina de conversación mundana, lo cierto es que todas las ediciones definitivas contienen este elemento importante de un desdoblamiento lingüístico que caracteriza la naturaleza desnacionalizada de la alta sociedad rusa. Este elemento, altamente satírico, anuncia las infiltraciones del habla en Nabokov, cuando el francés o el inglés se mezclan con los relatos rusos, o el ruso con el inglés de Pnin. Son los arlequines de Nabokov, y Tolstói también tiene los suyos. El traductor actuó a conciencia como el peor de la clase cuando, para disimular sus consultas en un diccionario anticuado, modifica una palabra aquí, otra allí… Desde luego, en una traducción es artificial recurrir a jueguitos tipográficos para distinguir lo que está “en francés en el original” de lo que está traducido del ruso, pero toda la parte del libro sobre el cisma entre la alta sociedad y el pueblo rusos está basada precisamente en esta diglosia artificial, con las anécdotas que sólo pueden ser dichas en ruso, los lacayos que simulan comprender el francés y ese dragón de madame Ajrosímova que jamás habla sino en ruso…
»Uno de los títulos que barajó Tolstói para su obra antes de que se convirtiera en la que todos conocemos fue Bien está lo que bien acaba. La obra estaba dividida en cuatro partes: “En Petersburgo”, “En Moscú”, “En el campo” y “La guerra”. Es verdad que el espíritu sale finalmente incólume gracias al epílogo (desaparecido, evidentemente, en la edición de Seuil), en el sentido de que la máquina del tiempo histórico y biológico que lentamente hizo girar su molino en la inmensa novela al final llega al punto de partida, que es la nursery, no ya en casa del encantador y superficial conde Rostov, donde una pandilla de adolescentes está en perpetuo estado de enamoramiento, sino en la de Natasha y Pierre, crecidos, madurados por la vida. “¿Sabes en qué pienso? En Platón Karatáiev. ¿Qué le parecería? ¿Aprobaría ahora tus planes?”, pregunta Natasha a su marido. “No, no los aprobaría”, dice Pierre después de reflexionar. “Lo que sí le gustaría es nuestra vida familiar. Deseaba ver en todo felicidad, calma, dignidad, y yo me sentiría orgulloso de que nos viera.”
»Tolstói dudó mucho, sí, pero en definitiva esa aprobación le interesaba sobremanera. “Guerra y paz —escribía en 1868— es lo que el autor ha querido y podido expresar, en la forma en que está expresado.” El lugar adecuado para la traducción a la que nos referimos sería un Anexo del texto completo, en un volumen de “La Pléiade”, por ejemplo. Y eso para no mencionar que para sustituir otra traducción a la enjundiosa obra maestra de Henri Mongault [el traductor al francés de la obra canónica], hay que ser capaz de mejorarla, algo que está lejos de ser el caso. En el siglo XIX se publicó una obra de Gogol podándole las frases de una página, en un corte à la Voltaire: se supuso que el público francés no soportaría un equivalente del original. También es posible acortar el Ulises, recortar Ada, simplificar El adolescente o tapiar algunas de las demasiado complicadas “oscuras calles del sueño” en Proust. Si hay que leer este borrador de Guerra y paz, que no sea sino después de haber leído el texto definitivo, y junto con otros borradores. Comenzar por el conjunto y bajar a los trabajos de aproximación, no al revés. ¡Coged la edición de “La Pléiade”, o cualquier otra traducción, en nombre de vuestro propio placer de leer; no cojáis este Tolstói de bolsillo!»
En una palabra: tan pobre parece ser esta versión que Tolstói la guardó en un cajón y jamás la hizo editar. Volvió a escribir la novela entera, cuyo resultado es nuestra obra maestra y que fue repetidas veces reeditada en vida del autor. La edición rusa de bolsillo no es sino una astuta operación comercial —como lo es, según Georges Nivat, la edición francesa de Seuil y como lo serían borradores de Ada, de Nabokov, o de En busca del tiempo perdido, de Proust: rarezas para estudiosos, aptas para un apéndice de variantes al final de la obra en ediciones anotadas —pero nunca sustitutos de la versión original aprobada por el autor.
