II

En noviembre de 1805 el príncipe Vasili hubo de salir en viaje de inspección a cuatro provincias. Se había procurado esa comisión para visitar al mismo tiempo sus fincas en ruinoso estado y para ir con su hijo Anatole (al que recogería en la ciudad donde estaba de guarnición) a la casa del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski a fin de casarlo con la hija de aquel viejo tan adinerado. Pero antes de salir, el príncipe Vasili quería decidir lo de Pierre. Verdad era que en los últimos tiempos Pierre se pasaba horas enteras en casa del príncipe Vasili (donde se alojaba), y delante de Elena se mostraba risible, turbado y estúpido como corresponde a un enamorado. Pero todavía no había hecho la petición.

“Tout ça est bel et bon, mais il faut que ça finisse”,[198] se dijo una mañana el príncipe Vasili con un triste suspiro, convencido de que Pierre, que tan obligado le estaba, no obraba del todo bien en semejante asunto. “La juventud…, la irreflexión… ¡Que Dios lo perdone! —pensaba el príncipe Vasili, feliz de sentirse tan bondadoso—. Mais il faut que ça finisse. Pasado mañana, cumpleaños de Elena, invitaré a unos cuantos amigos, y si no entiende lo que debe hacer, lo haré yo. Sí: es cosa mía, yo soy el padre.”

Mes y medio había pasado desde la velada de Anna Pávlovna y desde la agitada noche de insomnio cuando decidió que el matrimonio con Elena sería una desgracia, por lo cual debía evitarla y marcharse; Pierre, después de esa decisión, no había dejado aún la casa del príncipe Vasili y sentía con angustia que, a los ojos de todo el mundo, cada día se ligaba más a Elena; que no podía pensar en ella como antes y que ni siquiera podía separarse de ella; que iba a ser algo terrible, pero debería vincular su suerte a la suya. Tal vez habría podido mantenerse alejado, pero no pasaba un día sin que el príncipe Vasili (en cuya casa eran, por lo común, bastante raras las fiestas) no inventase alguna velada a la cual tenía que asistir Pierre, si no quería frustrar el placer de todos y desilusionar sus esperanzas. El príncipe Vasili, en los pocos momentos en que permanecía en casa, al pasar junto a Pierre le estrechaba la mano, tirando de ella haría abajo, le tendía la mejilla afeitada y rugosa para que le diera un beso y decía “hasta mañana”, “volveré para la cena, pues si no, nunca te veo”, “me quedo por ti”, etcétera. Pero aun cuando el príncipe Vasili se quedaba por el (según decía), apenas le dirigía dos palabras. Pierre no tenía el valor de frustrar sus esperanzas. Cada día se decía lo mismo: “Es necesario que la comprenda y sepa cómo es. ¿Me equivocaba antes, o me equivoco ahora? No, no es una estúpida; es una magnífica muchacha —pensaba—; nunca se equivoca ni dice tonterías; habla poco y todo cuanto dice es claro y sencillo. Por tanto no es estúpida; jamás se ha turbado ni se turba. ¡No es, pues, una mala mujer!”. Muchas veces empezaba a conversar con ella, dando salida a sus pensamientos, y siempre Elena le contestaba o con una razón breve y oportuna, haciendo ver que eso no le interesaba, o con una silenciosa sonrisa y una mirada que mostraban a Pierre, mejor que ninguna otra cosa, su superioridad. Ella tenía razón al juzgar pueriles todos los razonamientos en comparación con esa sonrisa.

Le hablaba siempre con una sonrisa alegre, confiada, que se dirigía tan sólo a él; había en ella algo más significativo que en la sonrisa estereotipada que adornaba habitualmente su rostro. Pierre sabía que todos esperaban de él una palabra, un paso más allá de cierto límite; y sabía también que, tarde o temprano, tendría que darlo. Pero un terror incomprensible lo sobrecogía a la idea de aquel paso terrible. Mil veces, durante aquel mes y medio durante el cual se sentía cada vez más arrastrado al abismo que tanto lo asustaba, se había dicho: “¿Pero qué es eso? ¡Hay que tener decisión!… ¿Acaso no la tengo?”.

