IX

Sin contar a la hija mayor de la condesa (que aventajaba en cuatro años a su hermana y se consideraba ya toda una mujer) y la hija de la visitante, sólo quedaron en el salón dos jóvenes: Nikolái y Sonia. La sobrina del conde era una joven morena, diminuta, de rostro dulce y mirada sombreada por largas pestañas; en torno a la cabeza le daba dos vueltas una trenza negra, y la piel de la cara, del cuello y de los brazos desnudos y delgados, pero musculosos y graciosos, era de un tono aceitunado. Por la armonía de sus movimientos, la agilidad y gracia de sus miembros y maneras un poco astutas y reservadas, recordaba a una hermosa gatita, todavía no formada, que prometía ser preciosa. Creía conveniente mostrar con su sonrisa que tomaba parte en la conversación común; pero a su pesar, los ojos, bajo las pestañas largas y espesas, miraban al cousin, que partía para el ejército, con una adoración tan juvenil y apasionada que su sonrisa no podía engañar a nadie; era evidente que la gatita sólo se había acurrucado para poder saltar y jugar todavía más con su cousin, apenas hubiesen salido del salón Borís y Natasha.

—Sí, ma chère— dijo el viejo conde volviéndose hacia la visitante y señalando a su hijo Nikolái. —Su amigo Borís ha sido promovido a oficial y, por amistad, no quiere ser menos que él. Abandona la Universidad, deja solo a este viejo y se va al ejército, ma chère. Y eso cuando su nombramiento para la Dirección de los archivos ya estaba ultimado. ¿No es eso amistad?— preguntó el conde.

—Se dice que ya ha sido declarada la guerra— comentó la dama.

—Sí, eso se dice desde hace tiempo— replicó el conde, —se dice, se dice, y después las cosas quedan siempre igual. Ma chère; eso sí que es amistad— repitió. —Va a ser húsar.

La visitante, no sabiendo qué decir, asintió con la cabeza.

—No lo hago por amistad— exclamó Nikolái poniéndose colorado y defendiéndose como si fuese objeto de una vergonzosa calumnia. —No es por amistad; lo hago porque siento vocación por el servicio de las armas.

Se volvió hacia su prima y la hija de la visitante; ambas lo miraban con una sonrisa de aprobación.

—Hoy come con nosotros Schubert, el coronel del regimiento de húsares de Pavlograd. Estaba aquí con permiso y se lo lleva consigo. ¿Qué puedo hacer?— dijo el conde encogiéndose de hombros y tomando a broma algo que le ocasionaba verdadero dolor.

—Ya le he dicho, papá— replicó el hijo, —que si no me da permiso me quedaré. Pero sé que no valgo para otra cosa que el servicio militar. No soy ni diplomático ni funcionario. Soy incapaz de ocultar mis sentimientos— añadió mirando a Sonia y a la otra señorita con la coquetería de quien se sabe joven y apuesto.

La gatita, clavados en él sus ojos, parecía presta a poner en juego, en cualquier instante, toda su naturaleza felina.

—Ea, está bien— dijo el viejo conde. —En seguida se acalora… Ese Bonaparte trae perturbados a todos; todos piensan en cómo llegó de subteniente a Emperador. En fin, Dios quiera…— añadió, sin advertir la sonrisa burlona de la visitante.

Los mayores se pusieron a hablar de Bonaparte. Julie, la hija de madame Karáguina, se volvió hacia el joven Rostov.

—Lástima que no estuviera el jueves en casa de los Arjárov; ¡me aburrí sin usted!— añadió sonriendo con ternura.

El joven, halagado, se acercó a Julie con una seductora sonrisa juvenil y entabló un diálogo con ella, también sonriente, sin reparar en que estaba hiriendo con el cuchillo de los celos el corazón de Sonia, quien había enrojecido sin abandonar su propia sonrisa fingida. Pero, a mitad de la conversación, volvió los ojos hacia ella. Sonia le lanzó una mirada rabiosa y apasionada y, reprimiendo con dificultad las lágrimas, siempre con esa forzada sonrisa, se levantó y abandonó el salón. Toda la animación de Nikolái desapareció. Esperó la primera pausa en la conversación y, demudado el rostro, salió en busca de Sonia.

