XVII
A las dos de la tarde los cuatro coches de los Rostov, enganchados y dispuestos para la marcha, esperaban su salida. Los carros con los heridos, uno detrás de otro, habían comenzado a salir del patio. El coche en que iba el príncipe Andréi atrajo la atención de Sonia, que, con una doncella, preparaba el asiento para la condesa en la enorme y alta carroza que esperaba frente a la puerta.
—¿De quién es este coche?— preguntó Sonia, asomándose por la ventanilla.
—¿No lo sabe, señorita?— dijo la doncella. —Es el príncipe herido… Ha pasado la noche en nuestra casa. También viene con nosotros.
—Pero ¿quién es? ¿Cómo se llama?
—Es el antiguo prometido de la señorita, el príncipe Bolkonski— respondió la doncella suspirando. —Dicen que está a punto de morir.
Sonia saltó de la carroza y corrió hacia la condesa, quien, vestida ya para el viaje, con sombrero y chal, se paseaba con aire cansado y esperaba en la sala a los suyos para sentarse, con las puertas cerradas, y rezar antes de la partida. Natasha no estaba en la habitación.
—¡Maman— dijo Sonia, —el príncipe Andréi está aquí mortalmente herido! Viene con nosotros.
La condesa, asustada, abrió los ojos; agarró a Sonia por el brazo y se volvió para mirar.
—¿Y Natasha?— dijo.
Para Sonia y la condesa aquella noticia no tenía al pronto más que un sentido. Conocían bien a su Natasha, y el temor de lo que esa noticia iba a representar para ella ahogaba en las dos todo sentimiento de compasión hacia un hombre al que ambas querían.
—Natasha no sabe nada todavía. Pero él viene con nosotros.
—¿Y dices que está a punto de morir?
Sonia afirmó con la cabeza.
La condesa la abrazó llorando.
“Los designios del Señor son inescrutables”, pensó sintiendo que en todo cuanto estaba ocurriendo se manifestaba la mano del Todopoderoso, hasta entonces oculta a las miradas de los hombres.
—¡Bueno, mamá! ¡Todo está listo! Pero ¿de qué habláis?— preguntó Natasha, entrando rápidamente en la sala con el rostro animado.
—De nada— dijo la condesa. —Si está todo preparado, podemos irnos.
Y la condesa se inclinó sobre su bolso para ocultar el rostro alterado.
Sonia abrazó y besó a Natasha, quien la miró interrogativamente.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
—Nada… no es nada…
—¿Algo muy malo para mí?… ¿Qué es?— insistió la sensible Natasha.
Sonia suspiró, sin contestar. El conde, Petia, Mme Schoss, Mavra Kuzmínishna y Vasílich entraron en la sala. Cerraron las puertas, se sentaron y permanecieron unos segundos en silencio, sin mirarse unos a otros.
El conde fue el primero en levantarse; después, con un profundo suspiro, se santiguó vuelto hacia el icono. Todos lo imitaron. El conde abrazó a Mavra Kuzmínishna y a Vasílich, que se quedaban en Moscú, y mientras ellos procuraban apresar su mano y lo besaban en el hombro, les golpeó levemente la espalda y balbuceó algunas palabras confusas, consoladoras y cariñosas.
La condesa se dirigió al oratorio; Sonia la encontró arrodillada delante de algunas imágenes que quedaban en la pared. (Los iconos más valiosos habían sido embalados, como recuerdos de familia, y los llevaban consigo.)
En el zaguán y en el patio, los criados que se iban (a quienes Petia había armado de puñales y sables), con los pantalones metidos en las cañas de las botas altas y bien ceñidos los cinturones, se despedían de los que se quedaban.
Como suele ocurrir, a última hora quedaban muchas cosas olvidadas, los paquetes estaban mal colocados y durante bastante tiempo dos lacayos esperaron ante la portezuela abierta de la carroza para ayudar a subir a la condesa, mientras las doncellas corrían con almohadones y paquetes de la casa a los coches y de éstos a la casa.
—¡Siempre se olvidan de algo!— dijo la condesa. —Sabes bien que no puedo sentarme así.
Duniasha, con los labios apretados y sin decir nada, pero con un gesto de reproche en el rostro, subió a la carroza y acomodó el asiento de otra manera.
—¡Ah, qué gente!— decía el conde, moviendo la cabeza.
El viejo cochero Efim, el único con quien la condesa se atrevía a salir, estaba sentado en su alto pescante sin volverse siquiera para ver lo que ocurría a sus espaldas. Sus treinta años de experiencia le decían que no le darían pronto la señal de partida, y que, aun cuando se la dieran, lo detendrían aún otras dos veces para ir a buscar paquetes olvidados, y que después de eso lo harían parar otra vez y la condesa sacaría la cabeza fuera de la ventanilla y le suplicaría en nombre de Cristo que condujera con prudencia en las bajadas. Sabía todo eso. Y por esta causa, con más paciencia que los caballos (sobre todo el de la izquierda, Sokol, que empezaba a inquietarse y mordía el freno), esperaba lo que iba a ocurrir. Por último todos se acomodaron; levantaron el estribo, cerraron la portezuela y mandaron a buscar un cofrecillo. La condesa sacó la cabeza y dijo lo que tenía que decir. Entonces Efim se quitó lentamente el sombrero y se santiguó. El postillón y todos los criados hicieron lo mismo.
