XV

A la vuelta de su permiso, Rostov sintió y supo por primera vez cuán fuertes eran los lazos que lo unían a Denísov y a todo el regimiento.

Cuando Rostov se acercaba a su unidad sentía casi lo mismo que cuando se acercaba a su casa de la calle Povárskaia. Al ver al primer húsar de su regimiento con la guerrera desabrochada y reconocer al pelirrojo Deméntiev, y al ver los caballos alazanes, cuando Lavrushka gritó gozosamente a su amo: “¡Ha llegado el conde!” y Denísov, que estaba durmiendo, salió del refugio de barro desgreñado y lo abrazó, y los otros oficiales lo rodearon alegremente, sintió lo mismo que cuando su madre, su padre y hermanas lo abrazaban, y no pudo contener las lágrimas de alegría que lo ahogaban y le impedían hablar. El regimiento era un hogar, un hogar tan querido y grato como el de sus padres.

Después de presentarse al jefe del regimiento y ser destinado a su antiguo escuadrón, una vez arreglados los asuntos del servicio y del forraje, cuando entró de lleno en los pequeños intereses del regimiento y se sintió privado de la libertad y recluido en un marco estrecho e inmutable, Rostov experimentó esa misma tranquilidad, esa misma convicción de estar en su casa y en su sitio que sintiera bajo el techo paterno. No había aquí aquel desorden del mundo libre, donde no se encontraba en su elemento y se equivocaba cuando tenía que elegir. No estaba Sonia, con la cual había que decidirse a tener o no una explicación. No era posible ir a algún sitio o dejar de ir; no existían esas veinticuatro horas del día, que de tantas maneras distintas se podían emplear; ni pululaba aquella muchedumbre de seres, de los cuales ninguno le era más afín y ninguno más lejano; no había aquellas imprecisas y confusas relaciones económicas con su padre; ¡no había nada que le recordase aquella terrible deuda de juego a Dólojov! En el regimiento todo era simple y claro. El mundo entero estaba dividido en dos partes desiguales: una, nuestro regimiento de Pavlograd; la otra, todo lo demás. Y de esto último no le importaba nada. En el regimiento se sabía todo. Quién era el teniente, quién el capitán, quién bueno o malo; y sobre todo, quién era buen compañero y quién no. El cantinero da a crédito, la paga llega cada trimestre; nada hay que inventar ni escoger; se debe evitar solamente todo cuanto se considera malo en el regimiento de Pavlograd; si te mandan algo, haz lo que le han mandado y dicho con palabras claras, precisas y concretas; así todo irá bien.

Cuando Rostov volvió a encontrarse en esas condiciones tan definidas de la vida militar experimentó una satisfacción y un placer semejantes a los de un hombre fatigado que halla el descanso. La vida del regimiento le era tanto más grata durante esta campaña después de lo ocurrido con Dólojov (que a pesar de todo lo que lo consolaban los suyos no se podía perdonar) que estaba decidido a servir no como antes, sino de manera que se olvidara su falta y lograra ser un compañero y oficial ejemplar, es decir, un hombre excelente, tan difícil en el mundo y tan realizable en el regimiento.

Después de aquella pérdida en el juego, Rostov había decidido devolver en cinco años la deuda a sus padres. Le enviaban diez mil rublos al año y sólo gastaría dos mil, dejando el resto para saldarla.

El ejército ruso, después de muchas retiradas y avances tras las batallas de Pultusk y Preussich-Eylau, se concentraba cerca de Bartenstein. Se esperaba allí la llegada del Emperador y el comienzo de las operaciones.

El regimiento de Pavlograd, como integrante del ejército que había intervenido en las acciones de 1805, había vuelto a Rusia para cubrir las bajas y no participó en la primera parte de la campaña. No había asistido a las batallas de Pultusk y Preussich-Eylau; luego, al incorporarse al ejército de operaciones, fue agregado al destacamento de Plátov.

Este destacamento actuaba con independencia del ejército. En varias ocasiones había participado en escaramuzas con el enemigo, hecho prisioneros y una vez hasta se apoderó de un convoy del mariscal Oudinot. En el mes de abril el regimiento pasó varias semanas inactivo junto a una aldea alemana desierta y completamente saqueada.

Era la época del deshielo, había barro por doquier, se desbordaban los ríos y todos los caminos resultaban impracticables. Pasaban días sin que llegase forraje para los animales y víveres para las personas. Y como el aprovisionamiento era imposible, los soldados se dispersaban por los pueblos vacíos de los contornos en busca de patatas, pero no encontraban mucho. No había nada que comer y los habitantes habían huido; los que se quedaron se hallaban en peor situación que los mendigos; no había nada que robarles, y hasta los soldados, poco inclinados a la piedad, en vez de aprovecharse de ellos les daban de lo suyo.