—¡Qué verdad es que los secretos de toda esta juventud están cosidos con hilo blanco!— dijo Anna Mijáilovna señalando a Nikolái, que salía en aquel instante. —Cousinage, dangereux voisinage[71]— añadió.

—Sí— asintió la condesa, cuando el rayo de sol que había penetrado en la sala con la joven generación hubo desaparecido. —¡Pero cuántos sufrimientos, cuántas inquietudes hay que soportar para sentir ahora la alegría de mirarlos! Y sin embargo, ahora son más los temores que las alegrías; siempre tiene una miedo… Es una edad tan peligrosa para las muchachas y los jóvenes…— añadió, como respondiendo a una pregunta que nadie le hacía, pero que la preocupaba continuamente.

—Todo depende de la educación— dijo la visitante.

—Sí, tiene usted razón. Hasta hoy, gracias a Dios, soy la amiga de mis hijos y gozo de su más completa confianza— respondió la condesa, repitiendo el error de tantos padres que piensan que sus hijos no tienen secretos para ellos. —Sé que siempre seré la primera confidente de mis hijas y que si mi hijo Nikolái, por su impetuoso temperamento, cometiese alguna travesura (cosa inevitable en un joven), no sería como la de esos señores de San Petersburgo.

—¡Ah, sí! ¡Son buenos chicos, buenos chicos!— repitió el conde, que resolvía siempre las cuestiones más complicadas encontrándolo todo bueno. —Ya lo ve: quiere ser húsar. ¿Qué le vamos a hacer, ma chère?

—¡Qué deliciosa criatura su pequeña!— dijo la visitante. —¡Es como la pólvora!

—Sí, como la pólvora— repitió el conde. —Se parece a mí. ¡Y qué voz tiene! Aunque se trata de mi hija, diré la verdad, será una cantante, una nueva Salomoni. Tenemos un profesor italiano que le da clase.

—Pero ¿no es demasiado pronto? Dicen que es malo para la voz estudiar ya a esa edad.

—¡Oh, no, no lo es!— respondió el conde. —Nuestras madres se casaban a los doce o trece años.

—Ahora está enamorada de Borís. ¿Qué les parece?— dijo la condesa, sonriendo dulcemente y mirando a la madre de Borís. Después, como respondiendo al pensamiento que la preocupaba siempre, prosiguió: —Ya ven, si la tuviese sujeta, si la frenase… Dios sabe qué cosas haría a escondidas— la condesa daba a entender que se besarían. —Así estoy al corriente de cada palabra suya. Ella misma viene a mi alcoba por la noche y me lo cuenta. La mimo tal vez, pero creo que así es mejor. A la mayor la he tratado con más severidad.

—Desde luego; a mí me han educado de manera muy distinta— intervino sonriente la hija mayor, la hermosa condesa Vera.

Pero, al contrario de lo que suele ocurrir, la sonrisa no embellecía el rostro de Vera, parecía poco natural y por eso desagradable.

Vera, la mayor, era hermosa, lista, fue buena alumna y estaba bien educada; su voz resultaba agradable, cuanto decía era sensato y oportuno. Pero, cosa extraña, ambas, la visitante y la condesa, la miraron como asombradas de que hubiera hablado de esa forma y se sintieron violentas.

—Siempre es así con los hijos mayores; queremos hacer de ellos algo extraordinario— dijo madame Karáguina.

—¿Por qué ocultarlo, ma chère? La condesa se pasaba con Vera— dijo el conde. —Pero, bueno, a pesar de ello, es una muchacha excelente— añadió guiñando el ojo hacia Vera en signo de aprobación.

Los visitantes se levantaron y se despidieron, prometiendo volver para la comida.

—¡Vaya maneras! ¡Creí que no se iban nunca!— comentó la condesa, después de haberlas acompañado.

Guerra y paz
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