II

De regreso a Moscú, Nikolái Rostov fue recibido por los suyos como el mejor de los hijos, como un héroe, como el querido Nikóleñka; por los parientes, como un simpático joven, agradable y respetuoso; por las amistades, como un apuesto subteniente de húsares, buen bailarín y uno de los mejores partidos de Moscú.

Los Rostov conocían a todo Moscú. Aquel año el viejo conde contaba con bastante dinero, porque había vuelto a hipotecar sus haciendas. Por esa causa, Nikolái Rostov pudo adquirir un buen caballo de carreras y llevaba los pantalones a la última moda, como no se conocían aún en Moscú, y las botas de montar más elegantes, de puntera fina y pequeñas espuelas de plata. Pasaba alegremente el tiempo y experimentaba, desde su regreso al hogar, la agradable sensación de adaptarse de nuevo, después de cierto tiempo, a sus antiguas condiciones de vida. Le parecía que era ya todo un hombre y que había crecido. Recordaba su desesperación por un suspenso en religión, los préstamos solicitados a Gavrilo, los furtivos besos a Sonia como chiquilladas lejanas. Ahora era subteniente de húsares, con su guerrera bordada en plata y con su cruz de San Jorge; preparaba su caballo para las carreras con otros aficionados de edad madura, gente conocida y honorable. Tenía amistad con una dama del bulevar, a cuya casa iba de anochecida; dirigía la mazurka en el baile de los Arjárov, hablaba de la guerra con el mariscal Kámenski, frecuentaba el Club Inglés y se tuteaba con un coronel de cuarenta años, presentado por su amigo Denísov.

Su pasión por el Emperador se había debilitado un tanto en Moscú, porque no tenía ocasión de verlo, pero hablaba con frecuencia del Zar y de su amor por él, dando a entender que no lo contaba todo, porque en su amor había algo que no estaba al alcance de todos. Y compartía plenamente el sentimiento de adoración hacia la persona del emperador Alejandro Pávlovich, profesado en todo Moscú, donde lo llamaban “ángel hecho hombre”.

Durante su breve estancia en Moscú Rostov no se sintió más cerca de Sonia; al contrario, se alejó de ella. Sonia era atractiva y bella; no disimulaba su amor apasionado hacia Nikolái, pero él estaba en esos momentos de la juventud cuando a los jóvenes siempre les parece que tienen mucho que hacer, y no disponen de tiempo para ello; el joven teme comprometerse, valora su libertad, que necesita para muchas otras cosas. Cuando Rostov pensaba en Sonia, durante esa nueva estancia en Moscú, se decía: “Habrá y hay muchas, muchas así, quién sabe dónde, yo todavía no las conozco. Tengo tiempo aún para dedicarme al amor, pero ahora no lo tengo”. Además, la compañía de las mujeres se le hacía humillante para su dignidad de hombre. Iba a los bailes, estaba con ellas, fingiendo siempre que lo hacía contra su voluntad. Las carreras, el Club Inglés y las juergas con Denísov, las visitas allá, eran otro asunto: eran cosas propias de un joven húsar.

A principios de marzo, el viejo conde Iliá Andréievich Rostov se ocupaba de organizar un banquete en el Club Inglés para recibir al príncipe Bagration.

El conde paseaba por el salón en batín y daba órdenes al administrador del club y al célebre Teoctis, cocinero jefe del Club Inglés, sobre espárragos, pepinillos frescos, fresas, la ternera y el pescado para la comida de Bagration. El conde era miembro y directivo del Club Inglés desde su fundación. Se le había confiado la organización del banquete en honor de Bagration porque nadie como él podía llevarlo a cabo y, sobre todo, porque pocos como él sabían y querían invertir dinero propio en una fiesta, si era necesario. El cocinero jefe y el administrador del club escuchaban con alegría las órdenes del conde, porque sabían que con nadie mejor que con él podrían ganar tanto con un banquete que costaba miles de rublos.

—No te olvides de poner mariscos en el caldo de tortuga.

—Entonces, ¿tres platos fríos?— preguntó el cocinero.

El conde quedó pensativo.

—Menos de tres, imposible… El de la mayonesa…— dijo doblando un dedo.

—¿Compramos esturiones grandes?— preguntó el administrador.