No sé con qué estado de ánimo se fue Gala Arias de mi casa. Le conté algo de todo esto, poco, para no desalentarla demasiado. Pero no podía ocultárselo.
26 de junio de 2003
Durante el último fin de semana de la Feria del Libro de Madrid —calor sofocante en la caseta de la librería Antonio Machado, donde Kenizé Mourad firmaba decenas de ejemplares de El perfume de nuestra tierra, su libro de testimonios sobre la guerra israelí palestina, y yo algunos ejemplares de mis, por así llamarlos, libros— se me acercó una persona.
—Me llamo Yan— me dijo un muchacho sonriente con leve acento mexicano. Me dio su tarjeta y me pidió autorización para llamarme y concertar una entrevista, sin motivo, “Para conocerte más”, me dijo.
Acaba de conocerme más. Se llama Yan Monroy, se presentó en casa hace unas horas con un compañero, también mexicano, me mostró el número cero de una revista de viajes que están por sacar y me pidió que le contara mi trayectoria de editor. Contar los orígenes me divierte, como supongo divierte a todo ser humano que no esté del todo descontento de lo que ha hecho en la vida. Así que les conté mis orígenes y, de digresión en digresión, fuimos a parar a Guerra y paz.
—Me acuerdo de mi primera lectura— me interrumpió Jordi Mariscal, el amigo de Yan. —Eran seis o siete tomos…
—¿Amarillos?
—Amarillos…
—¿De qué formato?
—Más bien grandes— y dibujó en el aire un formato que habría podido ser por lo menos de 20 × 30 centímetros.
—¿Y tú dispones de esa edición? Era de Porrúa, ¿verdad?
—Es probable. Están en la biblioteca de mi madre, en México. Habían pertenecido a mi bisabuela. Cuando murió, mi madre se los llevó a su casa. Y hace unos años, yo debía de tener veinte, tomé el primer tomo y ya no lo pude dejar.
—¿Tú crees que podrías hacer venir esos siete tomos a Madrid, para que yo los vea?
—Por supuesto, dalo por hecho.
Nos echamos a reír los tres, emocionados. Les hablé de mi primera lectura de Guerra y paz o, más bien, La guerra y la paz. Y comprendieron de inmediato que en mí alentaba no sólo la nostalgia de esa época perdida de mi infancia sino la imperiosa curiosidad por cotejar la traducción.
Y desde hace dos o tres horas —soy impaciente— estoy a la espera.
28 de junio de 2003
Ayer visité a Lydia en su nuevo piso. Una inmobiliaria le compró el piso de la Castellana y hace un tiempo se trasladó a éste, que es propiedad de su hija y que no le gusta nada. Esto se suma a esa resistencia universal a cambiar de casa, propia de la gente mayor. Recuerdo la poca gracia que le hizo a mi padre, a sus 88 años, mudarse al piso adyacente al nuestro.
Lydia me hizo un regalo: un medallón con el perfil en relieve de Kutúzov. Hoy, atando cabos al descifrar la inscripción en cirílico al dorso: “Mijaíl Ilariónovich Kutúzov (1747-1813)”, me surgió una idea espeluznante. Una vez expulsado Napoleón de Rusia, en 1812, Kutúzov ya no tenía nada que hacer y se murió. Al fin de la traducción de la novela me pareció —pero no ayer, en el momento, sino hoy— que Lydia quizá tuviera “el complejo de Kutúzov”… Tenemos que volver a hacer planes.
8 de julio de 2003
Me echo sobre la traducción corregida y me leo las primeras cien páginas. El esquema de trabajo es el siguiente:
1. La novela fue íntegramente retraducida (no hay otra palabra) por Lydia, a partir de la inaceptable versión de Laín Entralgo y Alcántara. En papel.
2. Ricardo di Fonzo aporta en pantalla las correcciones de Lydia y le va devolviendo el texto limpio (en papel).
3. Lydia recorrige —ahora su propia traducción— y hace casi el mismo número de correcciones que en su primera lectura, siempre en papel.
4. Ricardo aporta en pantalla estas nuevas correcciones de Lydia y le pasa el texto (en papel), nuevamente limpio, ya no a Lydia sino a José Luis Casares, corrector “de primeras”. Al mismo tiempo, me pasa esta nueva versión a mí, por Internet.