Quería decidirse, pero sentía horrorizado que en esta ocasión le faltaba toda esa energía que él era consciente de poseer y que poseía de hecho. Pierre era uno de esos hombres que sólo se sienten seguros cuando tienen pura la conciencia; y desde el día en que experimentara aquel deseo, mientras examinaba la tabaquera en casa de Anna Pávlovna, un inconsciente sentimiento de culpa paralizaba en él toda decisión.

El día del santo de Elena el príncipe Vasili invitó a un reducido número de personas, de las más íntimas, como decía la princesa: parientes y amigos. A todos les había hecho entender que aquel día iba a decidirse la suerte de la festejada. Los invitados se habían sentado a la mesa. La princesa Kuráguina, mujer gruesa y corpulenta, bella en otro tiempo, presidía la mesa. Junto a ella se sentaban las personas más importantes: un anciano general con su esposa y Anna Pávlovna Scherer. Al final de la mesa se habían situado los jóvenes, los familiares y los invitados de menor categoría. Pierre y Elena estaban juntos. El príncipe Vasili no cenaba; de excelente humor, paseaba alrededor de la mesa, se acercaba tanto a uno como a otro comensal y a todos decía una palabra amable y superficial, excepto a Pierre y Elena, a los que parecía no ver. El dueño de la casa animaba a todos; las velas ardían luminosas, brillaban la plata y los cristales; los vestidos de noche de las señoras y el oro y la plata de las charreteras militares refulgían a la luz. En torno a la mesa se movían las libreas rojas de los sirvientes. El ruido de cuchillos, vasos y platos se unía al rumor de una animada conversación. En un extremo de la mesa, un anciano chambelán juraba amor apasionado a una vieja baronesa, que reía al oírlo. En el otro se hablaba del fracaso de cierta María Víktorovna. En el centro, el príncipe Vasili había concentrado la atención de varios oyentes. Con una burlona sonrisa contaba a las señoras la última sesión, del miércoles, en el Consejo de Estado, durante la cual el nuevo gobernador de San Petersburgo, el general Serguéi Kuzmich Viazmitínov, había leído el entonces famoso rescripto del emperador Alejandro Pávlovich, enviado desde el ejército de operaciones: el Zar decía que de todas partes le llegaron nuevas de la devoción del pueblo y que la declaración de San Petersburgo le había agradado especialmente, que se sentía orgulloso por hallarse a la cabeza de una nación así y que siempre procuraría ser digno de ella. El documento empezaba con las palabras: “Serguéi Kuzmich: De todas partes me llegan nuevas…”.

—¿Y es cierto que no pasó de “Serguéi Kuzmich”?— preguntó una señora.

—Como lo oye: ni una letra más— respondió riendo el príncipe Vasili. —“Serguéi Kuzmich… de todas partes. De todas partes, Serguéi Kuzmich…” El pobre Viazmitínov no pudo pasar de ahí. Varias veces empezó a leer, pero en cuanto decía “Serguéi”, sollozaba; seguía: “Kuzmich…” y le brotaban las lágrimas, y al llegar a “de todas partes” lo sofocaban los sollozos, sin que pudiera seguir adelante. Sacaba el pañuelo y volvía a leer “Serguéi Kuzmich”, y “de todas partes”, y vuelta a las lágrimas; hasta tuvieron que rogar a otro que leyese el rescripto.

—Kuzmich… de todas partes… y lágrimas— repitió alguien riendo.

