XVII

En junio tuvo lugar la batalla de Friedland, en la cual no tomó parte el regimiento de Pavlograd. El armisticio siguió a ese hecho de armas. Rostov, a quien resultaba muy penosa la ausencia de Denísov, del que no tenía noticias desde su marcha, inquieto, además, por el estado del asunto y su herida, aprovechó la situación para solicitar un permiso, ir al hospital y visitar a su amigo.

El hospital estaba en una pequeña aldea prusiana dos veces saqueada por tropas rusas y francesas. Era verano y el campo estaba esplendoroso; por ello, precisamente, el aspecto de la aldea con las techumbres y empalizadas destruidas, calles emporcadas y habitantes harapientos, mezclados con soldados borrachos y heridos, era especialmente sombrío.

En el patio de una casa de piedra, sembrado de restos de la valla derribada, de marcos de ventana arrancados y cristales rotos, estaba el hospital. Algunos soldados vendados, pálidos y tumefactos, vagaban por el patio o, sentados, tomaban el sol.

Cuando Rostov cruzó el umbral de la casa quedó envuelto por el olor a cuerpos purulentos y a hospital. En la escalera encontró un médico militar ruso, con el cigarro en la boca. Lo seguía un enfermero también ruso.

—No puedo multiplicarme— decía el doctor. —Ven esta tarde a casa de Makar Alexéievich, allí estaré.

El enfermero debió de preguntarle todavía algo.

—¡Haz lo que te parezca! ¿No es lo mismo?

El médico reparó en Rostov, que subía por la escalera.

—¿Qué busca usted, Excelencia?— le preguntó. —¿A qué viene? ¿Lo han perdonado las balas y quiere pescar el tifus? Ésta, padrecito, es la casa de los apestados.

—¿Cómo dice?— preguntó Rostov.

—El tifus, amigo mío; quien entra aquí es hombre muerto. Sólo nosotros dos, Makéiev y yo— dijo, señalando al enfermero, —aguantamos esto. Cinco de mis colegas han muerto ya. Cuando llega uno nuevo, en una semana está despachado— añadió el doctor con evidente placer. —Hemos pedido médicos prusianos, pero a nuestros aliados no les gusta esto.

Rostov explicó que deseaba ver al comandante de húsares Denísov, que estaba allí.

—No lo sé, amigo, no lo sé. Tenga en cuenta que yo solo he de atender tres hospitales con cuatrocientos enfermos y pico. Menos mal que las damas prusianas de la caridad nos envían dos libras de café e hilas al mes; sin eso, estaríamos perdidos— y se echó a reír. —¡Cuatrocientos, amigo mío! Y no hacen otra cosa que llegar más… Son cuatrocientos, ¿no?— se volvió al enfermero, quien parecía rendido e impaciente de que se fuera aquel médico parlanchín.

—El comandante Denísov— repitió Rostov. —Fue herido en Moliten.

—Creo que murió. ¿No es verdad, Makéiev?— preguntó el médico con indiferencia.

Pero el enfermero no confirmó sus palabras.

—¿Cómo es? ¿Largo y pelirrojo?

Rostov describió el aspecto de su amigo.

—¡Había uno así! ¡Había uno así!— repitió alegremente el médico. —Probablemente ha muerto. Pero me informaré… Tenía las listas… ¿Las tienes tú, Makéiev?

—Las tiene Makar Alexéievich— dijo el enfermero. —Pero puede ir a la sala de oficiales— se volvió a Rostov —y usted mismo lo comprobará.

—¡Eh, querido! Es mejor que no entre— dijo el doctor. —No vaya a ser que se quede.

Pero Rostov se despidió del médico y rogó al enfermero que lo acompañara.

—¡Luego no me eche a mí la culpa!— gritó el médico desde abajo de la escalera.

Rostov entró con el enfermero. Había en aquel pasillo oscuro un olor tan fuerte a hospital que Rostov tuvo que taparse la nariz y detenerse un poco para cobrar fuerzas antes de seguir adelante. Se abrió una puerta a la derecha y apareció un hombre delgado y amarillento, en paños menores, descalzo y con muletas. Recostado en el marco de la puerta, los miró pasar con ojos brillantes y envidiosos. Rostov echó una ojeada al interior de la habitación y vio que los heridos y enfermos estaban en el suelo, sobre pajas y capotes.