5. Casares corrige y me pasa las páginas por él corregidas, junto con las correspondientes páginas de Lydia.
6. Yo aporto en pantalla las correcciones de Casares en el archivo que me envió Ricardo por Internet, vuelco el texto así corregido en el gran archivo de la novela entera (cuya plantilla difiere de la de Ricardo), vuelvo a imprimir las páginas de marras y se las paso (sin ningún otro texto que pueda servirle de referencia) a Elsa Otero, correctora, no meramente verificadora, “de segundas”.
7. Elsa hace las segundas correcciones tipográficas (en papel) y me devuelve las páginas corregidas.
8. Yo aporto ahora las correcciones de Elsa y vuelvo a imprimir en limpio.
9. Hago la penúltima lectura (en papel), corrigiendo lunares de estilo, puntuación, leísmos y algún laísmo totalmente excepcional.
10. Y a medida que hago esto, voy completando en pantalla las “notas” en el anexo —o sea: la traducción de lo que está en francés en el texto.
11. Todo este trabajo de ajuste cambia la paginación —alguna línea se alarga, alguna se acorta; debo revisar una última vez el texto (en pantalla) en cuanto a viudas, últimas líneas de párrafo de una sola sílaba, fines de línea repetidos, inicio de capítulos casi a pie de página, etcétera.
12. Por fin, vuelvo a imprimir las páginas en limpio. Con ello, tenemos el texto listo para imprenta. Pero… ¡un momento! ¿Lo tenemos? Creo que todavía no. He de resolver el problema de las cursivas.
El hecho es que estoy leyendo por sexta vez esta novela grandiosa. Es cierto que se trata de una lectura “editorial”, pero justamente por eso me está resultando fascinante párrafo a párrafo. Me permite entrar en los mínimos detalles, descubrir una infinidad de recursos del autor —su ciencia para comenzar o terminar capítulos, por ejemplo, lo que suele llamarse “el efecto teatral”. He aquí un caso, durante la evacuación de Moscú por los rusos:
Aquella noche llegó a la calle Povárskaia un nuevo herido y Mavra Kuzmínishna, que estaba en la puerta, lo hizo entrar en casa de los Rostov. Aquel herido, en opinión de Mavra Kuzmínishna, debía ser un personaje muy importante. Lo traían en un coche cerrado con la capota bajada. Un anciano ayuda de cámara, de porte respetable, iba en el pescante, junto al cochero. Detrás, en un carro, seguían el médico y dos soldados.
—Entren, por favor. Los señores se van; toda la casa queda vacía— dijo al viejo sentado en el pescante.
—No confiamos siquiera en traerlo con vida— respondió el ayuda de cámara suspirando. —También nosotros tenemos casa en Moscú, pero está lejos y no hay nadie.
—Entren aquí, por favor. En casa de mis señores. Hay todo lo necesario— dijo ella. —Acaso, ¿está tan mal?— agregó.
—No creemos que llegue con vida— respondió con desaliento el ayuda de cámara. —Hay que preguntarle al doctor.
Bajó del pescante y se acercó al carro.
—Está bien— dijo el médico.
El ayuda de cámara volvió al coche, echó una mirada dentro, movió la cabeza y ordenó al cochero que entrara en el patio; él se detuvo junto a Mavra Kuzmínishna.
—¡Señor mío Jesucristo!— dijo la mujer.
Mavra Kuzmínishna le propuso que llevaran al herido a la casa.
—Los amos no dirán nada…
Pero había que evitar las escaleras y por ello lo llevaron al pabellón y lo instalaron en la antigua habitación de madame Schoss.
Aquel herido era el príncipe Andréi Bolkonski.
Y así acaba el capítulo. Me pregunto: ¿alguien puede no estremecerse leyendo esto?
Y luego está su sentido del humor, deliberadamente sutil, casi hasta hacerlo pasar desapercibido. He aquí la descripción de un parvenu:
Berg, el yerno de los condes Rostov, era ya coronel en posesión de las cruces de San Vladimiro y Santa Ana y seguía ocupando su puesto tranquilo y grato de auxiliar del segundo jefe de la primera sección del Estado Mayor del segundo cuerpo del ejército.
