I

Napoleón comenzó la guerra contra Rusia porque no podía dejar de ir a Dresde, no podía dejar de sentirse halagado por los honores tributados, no podía dejar de ponerse el uniforme polaco, ni no ceder al encanto de aquella mañana de junio, ni reprimir su estallido de cólera en presencia de Kurakin y más tarde de Bálashov.

Alejandro rechazó todas las negociaciones porque se sentía personalmente ofendido. Barclay de Tolly trataba de dirigir el ejército lo mejor posible para cumplir su deber y merecer la gloria de ser un gran jefe militar. Rostov se lanzó al ataque contra los franceses porque no pudo reprimir su deseo de galopar por un campo llano. Y de la misma manera, las innumerables personas que tomaban parte en aquella guerra actuaban según sus cualidades particulares, sus costumbres, de acuerdo con las condiciones y objetivos perseguidos. Todos ellos tenían sus temores, sus vanidades y sus alegrías, se indignaban y discutían, creyendo saber lo que hacían y convencidos de actuar por sí mismos, aunque eran un instrumento inconsciente de la Historia y llevaban a cabo una empresa oculta para ellos, pero comprensible para nosotros. Tal es la suerte inmutable de todos los hombres de acción que, en realidad, son menos libres cuanto más altos se hallan en la jerarquía humana.

Los hombres de 1812 desaparecieron hace mucho tiempo; sus intereses personales se borraron sin dejar rastro; ante nosotros tan sólo queda el resultado histórico de toda aquella época.

Admitamos, sin embargo, que los hombres de Europa, mandados por Napoleón, debían penetrar en Rusia y perecer en sus tierras, y toda la actividad contradictoria, insensata y cruel de los autores de aquella guerra se nos hace comprensible.

La providencia obligó a todos aquellos hombres, deseosos de conseguir sus fines personales, a contribuir a la realización de un resultado único e inmenso, del que ninguno de ellos (ni Napoleón, ni Alejandro, ni menos aún cualquiera de los que participaron en la contienda) tenía la menor idea.

Para nosotros es evidente ahora cuál fue la causa que determinó el desastre del ejército francés en 1812. Nadie negará que la causa de la derrota de Napoleón fue, por una parte, su comienzo demasiado tardío y sin preparación para la campaña de invierno en el interior de Rusia, y, por otra, el carácter que tomó la guerra después del incendio de las ciudades rusas y el odio que sentía el pueblo ruso hacia el enemigo. Pero entonces nadie podía prever —lo que hoy nos parece evidente— que eso sí iba a causar la pérdida de los ochocientos mil hombres del mejor ejército del mundo, dirigido por el mejor capitán, en el choque con el ejército ruso, dos veces más débil, inexperto, conducido por militares sin experiencia; no sólo nadie lo preveía, sino que todos los esfuerzos, por parte de los rusos, estuvieron constantemente encaminados a impedir aquello que podía salvar a Rusia; y por parte de los franceses, a pesar de la experiencia del así llamado genio militar de Napoleón, todos los esfuerzos se orientaban hacia Moscú con el fin de llegar allí a fines de verano, es decir, precisamente aquello que sería su perdición.

A los historiadores franceses que han investigado los acontecimientos de 1812 les encanta decir que Napoleón intuía el peligro que significaba la prolongación de sus líneas, que buscó la batalla decisiva y que sus mariscales le aconsejaban que se detuviese en Smolensk, y aducen otros argumentos para probar que ya entonces se presentía el gran peligro de aquella campaña. Por su parte, los historiadores rusos se complacen aún más en asegurar que desde el principio de las operaciones existía un plan de guerra que consistía en atraer a Napoleón al interior de Rusia; unos atribuyen ese plan a Pfull, otros a un francés, otros a Toll, y otros, en fin, al mismo Alejandro. Y se citan notas, proyectos y cartas en las que, realmente, se hallan alusiones a ese modo de orientar la campaña. Pero todas esas indicaciones de lo que iba a ocurrir, sea por parte de los franceses, sea por la de los rusos, se exponen ahora porque los acontecimientos lo han justificado. De no haber sido así, dichas alusiones yacerían en el olvido, como lo están miles y millones de hipótesis y opiniones contradictorias de moda en aquel tiempo, pero que no se vieron justificadas. Hay siempre tantas suposiciones sobre cada suceso que nunca falta alguien que asegure: “Ya dije yo entonces que esto sucedería así”, olvidando por completo que entre las innumerables suposiciones las había absolutamente contradictorias.

