XIII
El sábado, día 31 de agosto, todo estaba patas arriba en casa de los Rostov. Las puertas permanecían abiertas, los muebles habían sido sacados o cambiados de lugar, descolgados los espejos y cuadros. Las habitaciones estaban llenas de baúles y en el suelo, cubierto de paja, había papel de envolver y cuerdas. Los mujiks y los criados que sacaban la carga andaban pesadamente por el parqué. En el patio se apretaban los carros, unos cargados ya hasta el tope y otros vacíos.
Por todas partes resonaban las voces y pisadas de los criados y mujiks llegados con los carros llamándose entre sí, tanto en el patio como en la casa. El conde había salido por la mañana. La condesa, con dolor de cabeza por el ruido y el ajetreo, permanecía echada en una salita nueva con compresas de vinagre en la frente. Petia no estaba en casa (había ido a ver a un amigo suyo con quien tenía intención de pasar de las milicias al ejército de operaciones). Sonia, en el salón, vigilaba el embalaje de la cristalería y la porcelana. Natasha, sentada en el suelo de su devastada habitación, en medio de vestidos, cintas y chales desperdigados, con la mirada fija en el suelo, tenía en sus manos el vestido de baile, ahora pasado de moda, que había llevado en su primer baile de San Petersburgo.
Se avergonzaba de no hacer nada en casa mientras los demás estaban tan ocupados; varias veces, desde por la mañana, había intentado dedicarse a algo, pero no se sentía capaz de nada si no era poniendo en la obra toda su alma y todas sus energías. Estuvo un rato con Sonia, viendo cómo empaquetaban la porcelana; intentó ayudarla, pero no tardó en dejarlo todo y se fue a recoger sus cosas. Primero le resultó divertido repartir sus vestidos y lazos a las doncellas, pero cuando llegó la hora de ordenar lo que quedaba, le pareció aburrido.
—Lo guardarás todo, ¿verdad, Duniasha?
Y cuando la criada, gustosamente, le prometió hacerlo, Natasha se sentó en el suelo, tomó el viejo vestido de baile y se dedicó a pensar en cosas muy distintas de las que en aquel instante habrían debido ocuparla. La sacaron de su abstracción las conversaciones de las doncellas en el departamento de la servidumbre y el sonido de sus rápidos pasos hacia la escalera de servicio. Se levantó y miró por la ventana; en la calle se había detenido un enorme convoy de heridos.
Junto al portón estaban las criadas, los lacayos, el ama de llaves, la vieja niñera, los cocineros, los cocheros y los pinches.
Natasha se echó a la cabeza un pañuelo blanco y, sujetando con la mano los dos extremos, salió a la calle.
La vieja Mavra Kuzmínishna, antigua ama de llaves, se separó del grupo que se mantenía junto al portón y acercándose a uno de los carros, cubierto con un toldo, se puso a hablar con un oficial pálido y joven, que estaba allí echado. Natasha avanzó unos pasos y se detuvo con timidez, sin soltar las puntas de su pañuelo, escuchando lo que decía el ama de llaves.
—Entonces, ¿no tiene usted a nadie en Moscú? Estaría mejor en una casa particular… Podría quedarse en la nuestra; los señores se van.
—No sé si me lo permitirán— respondió el oficial con voz muy débil. —Aquél es el jefe… pregúnteselo.
Y señaló a un grueso comandante que se acercaba por la calle siguiendo la fila de los carros.
Natasha miró asustada al oficial herido y, sin vacilar, se dirigió al comandante.
—¿Pueden quedarse los heridos en nuestra casa?— preguntó.
El comandante, sonriendo, se llevó la mano a la visera.
—¿En qué puedo servirla, señorita?
Natasha repitió tranquilamente su pregunta. Su rostro era tan grave y su porte tan serio, a pesar del pañuelo que seguía sujetando por las puntas, que el comandante dejó de sonreír; se quedó pensativo, como preguntándose hasta qué punto sería aquello posible, y después contestó:
—Oh, sí, ¿por qué no? Claro que es posible.