Pero sobre todo uno descubre, una y otra vez, el robusto respaldo que a Tolstói le da la experiencia —nadie, antes o después que él, describe la persecución del lobo con las siguientes palabras:
La negra Milka, perra de fuertes flancos, apareció la primera al lado de la bestia; comenzó a acosarla. Más cerca, más cerca… Casi tocaba al lobo con su cabeza; pero la fiera apenas si la miró de reojo, y la perra, en vez de acelerar su carrera, como hacía siempre, levantó la cola y frenó apoyándose en las patas delanteras.
Dice que el lobo “apenas si la miró de reojo”. Hablando con amigos escritores, les cito esta frase de Tolstói y se produce un silencio. Luego suelen decir: Bueno, lo que pasa es que Tolstói hollaba tierras vírgenes —me dicen—, nadie había escrito esa frase antes, para describir la caza. Y se produce otro silencio. La verdad es que no hay explicación: la frase habría podido no ser escrita nunca, y Tolstói la escribió.
20 de julio de 2003
Últimos retoques a la primera mitad del texto. Como en el sector de la construcción, lo más largo son las “terminaciones” —zócalos, puntos de luz, barnizado de mampostería, la mar en coche. Ya he hecho e intercalado los cinco mapas; gracias a la “materia prima” proporcionada por Fran Villalba tenemos una lista de personajes (¡unos doscientos!) y un índice con brevísimas glosas del contenido de cada capítulo; y ya está revisada la lista de las “notas” de esta primera mitad. Todo pide verificación (para eso se inventó el mes de agosto), sobre todo en lo atinente a los nombres de personajes y de lugares.
Pero ahora el texto requiere una última lectura por ojos frescos. He hablado con Miguel López quien, en principio, estaría dispuesto a hacerla durante el mes de agosto. Después de su trabajo (en papel) —ya prácticamente no habrá erratas que corregir— yo aportaré en pantalla los retoques de compaginación —serán poquísimos— y entonces, sólo entonces, podremos ir a imprenta.
Acabo de hablar con Eduardo Arroyo para pedirle el retrato de Tolstói que va en cubierta, y me dice que le han dicho que Eduardo Mendoza tiene casi terminada una traducción de… ¡Guerra y paz! No me consta que Eduardo Mendoza sepa ruso, pero intento infructuosamente hablar con él desde hace una hora. Se verá. En todo caso, este libro es una (tal vez inacabable) ristra de sorpresas…
Arroyo me pidió algún retrato veraz de Tolstói y le mandé el de Kranskói, muy realista (tomado del natural en Yásnaia Polyana) y fechado poco tiempo después de la primera edición de Guerra y paz.
Estuve en Romanyà Valls el viernes pasado, por otras razones. De lo que no cabe ninguna duda es de la insuperable calidad de esa imprenta. Por ese lado no creo que haya sorpresa alguna.
Suena el timbre. El cartero me entrega la comunicación de que el Ministerio nos otorga una subvención para esta edición de Guerra y paz. Es dinero para Lydia, por supuesto.
24 de julio de 2003
Según me dice Ricardo, Lydia sólo tiene que entregarle las últimas ciento cincuenta páginas. Es decir que estamos al final. La novela tendrá unas mil setecientas páginas, a las que hay que sumarle unas ciento cincuenta páginas de anexos: ¡un total de unas mil ochocientas cincuenta páginas! Al ritmo que vamos, intuyo que podremos ir a imprenta a fines de septiembre, con lo que podremos estar en la calle en octubre, tal como estaba programado.