—¡Con Dios!— dijo Efim, y volvió a ponerse el sombrero.
—¡Adelante!
El postillón fustigó a los caballos; el de la derecha dio un tirón, chirriaron los muelles y el coche arrancó. Un lacayo saltó al pescante de la carroza en marcha. Al salir del patio, la carroza brincó sobre el empedrado; lo mismo ocurrió a los otros vehículos, y la comitiva enfiló la calle. Todos se persignaron al pasar por delante de la iglesia. Los criados que se quedaban en Moscú marchaban, acompañándolos, a los lados de los carruajes.
Pocas veces había experimentado Natasha una sensación alegre como la de aquellos instantes, sentada en el coche junto a su madre y mirando las fachadas de la inquieta y abandonada Moscú, que desfilaban lentamente ante sus ojos. De vez en cuando se asomaba a la ventanilla y paseaba la mirada por el largo convoy de heridos que los precedía. Casi a la cabeza de todos veía el toldo echado del coche del príncipe Andréi. Ignoraba quién iba allí, y cada vez que miraba la fila de sus carros, buscaba aquel coche con los ojos. Sabía que iba delante de todos.
En Kudrino, a la altura de las calles Nikítskaia, Presnia y Podnovinski, el convoy de los Rostov se encontró con otros semejantes; y por la calle Sadóvaia los coches y carros avanzaban ya en doble hilera.
Al dejar atrás la torre de Sújarev, Natasha, que seguía mirando con curiosidad a cuantos pasaban a pie o en sus coches, exclamó de pronto asombrada y feliz:
—¡Dios mío! ¡Mamá! ¡Sonia! ¡Mirad: es él!
—¿Quién? ¿Quién?
—¡Fijaos! ¡Os aseguro que es Bezújov!
Y Natasha sacó el cuerpo por la ventanilla de la carroza para mirar a un hombre alto y grueso, vestido de cochero, que, a juzgar por el porte, era un señor disfrazado. Iba a su lado un viejecillo amarillento, barbilampiño, con un capote de lana, y se acercaban al arco de la torre de Sújarev.
—Os juro que es Bezújov, el del caftán, va con un viejo que parece un niño. ¡Miradlo, miradlo!— exclamaba.
—No, no es él… No digas tonterías.
—Me dejaría cortar la cabeza, mamá. Le aseguro que es él. ¡Espera, espera!— gritó al cochero.
Pero el cochero no podía detenerse, porque desde la calle Meschánskaia desembocaban nuevos coches y carros y los conductores gritaban a los Rostov que siguieran y no entorpecieran a los demás.
En efecto, aunque bastante más lejos que antes, todos los Rostov vieron a Pierre o a un hombre que se le parecía extraordinariamente, vestido con un caftán de cochero. Iba por la calle con la cabeza baja y el rostro serio, acompañado de un viejecillo barbilampiño, que tenía todo el aspecto de un lacayo. El viejo se dio cuenta de que los miraban desde el coche y se lo indicó a su compañero, tocándole respetuosamente el codo. Pierre tardó en comprender lo que le decían: tan absorto iba en sus pensamientos. Por fin, al entenderlo, miró en la dirección que le indicaban. Reconoció a Natasha y, cediendo a su primer impulso, corrió hacia la carroza. Pero se detuvo a los pocos pasos como, si de pronto, se acordara de algo.
El rostro de Natasha, asomado a la ventanilla, resplandecía con burlona ternura.
—¡Venga, Piotr Kirílovich! ¡Lo hemos reconocido! ¡Es asombroso!— exclamó la joven, tendiéndole la mano. —¿Cómo está usted aquí? ¿Por qué va así vestido?
Pierre tomó la mano que Natasha le tendió y, siguiendo junto al coche, que no podía detenerse, la besó a destiempo.
—¿Qué le pasa, conde?— preguntó la condesa Rostova, con asombro y conmiseración.
—¿Qué? ¿Por qué? No me lo pregunte— dijo Pierre y se volvió a Natasha, cuya mirada radiante y alegre (se daba instintivamente cuenta de ello sin mirarla) lo envolvía cada vez más con su encanto.
—¿Se queda usted en Moscú?
Pierre calló un momento.
—¿En Moscú?— preguntó. —Sí, en Moscú. Adiós.
—¡Oh! Querría ser hombre. Me quedaría sin falta con usted. ¡Cómo me gustaría!— exclamó Natasha. —Mamá, permita que me quede.
Pierre miró distraídamente a Natasha y fue a decir algo. Pero la condesa se le adelantó.
—Hemos sabido que estuvo usted en la batalla.
—Sí— respondió Pierre. —Mañana habrá otra…
Mas Natasha lo interrumpió:
—Diga, ¿qué le pasa? Parece usted otro.
—No me lo pregunte, no me lo pregunte. Ni yo mismo lo sé. Mañana… Pero no. Adiós, adiós… ¡Son tiempos terribles!
Se separó de la carroza y volvió a la acera. Natasha permaneció largo rato asomada a la ventanilla, mirándolo con una sonrisa alegre y cariñosa, un poco burlona.