XIX

Desde la llegada de su mujer a Moscú, Pierre se había propuesto marchar a cualquier parte con tal de no estar con ella. Poco después de la llegada de los Rostov, la impresión que le producía Natasha lo obligó a darse prisa para poner en práctica sus proyectos. Marchó a Tver, para visitar a la viuda de Osip Alexéievich, que desde hacía tiempo le había prometido entregar los papeles de su esposo.

Cuando Pierre regresó a Moscú le dieron una carta de Maria Dmítrievna en la cual lo invitaba a ir visitarla por cierto asunto muy importante relacionado con el príncipe Bolkonski y su prometida. Pierre evitaba a Natasha; le parecía sentir hacia ella una atracción más fuerte de lo que permitía su situación de casado y por ser ella la novia de su amigo. Pero el destino lo conducía siempre hacia ella.

“¿Qué ha podido ocurrir? ¿Por qué me necesitan? —pensaba mientras se vestía para visitar a María Dmítrievna—. ¡Ojalá venga pronto el príncipe Andréi y se case con ella!”, siguió diciéndose mientras se dirigía a casa de la señora Ajrosímova.

En el bulevar Tverskoi oyó una voz conocida que lo llamaba:

—¡Pierre! ¿Hace tiempo que has vuelto?

Levantó la cabeza y vio a Anatole Kuraguin con su eterno amigo Makarin, que pasaba en un trineo tirado por dos potros grises. Anatole iba erguido, en la clásica postura de los oficiales elegantes; el cuello de castor le envolvía la parte inferior del rostro. Inclinaba la cabeza a un lado, mostrando su cara sonrosada y fresca. Llevaba ladeado el sombrero de blanco penacho, bajo el que asomaban sus cabellos rizados engomados y cubiertos de nieve menuda.

“He aquí un verdadero sabio —pensó Pierre con cierta envidia—. No ve más allá del placer momentáneo; nada lo inquieta, y por eso siempre está alegre y tranquilo. ¡Qué no daría yo por ser como él!”

En la antesala de la señora Ajrosímova, el criado que lo ayudó a quitarse el abrigo le dijo que María Dmítrievna lo esperaba en su habitación.

Al abrir la puerta de la sala Pierre vio a Natasha, sentada junto a la ventana, muy pálida y ojerosa. La muchacha se volvió a él con gesto de mal humor y con continente de fría dignidad salió de la sala.

—¿Qué ha sucedido?— preguntó Pierre al entrar en la habitación de María Dmítrievna.

—Un bonito asunto. Tengo cincuenta y ocho años y no he visto nunca una vergüenza semejante— y después de exigir a Pierre su palabra de honor de que a nadie contaría lo que iba a escuchar, María Dmítrievna le explicó que Natasha había roto con el príncipe Bolkonski sin advertir a sus padres de ello, que la causa de la ruptura había sido Anatole Kuraguin, con quien la había puesto en relación la propia mujer de Pierre, y que Natasha había intentado huir en ausencia de su padre para casarse secretamente con Anatole.

Pierre, perplejo, con los hombros en alto y la boca abierta, escuchaba a María Dmítrievna sin creer lo que oía. Que la novia del príncipe Bolkonski, tan querida antes, aquella encantadora Natasha Rostova, dejara a su prometido por aquel imbécil de Anatole, ya casado además (Pierre conocía el secreto de su boda), y se enamorase hasta el punto de querer huir con él era algo que Pierre no podía entender ni imaginar.

La grata opinión de Natasha, a quien conocía desde niña, no concordaba en su mente con esa nueva Natasha infame, estúpida y cruel. Recordó a su propia mujer: “Todas son lo mismo”, se dijo, y pensó que no era el único a quien cabía la triste suerte de verse atado a una mala mujer. Compadecía, hasta sentir deseos de llorar, al príncipe Andréi, recordando su orgullo; y cuanto más se acordaba de su amigo, tanto mayor era el desprecio y la repugnancia que le inspiraba aquella Natasha que poco antes, con aire de fría dignidad, había salido de la sala sin hacerle caso. Ignoraba que el espíritu de Natasha rebosaba desesperación y humillante vergüenza y que no era culpable de que su rostro expresara aquella gravedad digna y severa.