Hablé con Eduardo Mendoza, que se sorprendió mucho del infundio de que él esté traduciendo Guerra y paz. Supone que se debe a que, hace tiempo, hizo un prefacio para la novela, editada por Círculo de Lectores —en la traducción de Laín Entralgo y Alcántara, creo que retocada por Ricardo San Vicente. Le conté de nuestro trabajo de más de cuatro años y se mostró extremadamente feliz (sugirió una fiesta en Barcelona para presentar el libro). Considera que Guerra y paz es la mejor novela jamás escrita. Le dije: “¡Ya somos dos!”. Estuvimos comentando las varias traducciones (juzga muy cursi la de Constance Garnett, cosa que yo atribuyo al envejecimiento) y le aconsejé que leyera la de Einaudi, comenzada por Enrichetta Carafa d’Andria y terminada por Leone Ginzburg. Dice que la que siempre ha leído es la de “La Pléiade”, de Henri Mongault —que todos dicen que es excelente. La traducción francesa que yo tengo es la de Boris de Schloezer, que también es de Gallimard y también es excelente. Pero le hice notar la desgracia de los franceses, que se ven forzados a poner todo lo que Tolstói puso en francés, en cursiva (de otro modo el francés del original se perdería en el seno del francés de la traducción). Las páginas intimidan por la complejidad tipográfica.
Esto me lleva al problema de las cursivas. Es verdad que muchos han hecho eso, en traducciones a otras lenguas, poner todo lo que está en francés, en cursivas. Pero mi opción, tomada hace pocos días y que explico en una nota al principio del libro, es que lo que Tolstói puso en francés vaya en cursivas cuando el texto sea del narrador; mientras que cuando sean los personajes los que pasan al francés, lo dejemos en francés pero en redonda. Mi único argumento:
la gente no habla en cursivas.
Desde luego que al final, en notas, van todas las traducciones.
Aduzco en mi defensa, además, mi intención de evitar lo que critico de las ediciones francesas y algunas otras lenguas: que un texto tan largo sembrado de tanta cursiva se hace difícil de leer: la página intimida.
También por esta razón, eliminaremos todas las llamadas. Quien en la página X encuentre algo en francés que no comprenda, buscará en las notas la referencia a la página X y allí encontrará las primeras dos o tres o cuatro palabras en francés y la correspondiente traducción al castellano de toda la frase.
Un amigo, temiendo que el texto pase del castellano al francés sin cambio tipográfico, me señala que es esencial facilitar la lectura a la gente. Y yo le respondo: de acuerdo, pero no más de lo que la facilitó Tolstói.
Una sola concesión: las cartas, proclamas, ukases, órdenes de batalla o párrafos largos en francés u otras lenguas, esenciales para la continuidad de la lectura, irán en castellano en el texto. (Pero no en cursivas.) Es el caso del primer párrafo de la novela, que irá en castellano salvo las primeras palabras: Eh bien, mon prince (que tampoco van en cursiva).
31 de julio de 2003
Ayer me llamó Arroyo para decirme que tiene el dibujo acabado y que me lo manda por MRW. Única indicación: más vale imprimir sobre una cartulina ahuesada, para evitar un fondo blanco demasiado vacío.
Miguel López se llevó ayer las primeras mil ciento noventa páginas. Las leerá durante agosto y seguramente, me tranquiliza, bastante antes de fin de mes, con tiempo para leer el resto en unos diez días. Por su parte, Elsa Otero me devuelve mañana segundas correcciones hasta la página mil trescientos sesenta y dos. Y Casares, por su lado, me entregará mañana otras cien páginas corregidas “de primeras”. Con lo cual estaremos rayando la página mil quinientos. Por lo que me dice Ricardo, Lydia está ya en la recta final de sus segundas correcciones de las últimas cien páginas, lo cual tiende a confirmar que en la primera quincena de septiembre tendremos todo para ir a imprenta y poner el libro en venta en octubre.
Es un trabajo muy complejo y, me doy cuenta, imposible sin que todos pongan en él el alma. Nadie —salvo yo— habrá trabajado gratis, pero Lydia, al final, no habrá cobrado mucho (aun dándole íntegra la subvención del Ministerio) y los demás habrán cobrado lo que son las tarifas de mercado, que también es poco.
¿Cuánto habrá cobrado Tolstói? Era un hombre rico, pero su “editor”, si mal no recuerdo, era su mujer, a quien le cedió en vida los derechos de su obra.
8 de agosto de 2003
El dibujo de Arroyo es notable. A primera vista parece una graciosa caricatura con cuatro toques de color que aumentan la gracia. Pero con apenas un segundo que uno se detenga en los ojos azules, provoca escalofríos: es una mirada fija, fanática y de espanto, tal vez el espanto de la guerra o, más bien, el clamor severo de un hombre ante la ausencia de moral.
