XVII

El príncipe Andréi, a caballo, se quedó en la batería, contemplando el humo del cañón que había disparado el proyectil. Sus ojos recorrieron el vasto horizonte. Vio que las tropas francesas, inmóviles hasta entonces, se movían ahora y que, a la izquierda, había, en efecto, una batería. El humo del disparo no se había disipado aún. Dos jinetes franceses, posiblemente dos ayudantes de campo, galopaban por la montaña. Al pie de ella, seguramente para reforzar las avanzadas, marchaba una pequeña columna enemiga claramente visible. Aún no había desaparecido el humo del primer disparo cuando ya se veía otro humo y se oía el segundo cañonazo. Comenzaba la batalla. El príncipe Andréi volvió grupas y se lanzó al galope por el camino de Grunt en busca del príncipe Bagration. A sus espaldas no dejaban de oírse los cañonazos, cada vez más fuertes y frecuentes. La batería rusa empezaba a contestar. Abajo, hacia la parte por donde cruzaron los parlamentarios, se oía fuego de fusiles.

Lemarrois acababa de entregar a Murat la amenazante carta de Bonaparte, y Murat, avergonzado y deseoso de reparar su error, avanzó de inmediato sus tropas desde el centro para rebasar los dos flancos, con la esperanza de aplastar, antes del anochecer y de que llegara al Emperador, el insignificante destacamento que tenía delante.

“¡Ha comenzado! ¡Ya estamos combatiendo!”, pensó el príncipe Andréi, sintiendo que la sangre afluía con fuerza a su corazón. “¿Pero dónde? ¿Dónde estará mi Toulon?”

Al pasar ante las compañías en las que un cuarto de hora antes había visto a los soldados comiendo su rancho y bebiendo vodka, vio por todas partes los mismos rápidos movimientos, los soldados formaban filas y cogían sus fusiles; en todos los rostros brillaba la misma excitación que sentía su corazón. “¡Ha comenzado! ¡Estamos combatiendo! ¡Es terrible y alegre a la vez!”, parecía decir el rostro de cada soldado y de cada oficial.

Antes de llegar al parapeto en construcción vio, a la luz de aquel brumoso día otoñal, a varios jinetes que se le acercaban. El primero de ellos, con capa de fieltro caucasiano y gorro de astracán, montado en caballo blanco, era el príncipe Bagration. Bolkonski se detuvo y esperó. El príncipe Bagration detuvo también el caballo y, reconociendo a Bolkonski, lo saludó con un movimiento de cabeza. Continuó con los ojos fijos delante de sí mientras el príncipe Andréi le daba cuenta de todo lo que había observado.

La expresión de “ha comenzado, ya estamos combatiendo” se dibujaba también en el rostro bronceado del príncipe Bagration; tenía los ojos semicerrados y turbios, como si no hubiera dormido bien. El príncipe Andréi miró aquel rostro inmóvil con curiosidad inquieta; habría querido saber si aquel hombre sentía y pensaba lo mismo que él en aquel momento. “¿Hay algo detrás de ese semblante inmóvil?”, se preguntó. El príncipe Bagration inclinó la cabeza en señal de asentimiento a lo que explicaba el príncipe Andréi y dijo: “Está bien”, como dando a entender que cuanto le contaba y todo lo que estaba sucediendo era precisamente lo que él había previsto. El príncipe Andréi, jadeante a causa de la veloz galopada, hablaba rápidamente. Bagration, con su acento georgiano, lo hacía con extrema lentitud, tratando de manifestar, tal vez, que no había motivos para precipitarse. Puso, sin embargo, su caballo al trote hacia la batería de Tushin. El príncipe Andréi lo siguió con los oficiales del séquito: el ayudante personal del príncipe, Zherkov, ordenanza, el oficial de servicio del Estado Mayor, que montaba un magnífico potro inglés, y un funcionario civil, un auditor, que, movido por la curiosidad, había pedido permiso para asistir a la batalla. El auditor, un señor grueso, de rostro también grueso, sonrisa alegre e ingenua, miraba alrededor, bamboleándose sobre su caballo, con su abrigo de camelote. Montado sobre una silla militar, resultaba extraño entre los uniformes de los húsares, cosacos y ayudantes de campo.

—Ya ve, desea ver una batalla— dijo Zherkov a Bolkonski, indicándole al auditor, —y ya le duele la boca del estómago.

—Ea, basta de bromas— sonrió resplandeciente el auditor, ingenuo y malicioso a la vez, como si se sintiera lisonjeado por ser objeto de las bromas de Zherkov o se esforzase en parecer más estúpido de lo que en realidad era.

—Très drôle, mon monsieur prince[188]— dijo en francés el oficial de servicio del Estado Mayor. (Recordaba que el título de príncipe se decía en francés de una manera especial, pero no atinaba con la fórmula.)

Cuando se acercaban a la batería de Tushin, delante de ellos cayó un proyectil.

—¿Qué ha caído ahí?— preguntó el auditor sonriendo cándidamente.

—Son galletas francesas— respondió Zherkov.

—¡Ah! ¿Y con eso matan?— preguntó el auditor. —¡Qué miedo!

Parecía radiante de júbilo. Apenas había pronunciado estas palabras cuando por segunda vez se oyó un horrible e inesperado silbido como si el proyectil cayera en algo líquido y el cosaco que iba a la derecha, un poco detrás del auditor, se desplomó con su montura. Zherkov y el oficial de servicio, doblándose sobre sus sillas, desviaron los caballos. El auditor se detuvo junto al cosaco y lo miraba con atenta curiosidad. El cosaco estaba muerto, pero el caballo se agitaba aún.

