II
Además del deseo de apartarse de todos, Natasha experimentaba entonces un sentimiento especial de alejamiento que la distanciaba en especial de los suyos. Sus padres, Sonia, le eran tan próximos, tan familiares, estaba tan acostumbrada a ellos, que sus palabras y sus sentimientos le parecían una ofensa al mundo en el que vivía últimamente. No sólo se mostraba indiferente, sino que llegaba a mirarlos con hostilidad. Escuchó las palabras de Duniasha, que hablaba de una desgracia, y de Piotr Ilich, pero no llegó a comprenderlas.
“¿Qué desgracia puede haberles ocurrido? —pensó—. Para ellos todo sigue como antes, habitual, inmutable y tranquilo.”
Cuando entró en la sala su padre salía rápidamente de la habitación de la condesa con el rostro contraído y bañado en lágrimas. Buscaba refugio en otra estancia para dar plena libertad al llanto que lo ahogaba. Al ver a Natasha movió desesperadamente las manos y estalló en sollozos convulsivos que deformaban su cara redonda de rasgos suaves.
—¡Pe… Petia!… Entra, entra… ¡ella… ella te llama!…
Y llorando como un niño se acercó a una silla, todo lo rápidamente que le permitían sus débiles piernas, se dejó caer en ella y escondió el rostro entre las manos.
Natasha sintió de pronto como si una sacudida eléctrica recorriera su cuerpo. Algo oprimió su corazón con dolor insoportable. Le pareció que algo se rompía en ella y se moría. Pero sintió también que aquel sufrimiento la liberaba en el acto de la prohibición de vivir que pesaba sobre ella. A la vista de su padre, al oír a través de la puerta los terribles e inhumanos gritos de su madre, se olvidó al instante de su propio dolor y de sí misma. Corrió hacia su padre, pero él, agitando débilmente la mano, señaló la puerta de la habitación de su mujer. La princesa María salió de aquella estancia, muy pálida, la mandíbula temblorosa; tomó la mano de Natasha y le dijo algo. Natasha no la veía ni escuchaba nada. Con paso rápido llegó a la puerta, se detuvo un momento, como luchando consigo misma, y corrió hacia su madre. La condesa, tumbada en un sillón, contraída de manera extraña e incómoda, golpeaba su cabeza contra la pared. Sonia y varias doncellas la sujetaban por el brazo.
—¡Que venga Natasha! ¡Natasha!— gritaba la condesa. —Es mentira, mentira… Él miente— gritaba rechazando a cuantos la rodeaban. —¡Marchaos todos, es mentira! ¡Que lo han matado!… ¡Ja, ja, ja!… ¡Es mentira!
Natasha apoyó una rodilla en la butaca, se inclinó hacia su madre, la abrazó y, con una fuerza inesperada, la levantó, volvió hacia sí el rostro de su madre, abrazándola estrechamente.
—¡Mamita!… ¡Cariño!… ¡Estoy aquí, mamá…, querida mía!— susurraba, sin detenerse un segundo.
No soltaba a su madre, luchaba tiernamente con ella: pidió unos almohadones y agua; desabrochó y desgarró el vestido de la condesa.
—Querida, mamita, querida mía, palomita…— murmuraba sin descanso, besándole la cabeza, las manos, el rostro y sintiendo correr las lágrimas a raudales, haciéndole cosquillas en la nariz y las mejillas.
La condesa apretó la mano de su hija, cerró los ojos y se calmó por un momento. De pronto, con inesperada rapidez, se puso en pie, miró en derredor con ojos extraviados y, viendo a Natasha, apretó su cabeza con toda su fuerza: después, volvió hacia sí aquel rostro deformado por el dolor, lo contempló largamente.
—Natasha, tú me quieres— preguntó en voz baja y confiada. —Natasha, ¿no me engañarás? ¿Me dirás toda la verdad?
Natasha la miraba con los ojos llenos de lágrimas; en su rostro no había más que una súplica de perdón y de amor.
—Querida mía, mamita— repetía, desplegando todas las fuerzas de su amor hacia ella para aliviar de algún modo el exceso de dolor que la oprimía.
Y una vez más en aquella estéril lucha contra la realidad, la madre se negaba a creer en la posibilidad de seguir viviendo ahora que su hijo predilecto había muerto en la flor de la edad. Prefería huir de esa realidad y refugiarse en el mundo de la locura.
Natasha no recordaría después cómo transcurrieron ese día y la noche siguiente. Durante la noche no durmió, no se apartó de su madre. Aquel amor de Natasha, paciente, tenaz, que no era una explicación ni un consuelo sino un llamamiento para seguir viviendo, rodeaba constantemente a la condesa por todas partes. A la tercera noche la condesa se calmó un rato y Natasha, apoyada en el brazo de la butaca, cerró los ojos.
Hubo un crujido en el lecho de su madre. La joven abrió los ojos; la condesa, sentada en la cama, hablaba dulcemente:
—¡Qué contenta estoy de que hayas venido! Estarás cansado. ¿Quieres té?
Natasha se acercó.
—Te veo más alto y más hombre— proseguía la condesa, tomando la mano de su hija.
—Mamita, ¡qué dice!…
—¡Natasha, él ya no está, ya no está más!…— y abrazando a su hija, la condesa rompió a llorar por primera vez.