Este retrato de Tolstói tiene además el mérito, en su extremada sencillez, de poder convertirse en lo que los “marketeros” llaman “imagen de marca” (habría que hacer pósters, postales, pañuelos, camisetas, bolígrafos…).
Eduardo ha dejado un espacio por encima del retrato para poner autor y título, algo que yo pensaba no poner en la cubierta. Sin embargo el dibujo, casi vacío si no fuera por esa mirada penetrante, pide ese texto y creo que cederé.
13 de agosto de 2003
Al final del libro se impone una nota de la traductora explicando brevemente su trabajo de cuatro años. He consultado con Lydia y hemos llegado a un texto excelente [véase página 1775].
Se ha vuelto un lugar común el no apreciar la calidad literaria del Epílogo de esta novela. Un amigo que sigue este proyecto de cerca me escribe:
No me gusta nada el final. Supongo que al lector incauto que no cierre lentamente el libro con el pensamiento de Nikóleñka tras horas y horas de sentirse arrollado por una lectura que te reconcilia con la literatura, y se adentre en la “paja mental” de Tolstói, poco interesante por otro lado, puede invadirle una sensación de cabreo como me pasó a mí por primera vez con un libro al sentir que me habían robado el disfrute de terminarlo, cerrar los ojos y nada más…
¿No ha habido algún editor que se haya permitido el lujo de eliminar manu militari esta parte o no podrías, al menos, deslizar un aviso a navegantes, desgajarlo de alguna manera del tronco del libro?
Le contesto:
Tu opinión acerca del Epílogo coincide con la de mucha gente. En general, también con la mía, que hago extensiva a toda la obra de Tolstói posterior a Resurrección, un fárrago de consideraciones morales bastante descabelladas nacidas de su descubrimiento del cristianismo primitivo.
Sí, ha habido editores que han castrado el libro, creo que quitándole la segunda parte del Epílogo —puesto que la primera contiene material que prolonga la novela. (Los hay, como Juventud, que simple y llanamente redujeron el libro a la tercera parte, pero a ésos no los llamo editores…)
No es mi intención mejorar a Tolstói: que asuma él sus defectos. Lo que quiero es dar la versión entera [639] porque pretendo que mi edición pueda servir de referencia. Ello no obsta para que, como bien me sugieres, introduzca un «aviso para navegantes», y ya veré cómo hacerlo sin entrometerme en la propia obra. Quizás con una nota al final —no al comienzo— del Epílogo. ¡Sería un aviso más bien para náufragos!
Lo vuelvo a pensar y me digo que tampoco puedo poner ese “aviso para náufragos”. ¿Acaso me habría atrevido a hacerlo en vida del autor? ¡Ni siquiera habría osado pedirle permiso para ello! De tan claro, Tolstói fue lapidario: “Guerra y paz es lo que el autor ha querido y podido expresar, en la forma en que está expresado”. Como editor, sólo me siento responsable ante el autor. Que hablen los críticos.
9 de septiembre de 2003
Fin. Palabra fatídica. Ricardo di Fonzo me dice que ahora, terminado el trabajo, siente melancolía: “Nos va a faltar Guerra y paz…”. Ya lo creo. Recuerdo que cuando en 1977 acabé la lectura del Quijote le dije por teléfono a un amigo que me sentía muy triste “por la muerte de Alonso Quijano”.
—¡Eso tiene remedio! Vuelves a la primera página y lo vuelves a leer.
Sin duda tenía razón, es la magia de los libros. No lo hice, pero el solo saber que era posible me alegró el día.
Con Guerra y paz la cosa es un poco distinta. Es quizá el libro que más veces leí, y no quiero releerlo ahora mismo, necesito distancia, perspectiva. Me digo que dejaré pasar un año o dos.
