VIII
Hacia el final de la batalla de Borodinó, abandonando por segunda vez la batería de Raievski, Pierre se dirigió con grupos de soldados, andando por un barranco, a Kniazkovo, donde estaba el puesto de socorro. Pero al ver tanta sangre y escuchar los gritos y lamentos de los heridos se apresuró a seguir adelante, mezclado con los soldados.
Lo único que en aquellos momentos deseaba con toda su alma era alejarse lo antes posible de la espantosa impresión de aquel día; volver a sus condiciones de vida habituales, dormirse tranquilamente en su habitación y en su lecho. Estaba convencido de que si volvía a sus condiciones de vida habituales podría comprender cuanto había visto y experimentado. Pero esas condiciones habituales no existían en ninguna parte.
En el camino por el que ahora iba ya no silbaban las balas y granadas, pero todo lo demás era igual que en el campo de batalla: los mismos rostros dolorosos, atormentados, o a veces con una expresión de extraña indiferencia; la misma sangre, los mismos capotes de soldados y disparos de fusil que, pese a ser lejanos, seguían provocando horror. A todo ello se unía el calor y el polvo, que eran sofocantes.
Después de avanzar tres kilómetros por el camino de Mozhaisk, Pierre se sentó en un borde del camino.
El crepúsculo caía sobre la tierra y el tronar de los cañones había cesado. Pierre, apoyándose en el brazo, se tendió y permaneció largo rato en esa postura, contemplando las sombras de los que pasaban delante de él en la oscuridad. A cada instante se imaginaba que se le venía encima una granada con aquel espantoso silbido. Entonces se estremecía y se incorporaba. No se dio cuenta del tiempo que llevaba allí. Hacia medianoche tres soldados que habían arrastrado unas ramas secas se colocaron cerca de él y encendieron una hoguera, mirándolo con desconfianza.
Sobre el fuego pusieron una olla con trozos de pan seco y tocino. El grato olor de una comida grasienta se fundía con el olor a humo. Pierre se incorporó y suspiró. Los soldados comían sin prestar atención a Pierre y conversaban animadamente. De pronto uno le preguntó:
—¡Eh, tú! ¿Quién eres?
Con esa pregunta quería indudablemente expresar lo que se imaginó Pierre, es decir: si quieres comer, puedes acercarte; te basta con decirnos que eres hombre honrado.
—¿Yo?… ¿Yo?— dijo Pierre, que comprendía la necesidad de rebajar en lo más posible su posición social para acercarse a los soldados y ser comprendido mejor por ellos. —A decir verdad, soy un oficial de las milicias, pero mi destacamento no está aquí. Vengo de la batalla y he perdido a los míos.
—¡Vaya!— dijo un soldado.
Otro movió la cabeza.
—¡Bueno!— habló el primero de ellos. —Puedes comer, si quieres, nuestra bazofia.
Y pasó a Pierre una cuchara de madera después de haberla lamido bien.
Pierre se sentó junto al fuego y comenzó a comer de lo que había en la olla. Le pareció no haber probado nunca manjar tan exquisito. Mientras se inclinaba ávidamente sobre la marmita para sacar grandes cucharadas, que devoraba incansable, su rostro se iluminó con el fuego y los soldados lo examinaron en silencio.
—¿Y adonde vas ahora?— preguntó uno.
—A Mozhaisk.
—¿Eres entonces un señor?
—Sí.
—¿Y cómo te llamas?
—Piotr Kirílovich.
—Bien, Piotr Kirílovich, vamos; te llevaremos.
En medio de la profunda oscuridad, Pierre y los soldados se dirigieron a Mozhaisk.
Cantaban ya los gallos cuando llegaron a la población y comenzaron a subir la abrupta cuesta. Pierre iba con los soldados olvidando completamente que su posada estaba en el comienzo de la cuesta y la habían pasado ya. No se habría fijado en ello (tan distraído estaba) si a la mitad del camino no se hubieran encontrado con su caballerizo, que subió a buscarlo a la ciudad y ahora volvía a la posada.
El caballerizo reconoció a Pierre por su sombrero blanco, que se destacaba en la oscuridad.
—¡Excelencia!— dijo. —Estábamos ya desesperados. ¿Por qué viene a pie? ¿Adónde va? Por favor, venga.
—¡Ah, sí!— dijo Pierre.
Los soldados se detuvieron.
—¡Vaya!… ¿Has encontrado por fin a los tuyos?— preguntó uno.
—Ea, adiós, Piotr Kirílovich, ¿no es así?
—Adiós, Piotr Kirílovich— repitieron los demás.
—Adiós— dijo Pierre.
Y en compañía del caballerizo se dirigió a la posada.
“Convendría darles algo —pensó Pierre llevándose la mano al bolsillo—. No, no debes hacerlo”, le respondió una voz interior.
Todas las habitaciones de la posada estaban ocupadas. Pierre pasó al patio y se refugió en su coche, tapándose todo entero, hasta la cabeza, con un capote.