Por ejemplo: la suposición de que Bonaparte era consciente del peligro de extender sus líneas y la de que los rusos planearan atraer a los franceses a las profundidades del país pertenecen evidentemente a esa categoría, y sólo forzando mucho los argumentos pueden los historiadores atribuir tales consideraciones a Napoleón y a sus mariscales y tales proyectos a los jefes rusos. Todos los hechos contradicen totalmente tales hipótesis. Durante la guerra, los rusos no sólo no mostraron deseo alguno de atraer al enemigo al interior de Rusia, sino que hicieron todo lo posible por detenerlo desde que pisó su tierra; y Napoleón no sólo no tuvo miedo alguno de alargar sus líneas, sino que cada avance lo alegraba como si fuera un triunfo y, al revés de lo hecho en las demás campañas, puso muy poco empeño en buscar la confrontación.

Al comienzo mismo de la guerra, los ejércitos rusos se vieron divididos, y se aspiraba —como único objetivo— a volver a unirlos, aunque para retroceder y atraer al enemigo hacia el interior de Rusia no había necesidad de esa unión. El Zar está en el ejército para infundirle ánimos, defender cada pulgada de territorio ruso, no para retroceder. Se construye el enorme campamento de Drissa, según el plan de Pfull, y ello significa que no se puede retroceder un palmo más. El Zar reprocha al general en jefe cada retroceso. No sólo el incendio de Moscú, sino ni siquiera la llegada del enemigo a Smolensk cabe en la imaginación de Alejandro y cuando los ejércitos vuelven a unirse muestra su indignación por el incendio de Smolensk y porque no se haya dado ante sus muros la batalla decisiva.

Así pensaba el Zar, pero los jefes militares y todos los rusos en general se indignan todavía más cuando se enteran de que sus ejércitos retroceden hacia el interior del país.

Después de dividir al ejército ruso, Napoleón avanza hacia el interior de Rusia y deja escapar algunas ocasiones de presentar batalla. En agosto llega a Smolensk y no piensa más que en avanzar, aunque, como ahora vemos, ese movimiento es funesto para él.

Los hechos demuestran que Napoleón no previo los peligros de un movimiento hacia Moscú y que ni Alejandro ni sus generales pensaron un solo instante en atraerlo al interior. Pensaban lo contrario. Atraer a Napoleón al interior de Rusia no fue el resultado de un determinado plan (nadie lo creía posible), sino de un complicadísimo juego de intrigas, objetivos y deseos de cuantos participaban en la guerra, incapaces de adivinar que en eso y sólo en eso estaba la única salvación de Rusia.

Todo ocurre por casualidad. Los ejércitos quedan divididos al comienzo de la campaña. Los rusos procuran reunirlos para dar la batalla y detener la invasión enemiga, pero evitan al mismo tiempo el encuentro con un enemigo más fuerte y retroceden involuntariamente, en ángulo agudo, atrayendo al ejército francés a Smolensk. Pero además de retroceder en ángulo agudo, porque los franceses avanzan entre ambos ejércitos, el ángulo se hace cada vez más agudo y los rusos se alejan más y más, porque Barclay de Tolly, un escocés impopular, aborrecido por Bagration, subordinado suyo que manda el segundo ejército y procura retrasar la unión con Barclay para no colocarse bajo su mando. Durante mucho tiempo Bagration evita la unión de las tropas (aun cuando ése sea el objetivo de todos los jefes), porque le parece que esa marcha pondría a las suyas en peligro, y le resulta más conveniente retroceder hacia la izquierda y hacia el sur, molestando al enemigo por el flanco y la retaguardia y reforzando su ejército en Ucrania. Todo esto parece ser una estratagema de Bagration para no estar subordinado al alemán Barclay, a quien odia y que le es inferior en graduación.

El Zar permanece junto al ejército con intención de infundirle ánimos; pero su presencia y la indecisión para adoptar una medida u otra, unidas al incalculable número de consejeros y planes, merman energías al primer ejército, que acaba por retroceder.