Vuelvo a pensar en la segunda parte del Epílogo. Sí, es latosa. Y desde que fue escrita mucha teoría se ha escrito sobre el tema, con lo que ha quedado considerablemente anticuada. No obstante, leída con el cuidado que requiere el trabajo editorial, se comprende que Tolstói no creía que estuviera argumentando una teoría sino, más bien, un punto de vista. Anticipándose a Malraux, escribe abriendo puertas, sugiriendo líneas de exploración. Los hechos que señala son indiscutibles —todo lo que dice sobre las órdenes (que se dan pero no se siguen), sobre la libertad individual y la necesidad histórica, parte de constataciones que me parecen irrefutables, y dejan, eso sí, el trabajo de investigación para quienes lo sigan. Es Malraux avant la lettre.
Se me ocurre que esta segunda parte del Epílogo, con todas sus debilidades, debería ser lectura obligatoria para todo político. Y se le debería agregar Masa y poder, de Canetti, que en muchos aspectos coincide con Tolstói (sobre todo en cuanto a la autonomía de movimiento de la masa). Son lecturas que tienden a relativizar el papel del político profesional, cosa sana si la hay, visto el ensoberbecimiento habitual de esas personas.
Debo confesar que tampoco esta vez le creo a Tolstói cuando describe una Natasha gorda y en pantuflas… Sí le creo cuando dice que no había perdido su mirada ni su voz, y que las raras veces en que cantaba recuperaba toda la seducción de su adolescencia.
14 de septiembre de 2003
El libro tendrá exactamente 1858 páginas. Mañana mando a terceras correcciones las últimas 500 páginas y dentro de diez días… ¡a imprenta!
Es curioso ver cómo los correctores se resignan difícilmente al estilo de Tolstói. A Tolstói no le asustan las repeticiones, por ejemplo. En nuestra página 1220 dice:
Lo único que en aquellos momentos deseaba con toda su alma era alejarse lo antes posible de la espantosa impresión de aquel día; volver a sus condiciones de vida habituales, dormirse tranquilamente en su habitación y en su lecho. Estaba convencido de que si volvía a sus condiciones de vida habituales podría comprender cuanto había visto y experimentado. Pero esas condiciones habituales no existían en ninguna parte.
La repetición tres veces de “condiciones habituales” no les parece adecuado a los correctores y, si por ellos fuera, buscarían sinónimos.
Pero Tolstói tiene una retórica muy suya en la que las repeticiones cumplen una función que yo calificaría de “persuasiva”, afín a eso que yo llamo “el histrionismo del gran autor”. Tolstói quiere convencer: más que escribir predica. Quizás eso sea parte esencial de su talento.
Me pregunto si el trabajo que hemos hecho en estos pocos meses desde que el libro entró en correcciones habría sido posible sin la existencia del ordenador. Creo que no. ¿Cómo uniformizar la ortografía de los nombres, por ejemplo, sin ordenador? Supongo que con una “chuleta” —así habrá hecho el propio Tolstói. Salvo que él era dueño de llamar a sus personajes como le viniera en gana, mientras que nosotros teníamos el problema de la transliteración del ruso y, nada despreciable, el problema de los acentos. ¿Drubetskoi o Drubetskói? ¿Condesa Rostov o Rostova? ¿Bolkónskaya o Bolkónskaia? Hemos tenido que hacer cambios de última hora y, sin ordenador, ¿cómo encontrar todos los casos de un nombre mal escrito?
Sin ordenador Tolstói tardó cinco años en escribir la novela. En ningún momento perdió el hilo conductor de cada uno de sus personajes, lo cual es poco menos que prodigioso si se piensa en la evolución a la que Tolstói los somete a lo largo de los quince años que cubre la obra, evolución biológica, intelectual y psicológica. Es lo que Canetti da en llamar “un mundo en la cabeza” —refiriéndose al protagonista de Auto de fe. Miguel Ángel tardó doce años en pintar el cielorraso de la Sixtina, y también él, pintando a distancia de su brazo, habrá tenido el problema de la visión de conjunto de un “lienzo” tan enorme. Sin embargo lo de Tolstói me parece más admirable, porque el tiempo, elemento crucial en una novela y particularmente en Guerra y paz, está ausente en el fresco de Miguel Ángel.