—Pero ¿cómo se iban a casar?— respondió Pierre a las palabras de María Dmítrievna. —Él no puede, está ya casado.

—¡De mal a peor!— exclamó María Dmítrievna. —¡Vaya con el muchacho! Es un miserable. Y ella, espera que te espera desde hace dos días. Por lo menos dejará de esperar. Hay que decírselo.

Pierre la puso al corriente de los detalles del matrimonio de Anatole. María Dmítrievna, después de desahogar su cólera, explicó a Pierre la razón de haberlo hecho venir. Temía que el conde o Bolkonski —a quien se esperaba de un momento a otro— desafiasen a Kuraguin; por eso tenía intención de ocultar lo ocurrido y rogaba a Pierre que obligara a su cuñado a salir de Moscú y no aparecer más por la capital.

Pierre prometió hacer lo que se le pedía, comprendiendo ahora el peligro que corrían el viejo conde, Nikolái y el príncipe Andréi.

Después de exponer con frase clara y concisa sus razones, María Dmítrievna lo condujo a la sala.

—Ten cuidado, el conde lo ignora todo— le dijo. —Haz como si tú no supieses nada. Yo iré a decirle que no tiene por qué esperar más. Quédate a comer, si quieres.

Pierre halló en el salón al viejo conde, confuso y trastornado. Natasha acababa de decirle que había roto con Bolkonski.

—¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia, mon cher!— le dijo.

—Es una desdicha cuando estas chicas no están con la madre. Siento tanto haber venido. Con usted seré franco. ¿Sabe que ha roto con su prometido sin consultar a nadie? Es verdad, que nunca me ha entusiasmado mucho ese matrimonio. Él es un hombre excelente, pero casándose contra la voluntad de su padre no habrían sido felices y, en fin de cuentas, a Natasha no le faltarán novios. Pero ya llevaban mucho tiempo, y luego, ¿qué es eso de dar semejante paso sin decírselo a sus padres? Ahora está enferma, y Dios sabe qué tiene… Mal asunto, conde, eso de que las hijas estén sin su madre…

Pierre, viendo el disgusto de Iliá Andréievich, intentó desviar la conversación, pero él volvía siempre a lo mismo. Por fin entró Sonia en la sala; llegaba muy alterada, y dijo a Pierre:

—Natasha no se encuentra bien; está en su habitación y desea verlo. María Dmítrievna le ruega que vaya.

—Sí, usted es muy amigo de Bolkonski— dijo el conde —seguramente querrá darle algo para él. ¡Ah, Dios mío! ¡Ah, Dios mío! ¡Con lo bien que iba todo!

Y llevándose las manos a las sienes, cubiertas de escasos cabellos grises, salió de la sala.

María Dmítrievna había dicho a Natasha que Anatole Kuraguin estaba casado. Ella no quería creerlo y pedía que Pierre viniera a confirmárselo. Sonia se lo fue contando mientras lo conducía hasta la habitación de Natasha.

Pálida y con severa expresión, Natasha, sentada junto a María Dmítrievna, recibió a Pierre con mirada febril e interrogante. No le sonrió ni inclinó la cabeza, como acostumbraba; se limitó a mirarlo con fijeza y a preguntarle con los ojos si era amigo o enemigo, como todos los demás, en relación a Anatole. Estaba claro que, por sí mismo, Pierre no existía para ella.

—Él lo sabe todo— dijo María Dmítrievna, señalando a Pierre. —Que te diga si es verdad lo que te he contado.

Los ojos de Natasha, como los de un animal herido que mira a los perros y al cazador que se van acercando a ella, se dirigieron a Pierre y a María Dmítrievna.

—Natalia Ilínishna— comenzó Pierre, bajando los ojos con una sensación de piedad hacia ella y rechazo por lo que tenía que hacer, —verdad o no, debía serle indiferente, porque…

—Entonces, ¿no es verdad que esté casado?

—Sí, es verdad.

—¿Se casó hace tiempo?— preguntó. —¿Palabra de honor?

Pierre dio su palabra de honor.

—¿Está aún aquí?— preguntó Natasha rápidamente.

—Sí: acabo de verlo.

Era evidente que le faltaban las fuerzas para seguir hablando. Con una señal de la mano suplicó que la dejaran sola.

Guerra y paz
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