IX

Perseguido por un ejército francés de cien mil hombres al mando de Bonaparte, moviéndose en un país hostil, falto de confianza en sus aliados tanto como de provisiones, constreñido a obrar fuera de todo lo previsto para la guerra, el ejército de treinta mil rusos, mandado por Kutúzov, retrocedía rápidamente por las márgenes del Danubio, deteniéndose cuando lo alcanzaba el enemigo y defendiéndose con combates de retaguardia sólo lo necesario para evitar la pérdida del bagaje. Se habían producido encuentros en Lambach, Amstetten y Mölk; y a pesar del valor y la firmeza demostrados por los rusos y reconocidos hasta por el enemigo, el resultado se traducía en una retirada cada vez más rápida. Las tropas austríacas que habían escapado a la capitulación de Ulm y se unieran a Kutúzov en Braunau se habían separado del ejército ruso, y Kutúzov disponía tan sólo de sus propias fuerzas, débiles y exhaustas. Era imposible pensar en la defensa de Viena. En vez de una guerra ofensiva, concebida según las leyes de la nueva ciencia —la estrategia— y cuyo plan había sido presentado a Kutúzov durante su estancia en Viena por el Consejo Superior de Guerra austríaco, el único objetivo, ya casi inasequible, que ahora se le ofrecía a Kutúzov consistía en no perder su ejército, como Mack en Ulm, y reunirse con las tropas que venían de Rusia.

El 28 de octubre Kutúzov pasaba con su ejército a la margen izquierda del Danubio y se detenía por primera vez, separado de las principales fuerzas francesas por el ancho río. El día 30 atacó y deshizo la división de Mortier que estaba en la misma orilla. En esa acción se capturaron los primeros trofeos: banderas, cañones y dos generales enemigos. Por vez primera, tras dos semanas de retirada, el ejército ruso se detenía en un lugar y no sólo conservaba el campo de batalla sino que expulsaba de él a los franceses. Aunque las tropas estuvieran mal pertrechadas, quebrantadas y reducidas a un tercio por los rezagados, heridos, enfermos y muertos; aun cuando los enfermos y heridos hubiesen sido abandonados en la otra orilla del Danubio, con una carta de Kutúzov en la que el jefe ruso apelaba a los sentimientos humanitarios del enemigo, y por más que los grandes hospitales y las casas de Krems, transformadas en lazaretos, no pudiesen acoger a tantos heridos y enfermos, a pesar de todo ello la parada en Krems y la victoria sobre Mortier tuvieron la virtud de levantar notablemente la moral de las tropas. Por todo el ejército y aun en el Cuartel General corrían rumores tan alegres como infundados sobre la supuesta llegada de nuevos refuerzos rusos, sobre una victoria de los austríacos, con la consiguiente retirada de un asustado Bonaparte.

Durante el combate el príncipe Andréi estuvo junto al general austríaco Schmidt, muerto en la acción. El caballo del príncipe había sido herido y una bala le arañó el brazo. Por especial merced del general en jefe, fue encargado de llevar la noticia de la victoria a la Corte austríaca, que ya no se hallaba en Viena, amenazada por los franceses, sino en Brünn. El príncipe Andréi había llegado la noche del combate, emocionado, pero no cansado (pues a pesar de su aparente delicada constitución resistía la fatiga física mucho mejor que los más fuertes), con el parte de Dojtúrov para Kutúzov, que se encontraba en Krems, y aquella misma noche se lo envió como correo extraordinario a Brünn. Semejante misión, además de las condecoraciones, suponía un gran paso para el ascenso.

La noche era oscura y estrellada. El camino parecía una cinta negra en medio de la nieve caída el día anterior a la batalla. El príncipe Andréi, montado en un coche de postas, pensaba en el combate, en la impresión que produciría la noticia de la victoria, recordaba la despedida del general en jefe y de sus compañeros. Experimentaba los sentimientos del hombre que después de una prolongada espera llega a alcanzar por fin la tan anhelada felicidad. Y apenas cerraba los ojos, volvían a tronar en sus oídos las descargas de la fusilería y de los cañones, confundidas con el chirrido de las ruedas y los gritos de victoria. O bien se imaginaba a los rusos en plena huida y a sí mismo en trance de muerte. Pero no tardaba en despertar sintiéndose dichoso, como si de nuevo se diera cuenta de que las cosas no fueron así, que, por el contrario, eran los franceses los que habían huido. Repasaba otra vez los detalles de la victoria, su sereno valor durante el combate; y, tranquilizado, volvía a dormirse…

A la noche oscura y estrellada sucedió una mañana clara y alegre; la nieve se fundía al calor del sol; los caballos galopaban veloces y a derecha e izquierda seguían pasando nuevos bosques, aldeas y campos.

En una de las estaciones alcanzó a un convoy de heridos rusos. El oficial ruso que lo dirigía, echado sobre el primer carro, gritaba e injuriaba del modo más grosero a un soldado. Cada una de las grandes carretas alemanas, que traqueteaban por el camino pedregoso, llevaba, al menos, seis heridos, pálidos, sucios y mal vendados. Algunos hablaban (se oían conversaciones en ruso), otros comían pan; los más graves miraban en silencio, con atención paciente y enfermiza, el correo que pasaba al galope junto a ellos.

El príncipe Andréi dio orden de parar y preguntó a uno de los soldados en qué acción habían sido heridos.

“Anteayer, sobre el Danubio”, respondió el soldado. El príncipe Andréi sacó su bolso y dio al soldado tres monedas de oro.