7 de octubre de 2003
Pierre Bezújov me hace llegar un texto de treinta páginas extraído del libro Intellectuals, de Paul M. Johnson. Es el capítulo 5 y se titula “Tolstói, el hermano mayor de Dios”. En este texto encuentro la frase siguiente:
Todos [en el ejército] notaban su mirada feroz, implacable, sus ojos a veces terribles; con la mirada era capaz de reducir a cualquiera.
Es la descripción exacta de la mirada que le dio Eduardo Arroyo a Tolstói en su retrato para nuestra cubierta.
En el mismo texto encuentro esta otra frase, que tiene que ver con ese adefesio que circula como La guerra y la paz del que hablo en la página 1881:
La mayor parte de la vasta mole de Guerra y paz pasó por al menos siete borradores. Anna Karénina tuvo aun más borradores y revisiones, y los cambios eran de fundamental importancia —podemos ver, en estas revisiones sucesivas, cómo, de ser una cortesana antipática, Anna se transforma en la heroína trágica que conocemos.
O sea que los editores ávidos de hacer negocio con Guerra y paz pueden confiar en otros seis “hallazgos” para enriquecer sus empresas.
15 de octubre de 2003
Estamos haciendo la cuarta corrección de pruebas. Miguel López, que hizo la tercera, insistió en que quería revisar las pruebas que vinieran de la imprenta, sin cobrar nada por ello. (Otro que puso toda su alma en este trabajo.) Vendrá a mi casa desde hoy, miércoles 15 de octubre, hasta el viernes 17, mañana y tarde. Sin pretender hacer una nueva lectura, verificará líneas cortas, finales o principios de línea repetidos o inaceptables, comas… como si creyese que nuestra edición puede salir (o que debe salir) sin erratas. Su actitud revela un fervor insólito en un corrector pero al que, en el caso de Guerra y paz, me he acostumbrado. No tengo la mínima duda: encontrará mucho que corregir, y yo lo seguiré con idéntico fervor —pese a mi convicción de que al libro no le faltarán erratas…
17 de octubre de 2003
Son las siete de la tarde y Miguel acaba de marcharse (con una sonrisa amplia y contagiosa). Ahora me toca aportar, antes del lunes por la mañana, las nuevas correcciones, que efectivamente son muchas: es notable la “profesionalidad” del ojo de corrector de Miguel.
Ya hablé con la imprenta y se aprestan a recibir este nuevo envío el martes y mandarme pruebas definitivas —pero ¿hay algo definitivo en este trabajo?— el miércoles, junto con la prueba color de la cubierta.
20 de octubre de 2003
Durante muchos años colgó en una pared de mi despacho una cita del Eclesiatés:
And further, by these, my son, be admonished: of making many books there is no end; and much study is a weariness of the flesh.
(Ecles. 12.12)
Una última palabra. Desde ya puedo decir que he dejado una parte de mi salud realizando esta edición de Guerra y paz: cerca de mil horas ante el ordenador. Pero afortunadamente esta tarea puede medirse tanto por el dolor de columna y cadera que en este momento me aqueja, como por las mil horas de placer que me ha dado. Soy consciente, por lo demás, de que este libro refleja una gran seguridad de mi parte en la calidad de lo hecho. En realidad se trata, antes que de seguridad, de entusiasmo. Quiero remediarlo suscribiendo aquí las palabras de Lydia Kúper: “Creo que algún día, cuando se haga una nueva versión, también encontrarán fallos en la mía, pero lo cierto es que puse en mi trabajo «toda el alma», como dirían en ruso, a lo largo de muchos años”. Vale.
NB — Me doy cuenta sólo ahora, enviando este libro a imprenta y con la novela de Tolstói a punto de ver la luz, que se cumplen exactamente treinta años desde nuestra edición de Y otros poemas, de Jorge Guillén, primer libro con nuestro apellido en el pie editorial. Que otros festejen lo suyo a su manera…
Octubre de 2003
PD: En abril de 2007, un lector como hay pocos, Luis Pérez Turrau, me hizo llegar espontáneamente varias páginas de erratas —afortunadamente menores, pero erratas al fin— que incorporamos en la séptima edición y, desde luego, en esta octava edición. Es otro caso de alguien que puso en Guerra y paz toda su alma. Esta edición de la novela es el resultado, como se ve, de una mancomunidad de almas…
Septiembre de 2008