Se considera oportuno detenerse en el campamento de Drissa; pero, inesperadamente, Paolucci, que aspira a ser general en jefe, influye sobre Alejandro, y todos los proyectos de Pfull quedan abandonados, al tiempo que la dirección de la campaña se le confía a Barclay. Sin embargo, el poder de Barclay queda limitado porque no inspira confianza.

Los ejércitos están fragmentados, no hay unidad de mando, Barclay no es popular. De toda esa confusión, de la división del ejército y la impopularidad de Barclay, resulta, por una parte, la indecisión, el temor a dar la batalla (cosa inevitable si los ejércitos hubieran estado unidos y si el jefe no hubiera sido Barclay) y, por otra, el creciente odio a los alemanes, acompañado de una verdadera exaltación del espíritu patriótico.

Por último, el Zar abandona el ejército con un pretexto único y cómodo: infundir ánimos a la población de las capitales para excitarla a una guerra nacional. El viaje de Alejandro a Moscú triplica las fuerzas del ejército ruso.

El Zar abandona el ejército para no cohibir la acción del comandante en jefe y confía en que tome medidas decisivas. Pero la situación del comandante en jefe es cada vez más confusa y débil. Bennigsen, el gran duque y el enjambre de generales ayudantes de campo permanecen en el ejército para seguir de cerca sus movimientos e infundirle mayor energía. Pero Barclay se siente aún menos libre bajo todas aquellas miradas que son también las del Zar; eso lo lleva a ser más prudente con respecto a las acciones decisivas y a evitar la batalla.

Barclay se inclina a la prudencia. El gran duque heredero habla de traición y exige una batalla campal. Lubomirski, Branicky, Wlocky y otros como ellos atizan tanto estos rumores que Barclay, con pretexto de remitir algunos escritos al Zar, envía a San Petersburgo a los generales ayudantes de campo polacos y se enfrenta abiertamente a Bennigsen y al gran duque.

Por fin, a pesar de toda la oposición de Bagration, los ejércitos se unen en Smolensk.

Bagration llega en su carruaje a la casa ocupada por Barclay, quien se pone la banda, sale a su encuentro y lo informa como a superior suyo. Bagration, en un alarde de generosidad, a pesar de ser superior en graduación, se pone a las órdenes de Barclay, pero sigue en desacuerdo absoluto con él. Por mandato del Zar, Bagration le envía informes personales y escribe a Arakchéiev:

El Zar decidirá, pero yo no puedo seguir con el ministro (se refiere a Barclay). Por Dios, mándeme a cualquier otro sitio, deme aunque sea el mando de un regimiento, pero no me mantenga aquí. El Cuartel General está lleno de alemanes, hasta tal punto que para un ruso es imposible vivir. No existe orden alguno. Yo pensaba que servía lealmente al Zar y a la patria, pero en realidad a quien sirvo es a Barclay. Y confieso que no quiero hacerlo.

El enjambre de los Branicky, los Wintzingerode y los demás acaba por envenenar las relaciones de ambos generales, que empeoran cada vez más. Se hacen preparativos para atacar a los franceses delante de Smolensk. Es enviado un general para inspeccionar las posiciones. Este general aborrece a Barclay, visita a un amigo, comandante de cuerpo de ejército, con él pasa el día, vuelve al Cuartel General de Barclay y hace una crítica completa del futuro campo de batalla, que no ha visto. Y mientras se discute y se intriga acerca del futuro campo de batalla, mientras se busca a los franceses, equivocándose en cuanto a sus posiciones, éstos tropiezan con la división de Neverovski y llegan a los muros de Smolensk.

Para salvar las comunicaciones es preciso aceptar junto a Smolensk una batalla inesperada. Mueren miles de hombres de una y otra parte.

Smolensk es abandonado, en contra de la voluntad del Zar y de todo el pueblo. Sus propios habitantes incendian la ciudad y, engañados por el gobernador, dando ejemplo a todos los rusos, salen hacia Moscú, no pensando más que en su propia ruina y contagiando a todos su odio hacia el enemigo. Napoleón avanza; el ejército ruso retrocede, y así se consigue lo que había de vencer a Napoleón.

Guerra y paz
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