XXXI

Danilo Teréntich fue a la casa para informar al conde de que Moscú estaba ardiendo. El conde se puso un batín y salió a ver el incendio. Con él salieron Sonia, que aún no se había desvestido, y Mme Schoss. Natasha y la condesa se quedaron en la habitación (Petia ya no estaba con los suyos; se había adelantado para unirse a su regimiento, destinado a Troitsa).

Al oír la noticia del incendio de Moscú la condesa se echó a llorar. Natasha, pálida y con los ojos fijos, seguía sentada en un banco debajo de los iconos (en el mismo lugar que ocupó al llegar allí). Sin prestar atención a las palabras de su padre, escuchaba los gemidos del ayudante, que se oían tres casas más allá.

—¡Qué espanto!— exclamó Sonia aterida y asustada al volver del patio. —Parece que está ardiendo todo Moscú. ¡El resplandor es horrible! Natasha, mira desde aquí; se ve desde la ventana— dijo a su prima con visible deseo de distraerla.

Pero Natasha la miró como si no entendiera lo que decía y de nuevo volvió a fijar sus ojos en el rincón de la estufa. Natasha estaba en aquel estado de aturdimiento y estupor desde la mañana, cuando Sonia, con gran asombro e indignación de la condesa, creyó necesario (quién sabe por qué) revelar a su prima la presencia del príncipe Andréi herido y decirle que iba con ellos.

La condesa se había enfadado con Sonia de manera poco frecuente en ella; Sonia lloró y pidió perdón. Y ahora, como para enmendar su propia falta, se preocupaba incesantemente de Natasha.

—Mira, Natasha, qué incendio tan violento.

—¿Qué es lo que arde?— preguntó Natasha. —¡Ah, sí, Moscú!

Y para no ofender a Sonia y librarse de ella, levantó la cabeza hacia la ventana, miró de tal modo que nada podía ver y volvió a su actitud de antes.

—¡Pero si no has visto nada!

—Sí, sí que lo he visto— dijo Natasha con una voz que parecía suplicar que la dejaran tranquila.

Sonia y la condesa comprendieron que ni Moscú ni su incendio tenían importancia para ella.

El conde se retiró detrás del biombo y se acostó. La condesa se acercó a Natasha, tocó su frente con el dorso de la mano, como hacía cuando su hija estaba enferma, la besó y dijo:

—¿Tienes frío? Estás temblando. Harías bien en acostarte.

—¿Acostarme? Sí, está bien. Ahora me acuesto— dijo Natasha.

Cuando Natasha supo aquella mañana que el príncipe Andréi, gravemente herido, viajaba con ellos, hizo numerosas preguntas: “¿Dónde está herido? ¿Cómo? ¿Está en peligro? ¿Puedo verlo?”. Y cuando le contestaron que no podía verlo, que estaba gravemente herido, aunque no en peligro de muerte, no les creyó. Convencida de que siempre le responderían lo mismo, dejó de preguntar y de hablar. Durante todo el viaje, con aquella mirada que la condesa conocía tan bien y cuya expresión temía, Natasha permaneció inmóvil en un rincón del coche. Con el mismo semblante estaba sentada ahora en la isba. Algo pensaba, algo había decidido en su interior. La condesa lo sabía, pero no podía adivinarlo, y eso la tenía asustada e inquieta.

—Natasha, hija mía, desvístete y acuéstate en mi cama.

Sólo la condesa disponía de cama; Mme Schoss y las dos jóvenes dormían en un montón de heno extendido sobre el piso.

—No, mamá. Me echaré aquí en el suelo— dijo Natasha.

Se acercó a la ventana y la abrió.

Con la ventana abierta se oyeron más claramente los quejidos del ayudante. Natasha asomó la cabeza al aire húmedo de la noche y la condesa pudo ver cómo su delicado cuello, sacudido por los sollozos, golpeaba el marco de la ventana. Natasha sabía que no era el príncipe Andréi quien gemía; sabía que el príncipe Andréi viajaba en el mismo convoy que ellos, que estaba en la isba vecina, separada de ellos solamente por el zaguán. Pero esos constantes quejidos la hicieron llorar.

La condesa y Sonia se miraron.

—Acuéstate, cariño mío. Acuéstate— dijo la condesa, poniéndole la mano en el hombro. —Acuéstate, ya es tarde.

—Ah, sí… Ahora mismo.

Y comenzó a desvestirse con tanta prisa que rompió las cintas de la falda. Se quitó el vestido, se puso una chambra y se sentó con las piernas recogidas en el heno que le servía de lecho. Echó hacia delante su trenza de cabellos finos y no largos, la deshizo y, con sus dedos finos, delicados, empezó a trenzarla de nuevo; sus movimientos eran rápidos, ágiles, volvía la cabeza bien a un lado, bien a otro, pero sus ojos febriles, muy abiertos, miraban inmóviles delante de sí. Cuando hubo terminado su tocado nocturno se echó lentamente sobre la sábana que cubría el heno extendido, en el suelo, cerca de la puerta.

