VI
Tras haber conversado un rato con el capitán de cosacos acerca del ataque del día siguiente —ya decidido después de haber visto de cerca al enemigo—, Denísov volvió sobre sus pasos.
—¡Bueno, amigo! Ahora vamos a secarnos— dijo a Petia.
Al llegar junto a la garita del bosque, Denísov se detuvo y miró atentamente en derredor.
Al fondo, entre los árboles, se acercaba a ligeras y grandes zancadas un hombre de largas piernas y brazos, vestido con una chaqueta corta, lapti y gorro de cosaco; llevaba el fusil en bandolera y un hacha a la cintura. Al ver a Denísov, el hombre tiró algo entre las matas, se quitó el gorro mojado y se acercó a su jefe.
Era Tijón.
Su rostro, rugoso y picado de viruela, de ojos pequeños y estrechos, brillaba de satisfacción y alegría. Levantó la cabeza y, como conteniendo la risa, miró fijamente a Denísov.
—Y bien, ¿dónde anduviste perdido?
—¿Dónde? Fui a buscar franceses— respondió resueltamente Tijón con voz de bajo, pero cantarina.
—¿Por qué te has metido entre ellos de día? ¡Animal! ¿Y por qué no has cogido a ninguno…?
—Lo que se dice coger, lo cogí…
—¿Dónde está?
—Pero lo cogí antes del alba— prosiguió Tijón, separando los pies calzados con lapti —y lo llevé al bosque. Vi que no servía y pensé buscar otro mejor.
—Menudo bergante— dijo Denísov al capitán. —¿Por qué no lo trajiste?
—¿Para qué iba a cargar con él?— lo interrumpió con vivacidad Tijón enfadado. —No servía para nada… ¿Acaso no sé yo lo que necesita?
—¡Qué bestia!… Bueno, ¿y qué?…
—Fui en busca de otro… Me arrastré así al bosque y me eché de este modo.
Y Tijón, de pronto, se echó ágilmente sobre el vientre, para mostrar cómo lo había hecho.
—Llegó uno… Lo agarré así— y dio un salto rápido y muy ágil. —“Vamos —le dije— a ver al coronel.” Se puso a vociferar: eran cuatro y se me echaron encima con sus espaditas. Entonces yo saqué el hacha, “a qué tanto gritar —dije—, Cristo sea con vosotros”— exclamó Tijón sin dejar de mover los brazos, con el ceño fruncido y erguido el pecho.
—¡Sí, sí! Ya hemos visto desde arriba cómo escapabas por los charcos— dijo el capitán, entornando sus ojos brillantes.
Petia sentía grandes deseos de reír, pero se contenía como hacían los demás. Sus ojos pasaban rápidamente del rostro de Tijón al del capitán y de éste a Denísov, sin acabar de entender lo que significaba todo aquel asunto.
—No te hagas el imbécil— dijo Denísov, carraspeando encolerizado. —¿Por qué no trajiste al primero?
Tijón se rascó la espalda con una mano y la cabeza con la otra, y de pronto su rostro se iluminó con una sonrisa bonachona y resplandeciente, que mostraba el vacío de un diente (por eso lo llamaban Mellado). Denísov sonrió, pero Petia estalló en una alegre carcajada repetida por el mismo Tijón.
—Ya le expliqué que no servía para nada— dijo Tijón. —Iba mal vestido… ¿Para qué iba a traerlo? Y, además, era un insolente. Va y me dice: “¡No iré! ¡Soy el hijo de un general!”
—¡Qué bruto!— lo interrumpió Denísov. —Necesitaba interrogarlo…
—¡Ya lo hice yo!— replicó Tijón. —Dijo que no sabía nada, que eran muchos, pero no valían para nada. Con un estornudo, dijo, los haréis a todos prisioneros— concluyó, mirando resuelta y alegremente a los ojos de su jefe.
—Ordenaré que te den un centenar de latigazos y así aprenderás a no hacer el tonto— dijo severamente Denísov.
—Pero ¿por qué se enfada? Estoy harto de ver sus franceses. Espere a que oscurezca y le traeré tres si quiere.
—¡Bien! ¡Vámonos!— dijo Denísov, y permaneció en silencio y ceñudo hasta llegar a la casa del guarda.
Tijón caminaba tras él y Petia oía cómo los cosacos se reían de él y con él, a propósito de unas botas que había tirado entre las matas.
Cuando hubo pasado la risa suscitada por las palabras y la sonrisa de Tijón, Petia comprendió que había matado a un hombre y se sintió violento. Miró al muchacho prisionero y algo oprimió su corazón. Pero aquello no duró más que un instante. Creyó necesario alzar la cabeza, animarse y preguntar al capitán, con aire importante, sobre el ataque del día siguiente, para no desmerecer de la compañía en que se hallaba.
Encontraron en el camino al oficial, a quien, por orden de Denísov, habían ido a buscar. El oficial lo informó de que Dólojov no tardaría en llegar y que por su parte todo iba bien.
Denísov se alegró sobremanera, llamó a Petia y le dijo:
—Ea, ahora háblame de ti.