El regimiento de Pavlograd no había tenido en las escaramuzas más que dos heridos; pero el hambre y las enfermedades lo habían reducido a la mitad de sus efectivos. La muerte era tan segura en los hospitales que los soldados, enfermos de fiebre y edemas debidos a los malos alimentos, preferían, aun arrastrándose fatigosamente, permanecer en activo antes que ser llevados al hospital. Al principio de la primavera los soldados descubrieron una planta que se parecía al espárrago, que llamaron, no se sabe por qué, “raíz dulce de María”. Se diseminaban por los campos y las praderas para buscar esa raíz dulce de María (aunque era muy amarga), la desenterraban con los sables y la devoraban a pesar de la prohibición de comer aquella planta nociva. Con la primavera apareció una nueva enfermedad: hinchazón de brazos, piernas y cara, y los médicos la atribuyeron a esa planta. A pesar de todo, los soldados del escuadrón de Denísov seguían comiéndola, porque desde hacía dos semanas se racionaba el pan seco a media libra por persona y las patatas de la última expedición estaban heladas y podridas.

Los caballos llevaban otras dos semanas alimentándose de la paja de las techumbres y habían quedado espantosamente flacos, cubiertos, además, los cuerpos de jirones de pelo invernal enmarañado.

A pesar de toda esta miseria, soldados y oficiales hacían la vida de siempre; con los rostros hinchados y pálidos y los uniformes harapientos, los húsares formaban en filas, limpiaban sus armas y cabalgaduras, arrastraban en vez de heno la paja para los caballos y comían en torno a los calderos, de donde siempre volvían hambrientos, bromeando sobre la mala calidad del rancho y su propia hambruna. Y como siempre, en el tiempo franco de servicio, los soldados encendían hogueras, se calentaban desnudos junto al fuego, fumaban, asaban las patatas heladas y contaban o escuchaban los relatos de las campañas de Potiomkin o de Suvórov o los cuentos maravillosos del pícaro Aliosha o de Mikolka, el criado del pope.

Los oficiales, como de costumbre, vivían de dos en dos y de tres en tres en casas sin techumbre y medio derruidas. Los oficiales superiores se ocupaban de conseguir paja y patatas y, en general, del aprovisionamiento de sus hombres; los inferiores, como siempre, jugaban a las cartas (no había alimentos, pero sobraba el dinero) o a juegos inocentes como la petanca y otros. Se hablaba poco sobre la marcha general de la guerra, en parte porque nada positivo se sabía, en parte porque se sospechaba vagamente que no marchaba bien.

Rostov vivía, como antes, con Denísov; su amistad, después del permiso, se había hecho más estrecha. Denísov no hablaba nunca de su familia, pero el tierno afecto que manifestaba hacia su oficial demostraba a Rostov que el amor infeliz del curtido húsar por Natasha participaba en el incremento de su amistad. Denísov procuraba mantener a Rostov alejado del peligro; lo cuidaba y después de cada acción salía a su encuentro con especial alegría al verlo sano y salvo. En una expedición, Rostov encontró en cierta aldea saqueada y abandonada, donde había ido en busca de víveres, a un viejo polaco con su hija y un niño de pecho. Estaban desnudos, hambrientos y sin medios para marcharse de allí. Rostov los llevó al pueblo en que residía y los alojó con él varias semanas, hasta que el viejo se hubo restablecido. Un compañero de Rostov, hablando de mujeres, comenzó a bromear, diciendo que era más listo que ninguno y que no haría mal en presentarles a la bella polaca salvada por él. Rostov tomó la broma como una ofensa y, enfurecido, dijo al oficial cosas tan duras que Denísov hubo de hacer verdaderos esfuerzos para evitar el duelo. Cuando el oficial se retiró, Denísov, que tampoco sabía la naturaleza de las relaciones de Rostov con la polaca, le reprochó su irascibilidad.

—¿Qué quieres?…— le respondió. —Es como una hermana, no puedes imaginar lo que me ha ofendido, porque… porque…

Denísov le dio un manotazo en la espalda y comenzó a caminar a grandes pasos sin mirar a su compañero, como hacía en los instantes de emoción.

—¡Qué familia de locos sois los Rostov!— dijo.

Y Nikolái advirtió lágrimas en los ojos de Denísov.

Guerra y paz
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