—No sean malos— dijo Anna Pávlovna, amenazando con el dedo desde el otro extremo de la mesa; —c’est un si brave et excellent homme, notre bon Viazmitínov…[199]

Todos reían de buena gana; en los sitios de honor reinaba una alegría general, todos se hallaban animados por las influencias más diversas. Sólo Pierre y Elena permanecían silenciosos casi en el extremo de la mesa. En sus caras brillaba una sonrisa radiante, que nada tenía que ver con Serguéi Kuzmich, sonrisa de pudor por sus sentimientos. A pesar de todas aquellas palabras, risas y bromas, y por más que atacasen con apetito el vino del Rhin, la carne salteada, el helado, y evitasen mirar a la joven pareja, por mucho que tratasen de mostrar indiferencia y desinterés, las miradas que a veces les lanzaban venían a confirmar que la anécdota sobre Serguéi Kuzmich, las risas y los manjares eran como un pretexto, y que toda la atención de aquellas gentes estaba concentrada tan sólo en Pierre y Elena. El príncipe Vasili imitaba los sollozos de Serguéi Kuzmich y, al mismo tiempo, lanzaba rápidas ojeadas a su hija; y mientras reía, la expresión de su rostro parecía decir: “Vaya, vaya, esto marcha bien; hoy se decidirá todo”. Anna Pávlovna amenazaba por lo de notre bon Viazmitínov, y en sus ojos, que en aquel momento acababan de lanzar una mirada furtiva a Pierre, el príncipe Vasili leía ya las congratulaciones por tal yerno y la felicidad de su hija. La vieja princesa ofrecía vino a su vecina con un triste suspiro, miraba enfadada a su hija y parecía decir: “Sí, querida, a nosotros no nos queda otra cosa que beber vino dulce. Ahora es el momento de esos jóvenes y de su insultante felicidad”. Y el diplomático pensaba, mirando los rostros felices de los enamorados: “¡Vaya tontería todo lo que estoy contando! ¡Como si importara algo! ¡La felicidad es eso!”.

Entre tantos intereses mezquinos, pequeños y artificiosos que ligaban aquella sociedad, había surgido el sentimiento simple de la mutua atracción de dos seres, un hombre y una mujer, jóvenes, hermosos y llenos de salud.

Y ese sentimiento humano lo superaba todo, dominando aquel artificial parloteo. Las bromas no tenían alegría, las novedades no eran interesantes, ni la animación sincera.

Y no sólo los invitados, sino hasta el servicio parecía sentir el mismo interés y olvidar sus deberes, mirando a la bellísima Elena y su radiante sonrisa, y el rostro encendido, grueso, feliz e inquieto de Pierre. Hasta las llamas de las velas parecían concentradas en aquellos dos seres felices.

Pierre se daba cuenta de ser el centro de todo ese interés, y eso le producía una mezcla de alegría y embarazo. Se encontraba en la situación de un hombre sumido en algo muy importante. Nada veía con claridad, no comprendía ni oía nada; sólo alguna vez, inesperadamente, cruzaban por su mente pensamientos e impresiones fragmentarias de la realidad.

“Entonces ¿todo ha terminado? —pensaba—. Pero ¿cómo ha ocurrido eso? ¡Y tan pronto! Ahora comprendo que no es sólo por ella ni por mí, sino por todos, por lo que forzosamente eso ha de hacerse. Todos cuentan con ello, están convencidos de que debe ocurrir y no puedo, no puedo defraudarlos. ¿Cómo sucederá? No lo sé, pero sucederá.” Y mientras pensaba así, sus ojos se posaban en los bellos hombros que tenía al lado de sus ojos.

A veces, en cambio, sentía vergüenza por algo. Le era violento acaparar la atención de todos, ser tan afortunado a la vista de los demás, que él, con su feo rostro, fuese como Paris que posee a Elena. “Probablemente siempre pasa lo mismo, y es preciso que sea así —se consolaba—. Aunque, ¿qué hice yo para que así ocurra? ¿Cuándo ha comenzado todo? Salí de Moscú con el príncipe Vasili. Entonces todavía no había nada. Después, ¿por qué me quedé en su casa? He jugado a las cartas con ella, he recogido su bolso, patinamos juntos; pero, ¿cuándo empezó todo esto? ¿Cuándo sucedió?” Y ahora estaba sentado junto a ella como su prometido; la oía, veía, sentía su proximidad, su respiración, sus movimientos, su belleza. O bien pensaba que no era ella la extraordinariamente bella, sino él mismo, y que por eso lo miraban todos; y entonces, dichoso por despertar aquella admiración general, inflaba el pecho, levantaba la cabeza y se alegraba de ser feliz. De pronto resuena una voz, la voz de alguien conocido que repite dos veces una misma cosa. Pero Pierre está tan absorto que no entiende lo que le dicen:

—Te pregunto que cuándo recibiste la última carta de Bolkonski— repite por tercera vez el príncipe Vasili. —¡Qué distraído estás, querido!

