XXIII
Para casarse, el príncipe Andréi necesitaba el consentimiento de su padre, y con ese fin partió al día siguiente para entrevistarse con él.
El padre recibió la noticia con calma aparente, pero con secreta rabia. No podía comprender que alguien quisiera cambiar la vida, introducir en ella un nuevo elemento, cuando para él la vida ya había terminado. “Que me dejen terminar de vivir a mi gusto y después que hagan lo que quieran”, pensaba el viejo. Sin embargo prefirió usar con su hijo la diplomacia a la cual recurría en casos importantes. Adoptó un tono tranquilo y examinó la cuestión detenidamente.
Ante todo, el matrimonio no era brillante ni desde el punto de vista del parentesco o la riqueza ni desde el de la posición social; en segundo lugar, el príncipe Andréi ya no era un jovenzuelo y tenía delicada salud (el viejo insistió especialmente en este argumento), y ella era muy joven; además, él tenía un hijo y no era aconsejable confiárselo a una chiquilla; y por último, añadió mirando burlonamente a su hijo: “Te ruego que aplaces la boda un año. Vete al extranjero, trata de curarte; busca, como era tu intención, un preceptor alemán para el príncipe Nikolái y después, si el amor, la pasión o la terquedad, como quieras llamarlo, siguen siendo tan grandes, cásate. Ésta es mi última palabra, ya lo sabes: la última…”, terminó con un tono que expresaba claramente que nada podía hacer que se volviera atrás.
El príncipe Andréi comprendió claramente que su padre estaba convencido de que sus sentimientos o los de su futura mujer no resistirían la prueba de un año de distanciamiento, o que él mismo, el viejo príncipe, moriría antes, por lo cual decidió cumplir la voluntad de su padre: pedir la mano y dejar la boda para pasado un año.
Tres semanas después de su última visita a los Rostov, el príncipe Andréi volvió a San Petersburgo.
Al día siguiente de la conversación con su madre, Natasha esperó a Bolkonski durante todo el día, pero el príncipe no fue a verla; lo mismo sucedió al segundo día y al tercero. Tampoco Pierre hizo acto de presencia; y Natasha, que desconocía el viaje del príncipe Andréi para entrevistarse con su padre, no podía explicarse su ausencia.
Así pasaron tres semanas. Natasha no quería salir a ningún lado, caminaba como una sombra por las habitaciones, ociosa y triste. Por las noches, cuando nadie podía verla, lloraba y no iba al dormitorio de su madre. Se ruborizaba constantemente y daba rienda suelta a sus nervios. Se imaginaba que todo el mundo conocía su desengaño, que se reían de ella y la compadecían. Su vanidad herida acrecentaba su pena.
Cierta vez entró en la habitación de la condesa para decirle algo y de pronto comenzó a llorar. Sus lágrimas eran como las de un niño que ignora por qué se lo castiga.
La condesa procuró calmarla. Pero Natasha, que empezó escuchando a su madre, la interrumpió:
—Basta, mamá… No pienso ni quiero pensar. Venía, ha dejado de venir, ha dejado de venir… y eso es todo…
La voz temblaba; estuvo a punto de llorar de nuevo pero logró dominarse y continuó tranquilamente:
—Además, no quiero casarme. Le tengo miedo. Ahora estoy completamente tranquila, completamente…
Al día siguiente volvió a ponerse el vestido viejo que le gustaba porque con él había conocido muchas mañanas alegres y volvió a sus antiguas costumbres abandonadas desde la noche del baile. Después del té fue al salón, cuya fuerte sonoridad le agradaba tanto, y se puso a repasar su solfeo. Terminada la primera lección, pasó al centro de la sala y repitió una frase musical muy de su gusto. Escuchaba con placer (como si para ella fuera algo nuevo) la gracia con que su voz se difundía en el vacío de la sala, hasta llenarlo, y después se extinguía lentamente. Y de pronto recobró su alegría. “No hay que pensar tanto en eso, también así estoy bien”, se dijo. Después se puso a pasear por el sonoro parquet, pisando con el tacón y la puntera de los nuevos zapatos que tanto le agradaban, escuchando gozosa el ruido de sus pasos y su propia voz. Al pasar ante el espejo se contempló en él: “¡Aquí estoy yo! —parecía decir la expresión de su cara al verse—. Perfectamente… no necesito a nadie”.