—Para todos— dijo al oficial que se aproximaba hacia él. —¡Curaos, muchachos, que hay todavía mucho que hacer!— gritó a los soldados.

—Señor ayudante de campo, ¿qué noticias hay?— preguntó el oficial, deseoso de entablar conversación.

—¡Buenas! ¡Adelante!— gritó al postillón, y siguió su camino.

Ya había anochecido cuando el príncipe Andréi entró en Brünn; se vio rodeado de altas casas, de luces de comercios, de ventanas de las casas y los faroles de carruajes elegantes que recorrían las calles, y de toda esa atmósfera de gran ciudad que resulta siempre tan atractiva para el militar después de la vida de campaña. A pesar del rápido viaje y de la noche casi sin dormir, el príncipe Andréi se sentía aún más animado que el día anterior, conforme se acercaba al palacio; sus ojos brillaban febriles y sus pensamientos se sucedían unos a otros con extraordinaria rapidez y claridad. Recordaba vívidamente los detalles de la batalla, no confusos, sino precisos y concretos, en la exposición que in mente hacía ya ante el emperador Francisco. Preveía las preguntas que pudiera dirigirle y las respuestas apropiadas. Suponía que lo llevarían inmediatamente ante el Emperador. Pero junto a la gran puerta principal del palacio se acercó a él un funcionario, quien al saber que se trataba de un correo lo condujo a otra puerta.

—Siga el pasillo, a la derecha, Excelencia, encontrará al ayudante de campo de guardia del Emperador— le dijo el funcionario. —Él lo llevará ante el ministro de la Guerra.

El ayudante de campo de servicio rogó al príncipe Andréi que esperara y se dirigió a informar al ministro de la Guerra. Volvió a los cinco minutos e, inclinándose con gran cortesía ante el príncipe Andréi, le cedió el paso y lo siguió a lo largo del corredor hasta el despacho del ministro. Con tan extrema cortesía, el ayudante parecía prevenirse contra cualquier intento de familiaridad de su colega ruso. La jubilosa sensación del príncipe Andréi había disminuido considerablemente al acercarse a la puerta del despacho del ministro. Se sentía ofendido y su estado de ánimo, sin darse entera cuenta de ello, cambió en un sentimiento de injustificado desprecio. Su ingenio agudo le ofreció al instante consideraciones que parecían autorizarlo a despreciar al ayudante de campo y al mismo ministro. “Debe parecerles muy sencillo alcanzar una victoria sin haber olido la pólvora”, pensó. Entornó los ojos con desprecio y entró con deliberada lentitud en el despacho. Esos sentimientos aumentaron al verse en presencia del ministro, sentado ante una gran mesa, que en los primeros dos minutos no se dignó prestarle atención. El ministro de la Guerra, de cabeza calva con sienes grises, leía entre dos velas unos papeles, subrayando, de vez en cuando, con lápiz. Dio por terminada la lectura sin levantar la cabeza, al abrirse una puerta y acercarse un rumor de pasos.

—Tome esto y hágalo llevar a su destino— dijo el ministro a su ayudante, sin hacer todavía caso del correo.

El príncipe Andréi advirtió que, de todas las cosas que ocupaban al ministro de la Guerra, los actos del ejército de Kutúzov eran los que menos podían interesarle; o que, al menos, era necesario dárselo a entender así al correo ruso. “Pero eso a mí me tiene sin cuidado”, se dijo. El ministro puso en orden los otros papeles, y únicamente después de esto levantó la cabeza. Su rostro era enérgico e inteligente, pero cuando se volvió al príncipe Andréi esa expresión de energía e inteligencia cambió voluntariamente, como por la fuerza de la costumbre; su rostro adoptó esa sonrisa convencional y estúpida, incapaz de ocultar su falsedad, del hombre que recibe, uno tras otro, a un sinfín de solicitantes.

—¿Del mariscal Kutúzov?— preguntó. —Supongo que buenas noticias, ¿verdad? ¿Ha habido algún encuentro con Mortier? ¿Victoria? ¡Ya era hora!

Tomó el despacho dirigido a su nombre y se puso a leerlo con expresión de pesadumbre.

—¡Válgame Dios! ¡Dios mío! ¡Schmidt!— dijo en alemán. —¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!

Leído rápidamente el despacho, lo dejó sobre la mesa y miró al príncipe Andréi ordenando al parecer sus ideas.

—¡Qué desgracia!… ¿Dice que la acción es decisiva? Pero Mortier no ha sido hecho prisionero.

Se detuvo a pensar.

—Estoy muy contento de que haya traído buenas noticias, aun cuando la victoria se hubiera conseguido al precio elevadísimo de la muerte de Schmidt. Su Majestad deseará seguramente verlo, pero no hoy… Gracias, vaya a descansar. Esté presente mañana al paso de Su Majestad, después del desfile. De todas maneras, le avisaré.

La sonrisa estúpida, que había desaparecido durante sus palabras, volvió al rostro del ministro.

—Hasta la vista. Le estoy muy agradecido. Seguramente el Emperador deseará verlo— repitió, inclinando la cabeza.

A la salida del palacio el príncipe Andréi sintió desvanecerse todo el interés y la alegría nacidos con la victoria; los había dejado en las manos indiferentes del ministro de la Guerra y de su cortés ayudante. Todas sus ideas habían cambiado de pronto y la batalla no era más que un recuerdo lejano y remoto.

Guerra y paz
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