IV
Pierre estaba sentado frente a Dólojov y Nikolái Rostov. Como de costumbre, comía y bebía con avidez. Pero quienes lo conocían bien notaban que se había producido aquel día un gran cambio en su persona. Guardó silencio durante toda la comida; entornados los ojos y fruncido el ceño, miraba en derredor o a veces, con la mirada perdida en el espacio, se frotaba el puente de la nariz. Su rostro estaba triste y sombrío: se habría dicho que ni veía ni escuchaba nada de cuanto ocurría a su alrededor, sumergido en algún pensamiento tan penoso como difícil de resolver.
El problema que lo atormentaba era la alusión de la princesa, en Moscú, a la intimidad de Dólojov con su mujer y una carta anónima recibida aquella mañana, donde se le decía —con la vileza festiva propia de todas las cartas anónimas— que veía mal, aunque usara lentes, ya que las relaciones de su mujer con Dólojov no eran secretas más que para él. Pierre no creyó en absoluto ni las alusiones de la princesa ni la carta, pero le resultaba violentísimo mirar en aquel momento a Dólojov, sentado delante de él. Cada vez que por casualidad se encontraba con los bellos e insolentes ojos de Dólojov, en Pierre nacía algo monstruoso y terrible que lo forzaba a esquivar cuanto antes aquella mirada. Recordando el pasado de su mujer y sus relaciones con Dólojov, Pierre se daba cuenta de que la carta podía ser verdad, o al menos podía serlo, o parecerlo si no se tratara de su mujer. Recordaba que Dólojov, repuesto en su grado y destino después de la campaña, al volver a San Petersburgo había acudido a su casa. Utilizando su antigua amistad de cuando habían sido compañeros de francachelas, Dólojov fue en su busca, y Pierre lo había alojado y le había prestado dinero. Recordaba ahora el desagrado de Elena, que se quejaba sonriente de que Dólojov viviera en su casa, las cínicas alabanzas que el huésped hacía de la belleza de su mujer y que, desde entonces hasta su viaje a Moscú, no se había separado de ellos ni un solo instante.
“Sí, es un hombre muy guapo —pensaba Pierre—, y además lo conozco. Para él supondría un particular placer difamar mi nombre y burlarse de mí, precisamente porque hice tanto por él y lo he recibido en mi casa. Comprendo qué especial sabor debe de tener para él este engaño, si fuera verdad… sí, si fuera verdad. Pero no lo creo; no debo, no puedo creerlo.” Y recordaba la expresión del rostro de Dólojov en sus momentos de crueldad, de cuando ató al policía a la espalda del oso y lo arrojó al agua o cuando, sin razón alguna, desafió a un hombre y mató de un pistoletazo al caballo de un coche de punto. Veía esa expresión a menudo en el rostro de Dólojov cuando lo miraba. “Es un espadachín —se decía—. Para él, matar a un hombre no supone nada. Debe parecerle que todos lo temen y eso le produce placer. Debe pensar que también yo le tengo miedo. Y, en efecto, se lo tengo.” Y al llegar a esos pensamientos, de nuevo se despertaba en su ánimo aquel sentimiento terrible y monstruoso.
Dólojov, Denísov y Rostov, sentados frente a Pierre, se mostraban muy alegres. Rostov charlaba animadamente con sus compañeros, de los cuales uno era un bravo húsar y el otro un famoso espadachín, un camorrista que, de vez en cuando, lanzaba una mirada burlona sobre Pierre, quien sorprendía en aquella fiesta por su aspecto distraído, sombrío y su corpulencia. Rostov lo miraba sin ninguna simpatía, porque Pierre, para un húsar como Rostov, no era más que un civil muy rico, casado con una mujer bellísima, un blando; es decir, no era nada. Se unía a esto que Pierre, distraído y absorto en sus pensamientos, no había reconocido a Rostov ni contestado a su saludo. Cuando comenzaron los brindis a la salud del Emperador, Pierre, pensativo, no se levantó ni tomó la copa.
—¿Qué le pasa?— le gritó Rostov, mirándolo con irritación. —¿No ha oído? ¡A la salud de Su Majestad el Emperador!
Pierre suspiró; se levantó dócilmente, vació su copa y, esperando a que todos estuvieran sentados de nuevo, se volvió con una sonrisa bondadosa a Rostov.
—¡No lo había reconocido!
Pero Rostov seguía con sus “hurras” y ni siquiera se dio cuenta.
—¿Por qué no reanudas esa amistad?— preguntó Dólojov a Nikolái.
—¡Bah! ¡Es un imbécil!— dijo Rostov.
—Hay que mimar a los maridos de las mujeres guapas— dijo Dólojov.
Pierre, sin entender lo que decían, se daba cuenta de que estaban hablando de él. Se sonrojó y volvió la cara.
—¡Bueno! Ahora, a la salud de las mujeres guapas— dijo Dólojov. Y la expresión seria, pero con una sonrisa en la comisura de los labios, se volvió hacia Pierre. —¡Pierre, a la salud de las mujeres guapas y de sus amantes!
Pierre, con los ojos bajos, bebió sin mirar a Dólojov y sin contestarle. El lacayo, que distribuía la cantata de Kutúzov, colocó un ejemplar delante de Pierre, como invitado más importante; Pierre quiso coger el papel, pero Dólojov, inclinándose hacia delante, se apoderó de la hoja y se puso a leer. Pierre miró a Dólojov; sus pupilas se estrecharon: algo terrible y monstruoso que lo había turbado durante todo el banquete se adueñaba de él. Dobló su corpachón a través de la mesa y gritó:
—¡No se atreva a tocarlo!