Un lacayo quiso entrar para arreglar algo en la sala, pero Natasha no lo permitió. Cerró la puerta y siguió paseándose. Aquella mañana volvió a su estado predilecto de amor y admiración por sí misma. “Qué encantadora es esta Natasha —decía fingiendo que un hombre hablaba de ella—. Es guapa, canta bien, es joven y no molesta a nadie. Necesita tan sólo que la dejen tranquila.” Pero, por mucho que la dejaran tranquila, no conseguía la calma que deseaba y de inmediato se dio cuenta de ello.
Se abrió en el vestíbulo la puerta de entrada, alguien preguntó si estaban en casa los señores. Se oyeron pasos. Natasha se miraba en el espejo, pero no se veía. Sintió voces en la antesala. Cuando se vio, su rostro estaba pálido. Era él. Estaba segura, aunque su voz apenas si le llegaba a través de las puertas cerradas.
Pálida y asustada, corrió al salón.
—¡Mamá, ha venido Bolkonski!— dijo. —Esto es terrible, mamá, insoportable. No quiero… sufrir. ¿Qué debo hacer?…
Aún no había podido contestar la condesa cuando ya entraba el príncipe Andréi con el rostro grave e inquieto. Su cara resplandeció al ver a Natasha. Besó la mano de la condesa, también la de Natasha, y se sentó cerca del diván.
—Hace tiempo que no habíamos tenido el placer…— comenzó a decir la condesa. Pero el príncipe Andréi la interrumpió, deseoso, al parecer, de exponer cuanto antes lo que deseaba.
—No he venido en tanto tiempo porque estuve con mi padre. Tenía necesidad de hablar con él de algo importante para mí. He llegado esta noche a San Petersburgo y…— miró a Natasha. —Necesito hablar con usted, condesa añadió tras un breve silencio.
La condesa lanzó un profundo suspiro y bajó la cabeza.
—Estoy a su disposición— dijo.
Natasha comprendió que debía retirarse, pero no podía hacerlo. Algo atenazaba su garganta; miraba fijamente y con los ojos muy abiertos al príncipe Andréi, olvidando las reglas de urbanidad.
“¡Así, tan pronto! ¿En seguida…? ¡No, esto no es posible!”, pensó.
Él la miró de nuevo, y aquella mirada la convenció de que no se equivocaba: en aquel momento iba a decidirse su suerte.
—Vete, Natasha; ya te llamaré— murmuró la condesa.
Natasha miró a su madre y al príncipe con ojos asustados, suplicantes, y salió de la habitación.
—Condesa, he venido a pedirle la mano de su hija— dijo el príncipe Andréi.
El rostro de la condesa se enrojeció; pero no dijo nada.
—Su petición…— comenzó después lentamente. El príncipe Andréi la contemplaba en silencio. —Su petición…— se sentía confusa —me es grata… la acepto y me siento feliz por ello… Espero que mi marido… espero que… pero esto depende de ella…
—Se lo diré cuando tenga su consentimiento… ¿Me lo otorga?— dijo el príncipe Andréi.
—Sí— respondió la condesa.
Y le tendió la mano. Con una mezcla de distanciamiento y ternura puso sus labios en la frente del príncipe, cuando él besaba su mano. Deseaba amarlo como a un hijo, pero lo sentía extraño y temible para ella.
—Estoy segura de que mi marido estará de acuerdo— añadió después. —Pero su padre…
—Mi padre, a quien informé de mis intenciones, pone como condición indispensable para dar su consentimiento que el matrimonio se celebre dentro de un año. Esto es lo que deseaba decirle— explicó el príncipe Andréi.
—Sí, Natasha es muy joven. Pero ¡tanto tiempo!…
—No puede ser de otro modo— contestó el príncipe con un suspiro.
—Se la enviaré— dijo la condesa. Y salió del salón. “¡Dios mío, ten piedad de nosotros!”, se decía mientras iba en busca de su hija.
Sonia le dijo que Natasha estaba en su habitación. La encontró sentada en el lecho, muy pálida, con los ojos secos y fijos en los iconos; se santiguaba rápidamente y murmuraba algo. Al ver a su madre se levantó de un salto y corrió a su encuentro.
—¿Qué dijo, mamá?… ¿Qué?