—¡Claro, claro! ¿Qué vamos a hacer? Tómalos, si no los dan por menos. Y me olvidaba… es necesario también otra entrada. ¡Ah, santo cielo!— se llevó las manos a la cabeza. —¿Y quién traerá las flores? ¡Míteñka, eh, Míteñka! Ve inmediatamente a nuestra villa, cerca de Moscú— y se volvió hacia su propio administrador, que había acudido a la llamada. —Vete al galope y dile a Máximo, el jardinero, que me envíe inmediatamente todas las flores del invernadero… que envuelvan las macetas en filtros y que para el viernes tenga aquí doscientas plantas.

Dio todavía varias órdenes más y salió para descansar en compañía de la condesa, pero recordó alguna otra cosa urgente e hizo llamar de nuevo al cocinero y al mayordomo.

Se oyó tras la puerta un ligero paso varonil, el tintineo de unas espuelas, y apareció Nikolái, arrogante y guapo, con su incipiente bigote, visiblemente descansado y repuesto por la vida ociosa de la capital.

—¡Hola, querido! Me da vueltas la cabeza— dijo el padre sonriendo, un poco avergonzado por la presencia del joven. —¡Si me ayudases un poco! Necesitamos todavía cantantes. Música ya tengo, pero ¿no convendría traer unos zíngaros? A vosotros, los militares, os gustan estas cosas.

—La verdad, padre, creo que el príncipe Bagration, en vísperas de la batalla de Schoengraben, estaba menos atareado que usted ahora— sonrió Nikolái.

El viejo conde se fingió ofendido.

—¡Bueno, bueno, es fácil hablar, pero prueba tú!

Y se volvió al cocinero, de rostro inteligente y respetuoso, quien, con simpatía y ojos rientes, observaba al padre y al hijo.

—Ya ves cómo son los jóvenes de hoy, Teoctis: se burlan de los viejos— dijo el conde.

—Así es, Excelencia. Quieren tener la mesa bien puesta, pero no se preocupan de los preparativos ni del servicio, eso no les importa.

—¡Eso es, eso es!— exclamó el conde; y, tomando alegremente el brazo de su hijo, añadió: —Ya no te suelto. Toma en seguida el trineo de dos caballos, vete a casa de Bezújov y dile que el conde Iliá Andréievich le pide fresas y piñas frescas; no hay manera de encontrarlas en ninguna parte. Si él no está, se lo dices a las princesas. Desde allí puedes ir a Razgulai, el cochero Ipatka sabe dónde es, y allí encontrarás al zíngaro Iliusha, el que bailó con camisa blanca en casa del conde Orlov, ¿recuerdas? Tráemelo aquí.

—¿Lo traigo con las zíngaras?— preguntó riendo Nikolái.

—Bueno, bueno…

En aquel momento entró en la sala Anna Mijáilovna, con paso imperceptible; y con el aire preocupado de una persona atareada, pero llena de mansedumbre cristiana, que no la abandonaba nunca. Anna Mijáilovna veía cada día al conde en batín y, a pesar de ello, el viejo Rostov siempre se azoraba al verla y pedía excusas por el atavío.

—No se preocupe, querido conde— dijo cerrando modestamente los ojos. —Yo iré a casa de Bezújov. Pierre ha llegado y lo conseguiremos todo en sus invernaderos; además, necesito verlo. Me ha enviado una carta de parte de Borís, que, gracias a Dios, está ya en el Estado Mayor.

El conde, muy contento de que Anna Mijáilovna se encargara de algunas de sus gestiones, dio órdenes de que enganchasen para ella el coche pequeño.

—Diga a Bezújov que venga. Lo incluiré en la lista; ¿está aquí con su mujer?

Anna Mijáilovna alzó los ojos al cielo y en su rostro se reflejó un profundo dolor.

—¡Ah, querido! ¡Es muy desgraciado!— dijo. —Si lo que dicen es verdad, es terrible. Y pensar que nos alegraba tanto su felicidad… ¡Un espíritu tan superior y tan noble ese Bezújov! Sí, lo compadezco con toda mi alma, y en la medida de mis posibilidades procuraré consolarlo.

—Pero, ¿qué pasa?— preguntaron ambos Rostov, padre e hijo.

Anna Mijáilovna suspiró profundamente.

—Dólojov… el hijo de María Ivánovna, la ha comprometido del todo, según dicen— susurró con tono misterioso. Él lo protegió, lo invitó a su casa de San Petersburgo y… ya ven: ha venido aquí, y ese sinvergüenza la ha seguido.

Anna Mijáilovna deseaba expresar su simpatía por Pierre; pero ciertas involuntarias entonaciones y una semisonrisa dejaban ver claro que sus simpatías estaban, sobre todo, con el sinvergüenza de Dólojov, como ella lo llamaba.