Al oír aquel grito y ver a Pierre en aquella actitud, Nesvitski y su vecino de la derecha, asustados, se volvieron con viveza a Bezújov.
—Cálmese, cálmese, no lo tome así— susurraron.
Dólojov miraba a Pierre con sus ojos claros, alegres y crueles, con una sonrisa que parecía decir: “Esto sí que me gusta”.
—No se lo daré— dijo con voz tajante.
Pálido, con los labios temblorosos, Pierre le arrancó el papel.
—Usted… usted es un miserable. ¡Lo desafío!— dijo, apartando su silla y poniéndose en pie.
Mientras hacía todo aquello y pronunciaba tales palabras, Pierre sintió que la cuestión de la culpabilidad de su mujer, que lo venía atormentando los últimos días, se resolvía afirmativa y definitivamente. La odiaba y se sentía desligado de ella para siempre. Denísov aconsejó a Rostov que no se mezclara en aquel asunto, pero Nikolái aceptó ser padrino de Dólojov y, después del banquete, convino con Nesvitski, padrino de Bezújov, las condiciones del duelo. Pierre volvió a su casa y Rostov, Denísov y Dólojov permanecieron en el club hasta bien entrada la noche oyendo a los zíngaros y cantantes.
—Entonces, mañana en Sokólniki— dijo Dólojov en el portal del club, al despedirse de Rostov.
—¿Estás tranquilo?— preguntó Rostov.
Dólojov se detuvo.
—Te explicaré en dos palabras todo el secreto del duelo. Si vas a batirte y te ocupas de escribir tu testamento y cartas cariñosas a tus padres, si piensas que pueden matarte, no eres más que un idiota y te matarán de seguro. Pero si vas con la firme intención de matar al contrario cuanto antes, y con la mayor puntería, entonces todo se resuelve bien. Como me decía un cazador de osos de Kostromá, ¿quién no tiene miedo al oso? Pero cuando uno está frente a él, desaparece todo temor y uno sólo piensa en que la bestia no se escape. Pues bien, lo mismo digo yo. A demain, mon cher.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Pierre y Nesvitski llegaron al bosque de Sokólniki, donde ya se encontraban Dólojov, Denísov y Rostov. Pierre tenía todo el aspecto de un hombre a quien preocupaban consideraciones muy distintas del duelo. Su rostro aparecía demacrado y amarillento como si no hubiese dormido en toda la noche. Miraba distraídamente en derredor y entornaba los ojos, como si hubiera un sol demasiado fuerte. Dos cosas lo absorbían exclusivamente: la culpabilidad de su mujer, sobre la cual ya no tenía duda tras la noche de insomnio, y la inocencia de Dólojov, quien en realidad no tenía razón alguna para respetar el honor de un hombre extraño a él. “Tal vez en su lugar yo también habría hecho lo mismo —pensaba Pierre—. Sí, seguramente lo habría hecho. Entonces, ¿para qué este duelo, este asesinato? O lo voy a matar, o será él quien me hiera en la cabeza, en el codo o en la rodilla. Debería irme de aquí, huir, desaparecer”, se decía. Pero cuando lo acosaban tales ideas, con un gesto tranquilo y distraído, que imponía respeto a los demás, preguntaba: “¿Falta mucho? ¿Está todo preparado?”.
Cuando todo estuvo dispuesto, hincaron los sables en la nieve para indicar la línea en donde debían detenerse los adversarios y, cargadas ya las pistolas, Nesvitski se acercó a Pierre.
—No cumpliría con mi deber, conde— dijo con tímida voz, —y no justificaría la confianza que pone en mí y el honor que me ha hecho eligiéndome como padrino, si en este momento grave, gravísimo, no le dijera toda la verdad. Creo que no hay motivos bastante serios para que se derrame sangre… Usted no tenía razón… obró en un momento de arrebato…
—Sí, lo sé, una estupidez terrible…— dijo Pierre.
—Entonces, permítame que les haga saber que lamenta lo ocurrido. Estoy convencido de que nuestros adversarios aceptarán sus excusas— dijo Nesvitski (quien, como todos los que toman parte en semejantes cuestiones, no creía aún que se llegaría al duelo). —Es mucho más noble, y usted lo sabe, conde, confesar el error propio que llevar las cosas hasta un extremo irreparable. No ha habido ultraje ni de una parte ni de otra; permitidme que hable…
—¡No! ¿Para qué?— dijo Pierre. —Eso no cambia nada… ¿Está todo dispuesto? Dígame únicamente dónde debo ir y cómo debo disparar— añadió con una sonrisa afable y poco natural. Tomó la pistola y preguntó el modo de usarla, porque hasta entonces nunca había tenido en sus manos un arma y no quería confesarlo.
—¡Ah, sí, eso es! Lo había olvidado— añadió.
—No hay excusa que valga. Ninguna excusa— decía Dólojov a Denísov, que también por su parte hacía tentativas de conciliación; y se acercó al sitio indicado.
El duelo iba a tener lugar a ochenta pasos del camino donde aguardaban los trineos, en un pequeño calvero cubierto de nieve blanda y rodeado de pinares. Los adversarios estaban a cuarenta pasos uno del otro. Los padrinos contaron los pasos, dejando sus huellas en la nieve profunda y blanda desde el lugar donde se encontraban los adversarios hasta los sables de Nesvitski y Denísov, que servían de barrera, clavados a diez pasos uno de otro. La niebla y el deshielo continuaban; a cuarenta pasos de distancia no se veía nada. A los tres minutos todo estaba dispuesto, pero nadie dio la señal de comenzar. Todos guardaban silencio.