—Ve, ve junto a él. Ha pedido tu mano— dijo la condesa fríamente, al menos así le pareció a Natasha. —Ve… ve— repitió, y se quedó mirando con tristeza y reproche a su hija, que corría fuera de la habitación. Después suspiró profundamente.
Natasha nunca podría recordar cómo entró en el salón. En el umbral vio al príncipe Andréi y se detuvo. “¿Es posible que ese extraño sea ahora todo para mí? —se preguntó—. Sí, todo, él es ahora la persona que más quiero en el mundo”, se respondió rápidamente. El príncipe Andréi se acercó a ella con los ojos bajos.
—La amo desde el primer momento que la vi. ¿Puedo confiar?
La miró y quedó sorprendido por la expresión grave y apasionada de su rostro, que parecía decir: “¿Para qué preguntar? ¿Por qué dudar de lo que es evidente? ¿Para qué hablar, cuando no hay palabras que expresen lo que se siente?”.
Se acercó al príncipe y se detuvo, tomó su mano y la besó.
—¿Me ama usted?
—¡Sí, sí!— dijo Natasha, como fastidiada. Después suspiró una y otra vez, y rompió en sollozos.
—¿Qué le pasa? ¿Por qué llora?
—¡Ah, soy tan feliz!— respondió ella, sonriendo entre lágrimas. Se inclinó hacia él, pensó unos segundos, como preguntándose si podía hacerlo, y lo besó.
El príncipe Andréi tenía entre las suyas las manos de Natasha, la miraba a los ojos y no encontraba en su corazón el anterior amor hacia ella. Algo en él había cambiado: ya no sentía la fascinación poética y misteriosa del deseo, sino piedad y ternura infinita por su debilidad de mujer y niña, miedo de su entrega y confianza, la conciencia dolorosa y al mismo tiempo alegre del deber que lo ataba para siempre a ella. Y ese nuevo sentimiento, sin ser tan poético y luminoso, como antes, era más serio y fuerte.
—¿Le ha dicho maman que no podemos casarnos antes de un año?— preguntó el príncipe Andréi, sin dejar de mirarla a los ojos.
“¿De veras soy aquella niña-mujer, como todos me llamaban? —pensaba Natasha—. ¿Voy a ser desde ahora esposa de este hombre extraño, encantador e inteligente, a quien respeta hasta mi padre? ¿Es posible que sea verdad? ¿Es verdad que ahora ya no podré tomar la vida en broma, que ya soy mayor, responsable de cada acto y de cada palabra? Pero ¿qué me ha preguntado?”
—No— respondió, sin comprender qué le había preguntado.
—Perdóneme— dijo el príncipe Andréi, —pero usted es tan joven y yo he vivido tanto. Temo por usted. No se conoce a sí misma.
Natasha lo escuchaba con atención, tratando, sin lograrlo, comprender el sentido de aquellas palabras.
—Por muy penoso que sea para mí este año que retrasa mi felicidad— prosiguió el príncipe, —en este plazo usted podrá comprobar sus sentimientos. Dentro de un año le volveré a pedir que me haga feliz. Pero, entretanto, usted es libre. Nuestro noviazgo permanecerá en secreto y, si se convence de que no me ama, o si se enamora…— y el príncipe sonrió forzadamente.
—¿Por qué dice eso?— lo interrumpió Natasha. —Sabe que desde el día que llegó a Otrádnoie por primera vez me enamoré de usted— dijo, convencida de que esto era así.
—En un año podrá conocerse a sí misma…
—¡Todo un año!— exclamó Natasha. Sólo ahora comprendía que la boda se retrasaba todo aquel tiempo. —¿Por qué un año? ¿Por qué? El príncipe Andréi explicó los motivos de aquel aplazamiento, pero Natasha no lo escuchaba.
—¿No puede ser de otro modo?— preguntó todavía.
El príncipe no contestó, pero su rostro expresaba la imposibilidad de cambiar esa decisión.
—¡Es terrible! ¡Sí, realmente terrible!— dijo Natasha, y de nuevo rompió a llorar. —Me moriré en ese año de espera; no puede ser, es terrible.
Miró a su novio y vio en su rostro una expresión de compasión y perplejidades.
—No, no, haré cuanto sea necesario— y se secó rápidamente las lágrimas. —¡Me siento tan feliz!
El padre y la madre entraron en la sala para bendecir a los novios.
Desde aquel día, el príncipe Andréi frecuentó la casa de los Rostov en calidad de prometido de su hija.