—Dicen que Pierre está muy destrozado por esa desgracia.

—Bien; de todos modos, dígale que venga al club; se olvidará de todo. Será un banquete extraordinario.

Al día siguiente, 3 de marzo, a las dos de la tarde, doscientos cincuenta socios del Club Inglés y cincuenta invitados esperaban para empezar el almuerzo al querido invitado, príncipe Bagration, héroe de la campaña austríaca. La noticia de la batalla de Austerlitz había dejado a todo Moscú estupefacto. En aquel entonces los rusos estaban tan acostumbrados a las victorias que, al llegar la nueva de la derrota, unos no la creyeron, simplemente, y otros trataron de atribuir el extraño suceso a causas extraordinarias. En el Club Inglés, donde se reunía lo mejor de la sociedad, gente con influencia y conocedora de la situación, cuando en diciembre empezaron a llegar nuevas de Austerlitz no se habló una sola palabra sobre la guerra ni sobre la última batalla, como si todos estuvieran de acuerdo en no mencionarlas. Los personajes que daban tono a las tertulias, como el conde Rastopchin, el príncipe Juri Vladimírovich Dolgorúkov, Valúiev, el conde Markov y el príncipe Viazemski, no se dejaron ver por el club, sino que se reunían en sus casas y círculos íntimos, y los moscovitas que hablaban según lo que los demás decían (entre ellos Iliá Andréievich Rostov) permanecieron durante algún tiempo sin guía y sin opinión precisa sobre la guerra. Los moscovitas se daban cuenta de que algo iba mal, y que era difícil discutir sobre malas noticias, por lo cual lo mejor de todo era callar. Pero al cabo de cierto tiempo, como los jurados que salen de la sala de deliberaciones, las personas que formaban la opinión del club reaparecieron en sus puestos y comenzaron a hablar con palabras claras y precisas. Se encontraron las causas de aquel acontecimiento increíble, inaudito e imposible: la derrota de los rusos. Todo estaba ya claro y en todos los rincones de Moscú se repetía siempre lo mismo. Las causas eran: la traición de los austríacos, el defectuoso aprovisionamiento del ejército, la traición del polaco Prebyzhevsky y del francés Langeron, la incapacidad de Kutúzov y (esto se decía a media voz) la excesiva juventud e inexperiencia del Emperador, que había confiado en personas malvadas o insignificantes. Pero las tropas, las tropas rusas —aseguraban todos—, eran extraordinarias y habían hecho prodigios de valor. Soldados, oficiales y generales, todos eran unos héroes. Pero el héroe entre los héroes era el príncipe Bagration, que podía añadir a su gloria la acción de Schoengraben y la retirada de Austerlitz, en la que sólo él había mantenido su columna en orden y durante toda la jornada había rechazado a un enemigo que lo doblaba en número. Otro motivo de que se eligiera a Bagration héroe de Moscú era el hecho de que viviera fuera y su falta de amistades. En su persona se rendía homenaje, al margen de toda relación e intriga, al soldado ruso, a un general cuyo nombre estaba unido al de Suvórov y a los recuerdos de la campaña de Italia. Además, mediante esas pruebas de entusiasmo, se mostraba mejor el descontento y la reprobación que Kutúzov les merecía.

—Si Bagration no existiera, il faudrait l’inventer[247]— decía el bromista de Shinshin, parodiando a Voltaire.

Nadie hablaba de Kutúzov y algunos lo denostaban en voz baja, calificándolo de veleta de la Corte y viejo sátiro.

Todo Moscú repetía las palabras del príncipe Dolgorúkov: “Tanto va el cántaro a la fuente, que al fin se rompe”; y así se consolaban de la derrota con el recuerdo de las victorias de antaño; se repetía con Rastopchin que a los soldados franceses había que excitarlos a la batalla con frases altisonantes; a los alemanes, convencerlos con argumentos racionales de que es más peligroso huir que avanzar, mientras que al soldado ruso no hay más que contenerlo y pedirle que vaya más despacio. Por todas partes se oían nuevos y nuevos relatos sobre el valor mostrado en Austerlitz por nuestros soldados y oficiales: uno había salvado la bandera; otro había matado a cinco franceses; el de más allá había cargado, él solo, cinco cañones. De Berg contaban todos que, herido en la mano derecha, había empuñado la espada con la izquierda y había seguido combatiendo. Nada se decía de Bolkonski, y sólo quienes lo habían conocido de cerca lamentaban su temprana muerte, dejando a su esposa encinta y a un padre estrafalario.

Guerra y paz
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