Natasha inclinó levemente la cabeza y volvió con pasos rápidos hacia Mavra Kuzmínishna, que seguía junto al oficial y hablaba con él tierna y compasiva.
—¡Se puede! ¡Dice que se puede!— susurró Natasha.
El coche del oficial dio la vuelta hacia el patio de la casa de los Rostov y acto seguido decenas de carros con heridos, llamados por los vecinos, entraron en otros patios de las casas de la calle Povárskaia.
A Natasha pareció agradarle la relación con nueva gente, fuera de las condiciones habituales de la vida. Ella y Mavra Kuzmínishna trataban de hacer entrar en el patio a la mayor cantidad posible de heridos.
—Pero hay que consultar a su padre, señorita— dijo Mavra Kuzmínishna.
—No importa, no importa. ¡Por un día que nos queda lo pasaremos en el salón! Podemos darles la mitad de la casa.
—¡Qué cosas se le ocurren, señorita! Hasta para meterlos en cualquier sitio hay que pedir permiso a su padre.
—Bueno, iré a preguntárselo.
Natasha corrió a casa y, de puntillas, cruzó la puerta semiabierta de la sala, de la que salía un fuerte olor a vinagre y a gotas de Hoffmann.
—¿Duerme, mamá?
—¡Oh, de dormir nada!— dijo la condesa, que acababa de quedarse dormida.
—Mamá, querida— dijo Natasha arrodillándose delante de ella y acercando su cara a la de su madre. —Perdóneme si la he despertado, no lo haré nunca más. Me manda Mavra Kuzmínishna… Trajeron aquí a unos oficiales heridos… Usted lo permite, ¿verdad? No tienen donde ir. Sé que lo permitirá…
Natasha hablaba rápidamente, sin tomar aliento.
—¿Qué oficiales? ¿A quién han traído? No entiendo nada— dijo la condesa.
Natasha se echó a reír; también la condesa sonrió débilmente.
—Ya sabía yo que usted no se opondría… voy a decirlo.
Besó a su madre, se puso en pie y salió de la habitación. En la sala contigua encontró al conde; traía malas noticias.
—¡Buena la hemos hecho con tanto esperar! Han cerrado el Club y la policía se va— dijo disgustado.
—Papá, he dicho a unos oficiales heridos que podían entrar en casa, ¿no te importa?— le dijo Natasha.
—Claro que no, querida— contestó el conde distraídamente. —Pero no se trata de eso. Lo que pido es que no te ocupes de tonterías y ayudes a empaquetar las cosas. Tenemos que marcharnos, y marcharnos mañana…— y el conde dijo lo mismo al mayordomo y a los criados.
Durante la comida Petia contó sus nuevas. El pueblo se estaba armando en el Kremlin. Aunque Rastopchin había dicho en sus pasquines que haría un llamamiento dos días antes, ya se había dado la orden para que, al día siguiente, todo el pueblo en armas saliera a Tri Gori, donde tendría lugar una gran batalla.
Mientras Petia contaba esas cosas, la condesa miraba con tímido espanto su cara enrojecida y alegre. Sabía que si decía algo, si rogaba a su hijo que no fuera al combate (estaba segura de que lo alegraba esa cercana batalla), el muchacho contestaría cualquier cosa sobre los hombres, el honor, el amor a la patria; algo insensato y obstinado, propio de hombres, a lo que nada se podía objetar. Así, todo lo echaría a perder. Por eso, con la esperanza de marcharse antes, y de llevarse consigo a Petia en calidad de protector y defensor, no dijo nada; pero después de la comida llamó al conde y, con lágrimas en los ojos, le suplicó que la sacara cuanto antes, aquella misma noche si era posible. Con la involuntaria malicia del amor, propia de las mujeres, la condesa, que hasta entonces había dado muestras de gran ánimo, juraba ahora que se moriría de miedo si no se iban aquella misma noche. Y, sin fingirlo, sinceramente, ahora sentía miedo de todo.