I
La batalla de Borodinó, con la ocupación de Moscú y la subsiguiente huida de los franceses, sin nuevas batallas, es uno de los hechos más instructivos de la historia.
Todos los historiadores están de acuerdo en admitir que la actividad exterior de los Estados y los pueblos, en sus colisiones mutuas, se manifiesta en las guerras; y que la fuerza política de esos Estados y pueblos aumenta o disminuye en razón directa a sus mayores o menores éxitos militares.
Por extraños que parezcan los relatos de los historiadores que nos cuentan cómo un rey o emperador, en conflicto con otro emperador o rey, reúne su ejército, lucha con el enemigo, consigue una victoria y mata a tres, cinco o diez mil hombres, gracias a lo cual somete un Estado de millones de habitantes; por incomprensible que sea el hecho de que la derrota de un ejército, centésima parte de las fuerzas de todo un pueblo, lo obligue a someterse, todos los acontecimientos históricos (tal como los conocemos) confirman la exactitud de que los triunfos más o menos grandes del ejército de un pueblo contra otro son causa o, al menos, signos esenciales de que se incrementan o disminuyen las fuerzas de las naciones. El ejército consigue una victoria e inmediatamente aumentan los derechos del país victorioso, en detrimento del vencido. Un ejército sufre una derrota y en seguida, según su importancia, el pueblo se ve desprovisto de ciertos derechos; y si la derrota es completa, la sumisión también lo es.
Así viene ocurriendo —según la historia— desde los tiempos más remotos hasta nuestros días. Todas las guerras napoleónicas confirman esa regla: la derrota de las tropas austríacas hace que Austria se vea privada de sus derechos y, en cambio, aumentan los de Francia. La victoria de Francia en Jena y Auerstadt acaba con la existencia independiente de Prusia.
Pero en 1812 los franceses obtienen una victoria y conquistan Moscú; después, sin nuevas batallas, no es Rusia la que deja de existir, sino todo un ejército de seiscientos mil hombres y, con él, toda la Francia de Napoleón. Resulta imposible acomodar estos hechos a las reglas de la historia y decir que después de la batalla de Borodinó el campo queda en poder de Rusia, ni que tras la ocupación de Moscú hubiera combates de los que salió destruido el ejército napoleónico.
A partir de la victoria francesa en Borodinó no hubo una sola batalla campal, ni siquiera de cierta importancia; y, sin embargo, el ejército francés dejó de existir. ¿Qué significa eso? Si se tratase de la historia de China, diríamos que no es un fenómeno histórico (acostumbrado recurso de los historiadores cuando algo no se ajusta a sus reglas). Si hubiera sido una guerra breve, con participación de pocas tropas, podríamos aceptar el hecho como una excepción. Pero el acontecimiento se produjo a la vista de nuestros padres, para quienes se decidía entonces la vida o la muerte de la patria, y se trataba de la guerra más grande de todas las conocidas…
El período de la campaña de 1812, desde la batalla de Borodinó hasta la expulsión de los franceses, prueba que una batalla ganada no condiciona, ni de lejos, la conquista, ni siquiera es un indicio permanente de la conquista. Demuestra que la fuerza que decide la suerte de los pueblos no hay que buscarla en los conquistadores, ni siquiera en los ejércitos o en las batallas, sino en algo distinto.
Cuando los historiadores franceses describen la situación en que se encuentran las tropas francesas antes de abandonar Moscú, afirman que todo estaba en orden en el Gran Ejército, a excepción de la caballería, la artillería y la intendencia, y que también faltaba forraje para los caballos y el ganado. Nada podía remediar esa falta, puesto que los mujiks de los contornos quemaban su heno antes que entregarlo a los franceses.
La batalla ganada no dio los habituales resultados, porque los mujiks Karp y Vlas, después de la entrada de los franceses en Moscú, llegaban con sus carros para saquear la ciudad y no mostraban, en general, sentimientos personales demasiado heroicos, tal como un número infinito de mujiks, semejantes a ellos, no llevaban el heno a Moscú ni siquiera a cambio del buen precio que se les ofrecía, sino que preferían quemarlo.
Imaginémonos a dos hombres que, de acuerdo con todas las reglas de la esgrima, se baten en duelo a espada; el combate se prolonga; de pronto, uno de los adversarios, al sentirse herido, comprende que no se trata de un juego, sino de su vida, y abandona entonces la espada, empuña el primer garrote que encuentra a mano y comienza a usarlo contra su enemigo. Imaginémonos ahora que el contrincante herido, quien, juiciosamente, elige el medio más sencillo y eficaz para acabar con su enemigo, fuese fiel a las tradiciones de la caballería y en su deseo de ocultar la realidad insistiese en haber vencido con la espada de acuerdo con todas las reglas de la esgrima. ¡Es fácil imaginar la confusión y el desconcierto que habría producido semejante descripción del duelo!
Francia era el adversario que exigía una lucha de acuerdo con las reglas de la esgrima; Rusia fue quien sustituyó la espada por el garrote. Y quienes tratan de explicarlo todo según las reglas de la esgrima son los historiadores que han descrito aquellos acontecimientos.
Después del incendio de Smolensk comenzó una guerra que no tiene parangón posible con ninguna otra de las conocidas hasta entonces. El incendio de ciudades y aldeas, la retirada después de los combates, la batalla de Borodinó seguida de un nuevo repliegue, el incendio de Moscú y la caza de merodeadores, la intercepción de los convoyes, la guerra de guerrillas, todo se hacía al margen de las reglas.
Así lo sintió Napoleón; y desde que, al detenerse en Moscú, en la actitud correcta del esgrimidor, se encontró con el garrote levantado en vez de la espada del adversario, no dejó de lamentarse ante Kutúzov y el emperador Alejandro de que la guerra se hacía contra todas las reglas (como si existiesen reglas para matar a los hombres). A pesar de las quejas de los franceses por la no observancia de las reglas, y a pesar de que algunos rusos de superior condición creyeran vergonzoso —no se sabe por qué— atacar con garrotes, partidarios de pelear según las normas en quarte o en tierce y tirar hábilmente a fondo en prime, etcétera, el garrote de la guerra popular siguió levantándose y abatiéndose con toda su fuerza terrible y majestuosa; y sin tener en cuenta gustos y reglas, con ingenua sencillez pero con total racionalidad y sin pararse a pensar en nada, siguió golpeando a los franceses hasta acabar con el invasor.
¡Loado sea el pueblo que, no como los franceses de 1813 que saludaban según todas las reglas del arte, volviendo la espada y entregándola por la empuñadura a su magnánimo vencedor, loado sea ese pueblo que en el momento de prueba, sin preguntarse cómo procederían otros según las reglas en caso semejante, agarra sin dudar el primer garrote que tiene a mano y golpea al enemigo hasta que el sentimiento de ofensa y venganza deja paso en su alma al desprecio y la piedad!