El príncipe Vasili sonríe, y Pierre ve que todos sonríen mirándolo a él y a Elena. “Bueno, qué importa si ya lo saben —se dijo—. Pues bien, es verdad.” Y sonrió también con su apacible sonrisa infantil. También Elena sonreía.

—¿Pero cuándo la recibiste? ¿Te escribía desde Olmütz?— repite el príncipe Vasili como si necesitase saberlo para decidir una discusión.

“¿Cómo puede preocuparlo semejante pequeñez?”, pensó Pierre. Y respondió con un suspiro:

—Sí, desde Olmütz.

Después de la cena, Pierre condujo a su pareja, siguiendo a los demás, al salón. Comenzaron las despedidas y algunos se marcharon sin despedirse de Elena; otros, que no querían apartarla de su importante ocupación, se acercaban un momento y se iban en seguida, sin permitir que los acompañara.

El diplomático abandonó el salón triste y en silencio. Comparaba toda la vanidad de su carrera con la felicidad de Pierre. El viejo general respondió malhumorado a su mujer cuando le preguntó por el estado de su pierna. “¡Vieja estúpida! —pensó—. Elena Vasílievna será una belleza todavía a los cincuenta años.”

—Creo que la puedo felicitar— susurró Anna Pávlovna a la princesa, abrazándola y besándola con fuerza. —Si no fuera por la jaqueca, me quedaría.

La princesa no contestó, la atormentaba la envidia por la felicidad de su hija.

Mientras los invitados se despedían, Pierre permaneció a solas con Elena en la salita donde se habían sentado. En las últimas semanas los dos jóvenes habían estado solos mucho tiempo, pero nunca habían hablado de amor. Ahora él sentía que era necesario hacerlo pero no se atrevía a dar el último paso. Experimentaba vergüenza y le parecía que allí, junto a Elena, ocupaba el lugar de otro. “Esta felicidad no es para ti —le decía una voz interior—. Es para quienes no tienen lo que tú.” Pero era preciso decir algo, y se puso a hablar. Le preguntó si estaba contenta de la fiesta. Y Elena respondió con sencillez, como siempre lo hacía, que había sido para ella una de las más agradables.

En el salón grande quedaban todavía algunos parientes cercanos. El príncipe Vasili, con paso indolente, se acercó a Pierre. Pierre se levantó y dijo que era muy tarde. El príncipe Vasili lo miró con inquisitiva severidad, como si sus palabras resultaran tan extrañas que apenas pudieran entenderse; pero en seguida desapareció aquella expresión severa y el príncipe tiró del brazo de Pierre, le hizo sentarse de nuevo y le sonrió cariñosamente.

—¿Y qué, Elena?— se volvió hacia su hija, con el tono habitual despreocupado y tierno, propio de los padres que desde la infancia hablan con cariño a sus hijos, pero que en el caso del príncipe no era más que un deseo de imitar a los demás padres.

Después se dirigió de nuevo a Pierre:

—“Serguéi Kuzmich: De todas partes”— dijo, desabrochándose el primer botón del chaleco.

Pierre sonrió, comprendiendo que no era la anécdota de Serguéi Kuzmich lo que entonces interesaba al príncipe Vasili; y el príncipe comprendió que Pierre lo entendía así. Murmuro algo y salió de la estancia. A Pierre le pareció que el propio príncipe Vasili estaba turbado, y esa turbación del príncipe, veterano hombre de mundo, conmovió a Pierre. Se volvió a Elena, que también parecía confusa y le decía con la mirada: “Toda la culpa es tuya”.