—¿Puedo entrar para ver?— preguntó.

—No hay nada que ver— dijo el enfermero.

Pero precisamente porque el enfermero no parecía dispuesto a dejarlo pasar, Rostov entró en la estancia destinada a los soldados. El olor, al que se había acostumbrado en el pasillo, era más fuerte, más intenso, más concentrado, y resultaba evidente que procedía de allí.

En una habitación alargada, vivamente iluminada por dos ventanales que daban paso a la luz del sol, heridos y enfermos estaban tendidos en dos hileras, dejando un paso en medio y con la cabeza en el lado de la pared. La mayoría debían de estar inconscientes y no prestaron atención a quienes entraban. Los otros se incorporaron y alzaron los rostros flacos y amarillos, con idéntica expresión de esperanza en una ayuda cualquiera, de reproche y envidia al ver la salud ajena, fijos en Rostov los ojos. Cuando Rostov llegó a la mitad de la habitación echó una ojeada a las puertas entreabiertas de otras dos habitaciones vecinas y en ambas vio lo mismo. Se detuvo y contempló silencioso todo en derredor. No esperaba ver algo así. Delante de él, casi atravesado en el pasillo central, un enfermo estaba tendido en el suelo desnudo. Debía de ser un cosaco, a juzgar por el corte de sus cabellos; estaba de espaldas, extendidos los enormes brazos y piernas. Tenía el rostro congestionado, los ojos en blanco y las venas de las manos y las piernas, todavía rojas, tensas como cuerdas. Golpeaba el suelo con la nuca y decía y repetía con voz ronca una misma palabra. Rostov prestó atención y comprendió lo que decía. La palabra era: “beber… beber…”. Rostov miró en derredor; buscando la persona que pudiera llevar al enfermo a su sitio y darle agua.

—¿Quién cuida a estos enfermos?— preguntó al enfermero.

Y en aquel instante un soldado de sanidad salió de la habitación vecina y, clavando sus ojos en Rostov, se cuadró solícito delante de él.

—¡A sus órdenes!— gritó, confundiendo seguramente a Rostov con algún jefe de hospitales.

—Llévalo a su sitio y dale de beber— dijo Rostov, señalando al cosaco.

—¡A sus órdenes, Excelencia!— dijo el soldado, irguiéndose más aún y mirándolo más fijamente todavía, pero sin moverse del sitio.

“No, aquí es imposible hacer algo”, pensó Rostov, bajando los ojos. Iba a salir de la habitación cuando a su derecha sintió que alguien lo miraba con insistencia. Se volvió hacia allí. Casi en el rincón, sentado sobre un capote, con el rostro cadavérico y severo y la barba gris sin afeitar, un viejo soldado lo miraba fijamente; junto a él otro soldado le susurraba unas palabras, señalando a Rostov, quien comprendió que el soldado viejo deseaba pedirle algo. Al acercarse vio que le faltaba una pierna, cortada por encima de la rodilla. El otro vecino del viejo, un soldado joven de una palidez cerúlea extendida por todo el rostro, cubierto todavía de pecas, yacía inmóvil, bastante apartado del viejo, echada hacia atrás la cabeza, ocultos los ojos por los párpados. Rostov contempló al soldado de nariz achatada y un estremecimiento le corrió por toda la espalda.

—Diría que ese hombre…— dijo al enfermero.

—¡Cuántas veces hemos pedido que se lo lleven, Excelencia!— explicó el soldado viejo, temblándole la mandíbula. —Está muerto desde esta mañana. También somos hombres, Excelencia… ¡Hombres y no perros!…

—Ahora daré órdenes; se lo llevarán en seguida— dijo el enfermero apresurándose. —Si le parece, Excelencia…

—Vamos, vamos— dijo Rostov presuroso; y con los ojos bajos, tratando de pasar inadvertido entre aquellas miradas llenas de reproche y envidia fijas en él, salió de la habitación.

Guerra y paz
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