III
El ejército ruso, después de su retirada de Borodinó, se detuvo en Fili.
Cuando Ermólov, enviado por Kutúzov para inspeccionar las posiciones, dijo al Serenísimo que cerca de Moscú no podía presentarse batalla y que era necesario seguir retrocediendo, Kutúzov lo miró asombrado y le hizo repetir sus palabras.
—Dame la mano— le dijo, volviéndola para tomarle el pulso. —Tú no estás bien, querido. Piensa lo que dices.
En el monte Poklónnaia, a seis kilómetros de la puerta de Dorogomílov, Kutúzov se apeó de su coche y tomó asiento en un banco, al borde del camino. A su alrededor se juntó un nutrido grupo de generales a los que se unió el conde Rastopchin, que acababa de llegar de Moscú. Todos aquellos destacados personajes, divididos en grupos, conversaban sobre las ventajas y desventajas de la posición, sobre el estado de las tropas, los planes propuestos, la situación de Moscú y, en general, de los problemas militares. Todos se daban cuenta, aunque nadie lo manifestara, que se trataba de un consejo de guerra. Las conversaciones giraban en torno a cuestiones militares. Si alguno comentaba novedades personales, lo hacía a media voz y en seguida volvía al tema militar. No había ni bromas, ni sonrisas: se esforzaban, evidentemente, por mantenerse a la altura de la situación. Cada grupo trataba de acercarse al general en jefe (cuyo banco formaba el centro de la reunión) y hablaban de manera que él pudiera oírlos. Kutúzov prestaba atención a todos; a veces hacía preguntas sobre lo que se comentaba en derredor, pero no se mezclaba en las conversaciones ni expresaba opinión alguna personal. Frecuentemente, después de escuchar lo que se decía en un grupo, se volvía decepcionado como si no fuera eso lo que él deseaba oír. Unos hablaban de la posición elegida y criticaban, más que la posición misma, la capacidad mental de quienes la habían escogido. Otros afirmaban que el error venía de atrás y que habría sido mejor aceptar la batalla dos días antes. En otro grupo se comentaba la batalla de Salamanca, sobre la cual había informado Cressart, un francés vestido con uniforme español, que acababa de llegar. (El francés, con un príncipe alemán que servía en el ejército ruso, comentaba el sitio de Zaragoza y la posibilidad de que Moscú se defendiera de la misma forma.) Más allá, el conde Rastopchin decía estar dispuesto a morir bajo los muros de Moscú con la milicia moscovita, pero no podía dejar de lamentar el desconocimiento de la situación en que se lo había tenido, añadiendo que, si lo hubieran puesto al corriente, las cosas habrían ocurrido de manera muy distinta… Otros, dando muestras de sus profundos conocimientos estratégicos, discutían sobre la dirección que deberían tomar las tropas. Algunos decían cosas absolutamente faltas de sentido.
El rostro de Kutúzov parecía cada vez más preocupado y triste. De todas esas conversaciones sacaba la conclusión de que no existía, en el sentido más amplio de la palabra, posibilidad física alguna de proteger Moscú; es decir, que si hubiera un general en jefe tan loco que ordenara dar la batalla, se produciría tal confusión que el combate no tendría lugar. Y no lo tendría porque los más altos jefes no sólo hallaban imposible la posición ocupada, sino porque en sus conversaciones se interesaban únicamente de lo que sucedería después del inevitable abandono de la posición. ¿Cómo podían conducir su ejército aquellos generales a un campo de batalla que juzgaban imposible?
Los oficiales, y hasta los soldados (que también razonan), encontraban igualmente imposible la posición; no podían, pues, ir al combate con la seguridad de una derrota. Que Bennigsen insistiese en la defensa de esa posición y los demás en criticarla ya no importaba; no era más que un pretexto para la discusión y la intriga. Así lo entendía Kutúzov.
Bennigsen, que había escogido aquella posición y mostraba con ardor su patriotismo ruso (cosa que Kutúzov no podía oír sin fruncir el ceño), insistía en la defensa de Moscú. Kutúzov veía con meridiana claridad el verdadero objetivo de Bennigsen: en caso de fracasar, echaría la responsabilidad de la derrota sobre Kutúzov, que había llevado el ejército hasta Vorobiovy Gori sin combatir; en caso de éxito podría atribuírselo a su persona; y si su plan no se aceptaba, quedaba libre de responsabilidades por haber abandonado Moscú sin lucha. Pero en aquel momento no importaban al anciano las intrigas. Una sola y terrible cuestión lo preocupaba, pero nadie respondió a ella. Y para él esa cuestión consistía tan sólo en lo siguiente: “¿Es posible que haya sido yo quien ha permitido que Napoleón llegue a Moscú? ¿Cuándo lo hice? ¿Fue ayer cuando di a Plátov la orden de retroceder, o anteanoche cuando me quedé amodorrado y encargué a Bennigsen que diera las órdenes necesarias? ¿O ha sucedido antes?… ¿Pero cuándo, cuándo se decidió cosa tan horrible? Moscú debe ser abandonada, el ejército tiene que retroceder: hay que dar esa orden”. Y darla le parecía lo mismo que renunciar al mando supremo del ejército. No sólo amaba el poder, sino que se había acostumbrado a él (los honores tributados al príncipe Prozorovski, de quien había sido agregado en Turquía, lo irritaban). Estaba además convencido de ser la persona destinada a salvar Rusia y, sólo por ello, contra la voluntad del Zar pero con el beneplácito del pueblo, fue elegido general en jefe. Creía que tan sólo él podía, en aquellas circunstancias difíciles, ser el general en jefe y que ningún otro en todo el mundo estaba en condiciones de enfrentarse, sin sentir miedo, a su adversario: el invencible Napoleón; y lo horrorizaba la idea de la orden que debía dar. Pero había que tomar una decisión. Se debía terminar con las conversaciones demasiado libres que cundían en derredor.
Mandó llamar a los generales superiores en rango.
—Ma tête, fût-elle bonne ou mauvaise, n’a qu’à s’aider d’elle même[449]— dijo levantándose del banco.
Y salió para Fili, donde se encontraban sus coches.