XII

Los bailes de Joguel tenían fama de ser los mejores de Moscú. Así lo aseguraban las madres que se sentaban a contemplar los pasos que sus adolescentes acababan de aprender. Lo decían los mismos adolescents, que bailaban hasta no poder más, igual que los jóvenes algo mayores que se acercaban allí con cierto aire de condescendencia y acababan por divertirse más que en ningún otro sitio. Aquel año, en los bailes de Joguel se habían arreglado dos matrimonios: las dos bellas princesas Gorchakov habían conocido allí a sus novios, lo que realzó aún más el prestigio de aquellas fiestas. Tenían éstas un rasgo especial: allí no había dueña ni dueño de la casa; no había más que el bondadoso Joguel, que volaba como una pluma y hacía reverencias de acuerdo con todas las reglas del arte, y recibía vales de entrada de todos sus alumnos. Otra condición era que en esos bailes participaban tan sólo aquellos que deseaban bailar y divertirse, como lo quieren las muchachitas de trece y catorce años que por primera vez visten de largo. Todas, con muy raras excepciones, eran bonitas o al menos lo parecían: tal era el entusiasmo de su sonrisa y la felicidad que les brillaba en los ojos. A veces, los alumnos más aventajados llegaban a bailar el pas de châle. Eso hacía Natasha, la mejor de todas, que se distinguía por su gracia. Pero en esta última fiesta no se danzaban más que escocesas, inglesas y la mazurca, hacía poco puesta de moda. Joguel había alquilado una sala en casa de Bezújov y, a decir de todos, la fiesta fue un éxito. Había jóvenes muy bellas, y las señoritas Rostov estaban entre ellas. Ambas irradiaban felicidad y alegría. Sonia, orgullosa por la declaración de Dólojov, por su negativa y por la explicación que había tenido con Nikolái, había comenzado a bailar ya en casa, sin dejar que la doncella terminara de peinarle las trenzas, y ahora estaba radiante de alegría.

No menos orgullosa se sentía Natasha, que por primera vez vestía de largo y participaba en un baile verdadero, lo que la hacía más feliz aún. Ambas llevaban vestidos de muselina blanca, con cintas de color rosa.

Natasha se había sentido enamorada en cuanto entró en el baile. No estaba enamorada de nadie en particular, sino de todo a la vez: se enamoraba de aquel a quien miraba en un momento dado.

—¡Ah, qué bien!— decía a cada instante, acercándose a Sonia.

Nikolái y Denísov paseaban por las salas, mirando a los bailarines con ojos afectuosos y protectores.

—¡Es encantadora! ¡Será una belleza!— dijo Denísov.

—¿Quién?

—La condesa Natasha, ¡y cómo baila, qué gracia!— siguió poco después.

—Pero ¿de quién hablas?

—¡De tu hermana!— gritó Denísov malhumorado.

Rostov sonrió con ironía.

—Mon cher comte, vous êtes l’un de mes meilleurs écoliers, il faut que vous dansiez— dijo el diminuto Joguel acercándose a Nikolái. —Voyez combien de jolies demoiselles.[253]

Y se volvió con la misma súplica a Denísov, que también había sido su discípulo.

—Non, mon cher, je ferai tapisserie…[254]— dijo Denísov. —¿No recuerda, acaso, el poco provecho que sacaba de sus lecciones?…

—¡Oh, no!— lo consoló rápidamente Joguel. —No es que fuera muy atento, pero tenía aptitudes, tenía aptitudes.

Sonó una mazurca. Nikolái no pudo negarse y sacó a Sonia. Denísov se sentó junto a las damas y, apoyándose en el sable, llevaba el compás con el pie o divertía a las viejas señoras con sus historias, sin dejar de mirar a los bailarines. Joguel se lanzó el primero a través de la sala, llevando a Natasha, su orgullo y mejor alumna; se deslizaba suave y ligero con sus pequeños pies enfundados en zapatos muy escotados y ella, aunque intimidada, lo seguía con aplicación. Denísov no les quitaba ojo y golpeaba el suelo con el sable, con un gesto que parecía decir: “Si hoy no bailo, es porque no quiero y no porque no pueda”. En medio de uno de los pasos llamó a Rostov, que bailaba cerca.

—Ni se parece— dijo. —Esto no es la mazurca polaca. Pero ella baila maravillosamente.

Nikolái, sabiendo que Denísov, en Polonia mismo, tenía fama por su maestría como bailarín de mazurca, se acercó corriendo a Natasha.

—Elige a Denísov— dijo a su hermana, —baila muy bien la mazurca. ¡Es un portento!

Cuando volvió su turno, se levantó y, taconeando con ligereza, atravesó tímidamente la sala hacia el rincón donde estaba Denísov. Notó que todos la miraban; Nikolái vio que Natasha y Denísov discutían sin dejar de sonreír. Se acercó a ellos.

—Se lo ruego, Vasili Dmítrich; sea bueno— decía Natasha.

—No, no… perdóneme, condesa— respondió Denísov.

—¡No te hagas de rogar, Vasia!— intervino Nikolái.

—¡Ni que fuera el gato Vasia!— bromeó Denísov.

—Cantaré para usted toda una tarde— le prometió Natasha.

—¡Ah, hechicera, hace de mí todo cuanto quiere!— dijo Denísov; y se quitó el sable.

Dejó su asiento, sorteó las sillas, asió fuertemente la mano de su dama y adelantó un pie, en espera del compás. Sólo a caballo y bailando la mazurca pasaba inadvertida la poca talla de Denísov y era el apuesto mozo que él mismo se imaginaba ser. En cuanto sonó la señal miró de lado a su pareja con aire triunfal y pícaro, dio un taconazo y, como una pelota elástica, pareció rebotar del pavimento y volar a lo largo del círculo, arrastrando a Natasha. Recorrió media sala sin ruido, deslizándose sobre un solo pie y sin ver, en apariencia, las sillas que tenía delante. Se habría dicho que iba directamente hacia ellas. De pronto se detuvo, hizo sonar las espuelas, se apoyó en los tacones y permaneció inmóvil un instante, silencio que rompió dando taconazos con sonar de espuelas y golpeando una pierna con la otra. Giraba velozmente y volvía a volar en círculos. Natasha adivinaba los propósitos de su pareja y, aun sin saber cómo, lo seguía dejándose llevar. Unas veces la obligaba a girar rápidamente, sosteniéndola ya con la mano derecha, ya con la izquierda; otras veces se arrodillaba delante de ella y la hacía dar vueltas alrededor de sí para levantarse inmediatamente y seguir bailando con la misma rapidez que si tuviera la intención de recorrer todas las salas sin respirar; pero volvía a detenerse haciendo cada vez nuevas figuras. Después de hacer girar ágilmente a su dama delante del sitio donde estuvo sentada antes, hizo resonar las espuelas y se inclinó ante ella, Natasha casi no pudo hacer la reverencia. Asombrada, fijos en él los ojos sonrientes, parecía no reconocerlo.

—¿Cómo es posible?— dijo.

Aun cuando Joguel no quisiera admitir que aquélla fuese la verdadera mazurca, todos se mostraban entusiasmados por el baile de Denísov y lo elegían a cada momento; los viejos, sonriendo, hablaron de Polonia y de los buenos tiempos pasados. Denísov, encendido el rostro por el esfuerzo del baile y limpiándose con el pañuelo, se sentó junto a Natasha y durante toda la tarde no se separó de ella.

Guerra y paz
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