—Natasha, échate en el centro— dijo Sonia.

—No, aquí— contestó. —Pero acostaos ya— añadió con fastidio.

Y hundió la cara en la almohada.

La condesa, Mme Schoss y Sonia se desnudaron rápidamente y se acostaron. En la habitación no había más que un candil, pero el patio estaba iluminado por el incendio de Málie-Mitischi, a dos kilómetros de allí; se oían gritos de borrachos en la taberna de la esquina, saqueada por los cosacos de Mámonov, y los gemidos continuos del ayudante.

Natasha escuchó durante largo rato, sin moverse, los rumores de la casa y los que llegaban desde fuera.

Primero oyó los rezos y suspiros de su madre, el crujido del lecho y los ronquidos silbantes de Mme Schoss, que conocía tan bien; oyó asimismo la tranquila respiración de Sonia. Al cabo de un rato la condesa la llamó, pero ella no contestó nada.

—Parece que se ha dormido, mamá— susurró Sonia.

Tras un breve silencio, la condesa llamó de nuevo a Natasha, sin que tampoco esta vez contestara.

Natasha no tardó en oír la respiración regular de su madre, pero siguió inmóvil, aunque el pequeño pie desnudo que había sacado de la sábana se le enfriaba en el suelo.

Como si festejara su victoria sobre todos, el canto de un grillo llegó desde una rendija. A lo lejos cantó un gallo al que otro respondió más cerca. En la taberna habían cesado los gritos y sólo se oían los gemidos del ayudante. Natasha se incorporó.

—¡Sonia! ¿Duermes? ¡Mamá!— murmuró.

No contestó nadie. Natasha se puso en pie lentamente, con precaución, se persignó y anduvo con los pies descalzos, estrechos y ágiles, sobre el pavimento frío y sucio. Crujieron las tarimas, dio unos pasos rápidos, deslizándose como un gato, y sujetó el picaporte gélido de la puerta.

Le parecía que algo pesado golpeaba rítmicamente todas las paredes de la isba, pero era su propio corazón que latía sobrecogido por el miedo, el espanto y el amor.

Abrió la puerta, cruzó el umbral y puso los pies en la tierra húmeda y fría del zaguán. El frío pareció reanimarla. Su pie desnudo rozó a un hombre dormido, pasó por encima y abrió la puerta de la isba donde se hallaba el príncipe Andréi. La habitación estaba a oscuras. En el rincón del fondo, junto a un lecho donde había alguien acostado, ardía una vela de sebo que se había derretido, formando algo parecido a una seta.

Desde por la mañana, cuando le habían dicho que el príncipe Andréi estaba allí herido, decidió que debía verlo. No sabía para qué, pero sabía que la entrevista iba a ser penosa, y esto la convencía aún más de que era absolutamente necesaria.

Todo el día había vivido con la esperanza de verlo aquella noche; y ahora que había llegado el instante, la idea de lo que iba a ver la horrorizaba. ¿Cómo estaría de mutilado? ¿Qué quedaba de él? ¿Estaría como ese ayudante que no cesaba de gemir? Sí, él era también así. En su imaginación él era la encarnación de aquellos terribles gemidos. Cuando divisó en el rincón una forma indefinida y supuso que las rodillas del herido, levantadas bajo la manta, eran sus hombros, se imaginó que estaba ante un cuerpo horriblemente mutilado y se detuvo aterrada. Pero una fuerza invencible la empujaba hacia delante. Dio cautelosamente un paso, después otro, y se encontró en medio de una pequeña habitación completamente abarrotada. En un banco, bajo los iconos, yacía otro hombre (era Timojin), y en el suelo se veían otros dos (el médico y el ayuda de cámara).

El ayuda de cámara se incorporó y murmuró algo. Timojin, que estaba desvelado por el dolor de su pierna herida, miraba con ojos muy abiertos la extraña aparición de la joven en camisa blanca, chambra y gorro de dormir. Las palabras asustadas del ayuda de cámara: “¿Qué quiere usted? ¿A qué viene?”, hicieron que Natasha se acercara más de prisa a lo que yacía en el rincón. Aunque aquel cuerpo no se pareciera en nada a un hombre y fuera horrible, ella debía verlo. Dejó atrás al ayuda de cámara y como la cera fundida de la vela, en forma de seta, había caído, pudo ver claramente al príncipe Andréi, extendidos los brazos sobre la manta, tal como lo recordaba.

Estaba igual que siempre, aunque el color febril del rostro, los ojos brillantes fijos admirativamente en ella y, sobre todo, su cuello delgado, como el de un niño, que salía de la camisa, le conferían un aspecto distinto, juvenil e inocente que nunca había visto en él. Natasha se acercó al príncipe Andréi y con un movimiento rápido, ligero y ágil se puso de rodillas.

Él sonrió y le tendió la mano.

Guerra y paz
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