El príncipe Bagration miró entornando los ojos y, viendo la causa de lo sucedido, volvió la cabeza con gesto de indiferencia, como diciendo: “No vale la pena ocuparse de esas pequeñeces”. Detuvo el caballo con pulso de buen jinete, se inclinó un poco y enderezó la espada, que se le había enganchado en la capa. Se trataba de una espada antigua, distinta de las que entonces se llevaban. Andréi recordó haber oído que Suvórov, en Italia, había regalado su espada a Bagration, y ese recuerdo, en aquel instante, le fue especialmente grato. Se acercaron a la batería desde la cual Bolkonski había examinado el campo de batalla.

—¿Quién manda esta compañía?— preguntó el príncipe Bagration a un suboficial que estaba junto a las cajas de munición.

Preguntaba “¿Quién manda esta compañía?”, pero en realidad lo que preguntaba era: “¿No tenéis miedo por aquí?”. Así lo entendió el suboficial.

—Es la compañía del capitán Tushin, Excelencia— dijo el artillero, un pelirrojo lleno de pecas.

—Bien, bien— respondió Bagration sumido en sus pensamientos; pasó a lo largo de los avantrenes y se acercó al cañón situado en el extremo.

En aquel momento ese cañón disparó, ensordeciendo a Bagration y a su séquito. Entre el humo pudo verse a los artilleros que lo empujaban con grandes esfuerzos para volverlo a su sitio. El servidor número uno, de anchas espaldas, que sostenía el escobillón, se colocó junto a la rueda con las piernas muy abiertas; el número dos, con manos temblorosas, metía la carga en la boca del cañón; y un hombre cargado de espaldas, el pequeño oficial Tushin, tropezando en el afuste de la pieza, avanzó sin ver al general y se quedó mirando, haciendo visera con su mano.

—Añade otras dos líneas y vendrá justo— gritó con su fina voz, tratando de darle una gallardía que no cuadraba con su persona. —¡Pieza número dos!— añadió. —¡Fuego, Medvédiev!

Bagration llamó. Tushin, quien, con movimiento tímido y torpe, saludó, no como saludan los militares sino como bendicen los sacerdotes, se acercó al general, llevándose tres dedos a la visera. Aunque los cañones estaban destinados a disparar sobre la vaguada, Tushin cubría de bombas incendiarias la aldea de Schoengraben, de donde salían los franceses en grandes grupos.

Nadie había ordenado a Tushin hacia dónde y con qué proyectiles debía tirar, pero él, después de consultarlo con el sargento mayor Zajárchenko, al que tenía en gran estima, decidió que sería conveniente incendiar la aldea. “Está bien”, dijo Bagration en respuesta al informe que le hiciera el oficial; y como calculando alguna cosa, se puso a examinar todo el campo de batalla que se presentaba delante. Los franceses se acercaban cada vez más por el ala derecha. Al pie del altozano se hallaba el regimiento de Kiev; en la vaguada se oían nutridas descargas de fusilería; y mucho más a la derecha, lejos de donde estaban los dragones, un oficial del séquito indicó al príncipe una columna francesa que rebasaba el flanco ruso. A la izquierda el horizonte estaba limitado por un bosque bastante próximo. El príncipe Bagration dio órdenes a dos batallones del centro para que fueran a reforzar el flanco derecho. El oficial del séquito se atrevió a objetar que al marcharse los dos batallones las baterías quedarían al descubierto. El príncipe Bagration se volvió y se lo quedó mirando en silencio con sus ojos inexpresivos. Al príncipe Andréi le parecía justa e indiscutible la observación del oficial. Pero en aquel instante llegó el ayudante del jefe del regimiento, apostado en la vaguada, con la noticia de que enormes masas de tropas francesas avanzaban por la parte baja y que el regimiento, en desorden, se replegaba hacia los granaderos de Kiev. El príncipe Bagration inclino la cabeza en señal de aprobación y asentimiento. Se dirigió al paso hacia la derecha y envió a los dragones a un ayudante de campo con la orden de atacar a los franceses. Pero el ayudante de campo volvió media hora después con el anuncio de que el comandante del regimiento de dragones se había retirado más allá del barranco, porque el intenso cañoneo dirigido contra ellos le hacía perder muchos hombres inútilmente, por lo cual había ordenado a los tiradores que desmontaran y se internaran en el bosque.

—Está bien— dijo Bagration.

Mientras se alejaba de la batería, hacia la izquierda se oyeron también disparos en el bosque, y como la distancia hasta el flanco izquierdo era demasiado grande para llegar a tiempo, el príncipe Bagration envió a Zherkov con el encargo de decir al general que lo mandaba (el mismo que en Braunau presentó el regimiento a Kutúzov) que se retirara lo más pronto posible detrás del barranco, ya que el ala derecha no podría, probablemente, retener al enemigo durante mucho tiempo. Tushin y el batallón que cubría su batería quedaban olvidados. El príncipe Andréi escuchaba con atención las conversaciones del príncipe Bagration con los jefes y las órdenes que daba. Quedó muy sorprendido de que el príncipe no diese en realidad ninguna orden y de que solamente intentase hacer creer que todo cuanto sucedía por la fuerza de las circunstancias, por azar o por la iniciativa de los jefes subordinados a él no sucedía por orden suya, pero de acuerdo al menos con sus propias intenciones. Gracias al tacto que mostraba el príncipe Bagration, Bolkonski se dio cuenta de que, a pesar de la fatalidad de los hechos y de su independencia con respecto a la voluntad del jefe, su presencia lograba grandes resultados. Los oficiales superiores que se acercaban a Bagration con los rostros alterados volvían más serenos; soldados y oficiales lo saludaban con alegría; en su presencia cobraban ánimo y, al parecer, presumían ante él de su valentía.

Guerra y paz
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