“Es inevitable que dé el último paso… pero no puedo, no puedo”, pensó Pierre. Volvió a hablar de cosas indiferentes, de Serguéi Kuzmich, y le pidió que le contara la anécdota, porque no la había oído. Elena respondió, con una sonrisa, que tampoco la sabía.

Cuando el príncipe Vasili entró en el salón grande, la princesa hablaba con una dama de cierta edad; de Pierre naturalmente.

—Desde luego, c’est un parti très brillant, mais le bonheur, ma chère…[200]

—Les mariages se font dans les cieux— respondió la dama.[201]

El príncipe Vasili, como si no hubiera oído a las señoras, se retiró a un rincón y tomó asiento en un diván. Cerró los ojos y pareció quedarse dormido. Dio una cabezada y se despertó.

—Aline, allez voir ce qu’ils font— dijo a su mujer.[202]

La princesa se acercó a la puerta y con afectada indiferencia echó una mirada a la salita. Pierre y Elena seguían conversando igual que antes.

—Todo sigue igual— dijo la princesa a su marido.

El príncipe Vasili frunció el ceño, torció la boca y las mejillas le temblaron dándole esa expresión desagradable y vulgar que le era propia; se levantó, irguió la cabeza y con decidido andar pasó delante de las señoras y entró en la salita. Rápidamente y con gesto alegre se acercó a Pierre. El rostro del príncipe mostraba tan extraordinaria solemnidad, que Pierre al verlo se levantó asustado.

—¡Alabado sea Dios!— exclamó el príncipe. —¡Mi mujer me lo ha dicho todo!— con un brazo enlazó a Pierre y con el otro a su hija.

—Querido amigo, Elena… ¡Estoy tan contento!— su voz tembló. —Quise mucho a tu padre… y ella será para ti una buena esposa… ¡Que Dios os bendiga!

Abrazó a su hija, después abrazó de nuevo a Pierre y lo besó con aquella boca senil. Tenía las mejillas bañadas en lágrimas.

—¡Princesa, ven!— gritó.

La princesa entró y también rompió en llanto. La dama entrada en años se enjugaba los ojos con el pañuelo. Besaron a Pierre, que, a su vez, besó varias veces la mano de Elena. Unos momentos después volvían a dejarlos solos.

“Tenía que suceder así, no podía ser de otra manera —pensó Pierre—. No hay que preguntarse, pues, si está bien o mal. Está bien, puesto que todo ha terminado y ya no existe la turbadora incertidumbre de antes.” Pierre, en silencio, retenía la mano de su prometida y miraba cómo su hermoso pecho se levantaba y bajaba con la respiración.

—Elena— dijo en voz alta, y se detuvo.

“En estos casos hay que decir algo especial”, pensó, pero no podía recordar qué cosas se dicen en esos momentos. Miró el rostro de la joven; ella se le acercó, ruborizada.

—Oh, quítese esos… ¿cómo se llaman?… esos…— y miraba los lentes de Pierre.

Pierre se los quitó, y sus ojos —además de la expresión especial que adquieren cuando están acostumbrados a los lentes— tenían una mirada asustada e interrogante. Quiso inclinarse sobre su mano para besarla, pero ella, con un movimiento rápido y brusco de su cabeza, juntó sus labios a los de él. Pierre quedó sorprendido por la expresión del semblante de Elena: perpleja y desagradable.

“Ahora ya es tarde; todo ha terminado; además, la amo”, pensó Pierre.

—Je vous aime— dijo, recordando por fin lo que debía decir en aquel caso. Pero esas palabras resultaron tan pobres que se avergonzó de sí mismo.

Mes y medio después se casaba, dueño feliz —como todos decían— de una mujer bellísima y de muchos millones. Pierre y Elena se instalaron en San Petersburgo, en la mansión, totalmente renovada, de los condes Bezújov.

Guerra y paz
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