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—¿No te sucede a veces— preguntó Natasha a su hermano cuando se hubieron acomodado —que piensas que todo lo hermoso ha pasado y ya no queda nada, nada más? ¿Y que sientes, no diría tedio, sino tristeza?

—¡Ya lo creo!— dijo él. —A veces todos están contentos, todo va bien, y se me ocurre pensar que todo es aburrido y que todos tendrían que morir. Un día, en el regimiento no salí de paseo, fuera tocaba la música… y me sentí tan triste…

—¡Oh! Lo sé, lo sé— confirmó Natasha. —También me sucedió a mí, cuando era muy niña. ¿Te acuerdas? Una vez me castigaron por unas ciruelas; todos vosotros estabais bailando, yo me quedé en el gabinete de estudio, sola, y lloré mucho. No lo olvidaré nunca. Estaba triste y sentía lástima de todos, de todos, y de mí misma. Y lo principal es que yo no tenía la culpa. ¿Te acuerdas?

—Sí, lo recuerdo— dijo Nikolái. —Me acuerdo de que fui a verte; quería consolarte, ¿sabes? Sentía remordimiento. Éramos tan ingenuos. Yo tenía un juguete, un payaso, y quise dártelo. ¿Recuerdas?

—¿Y recuerdas hace aún más tiempo— dijo Natasha con pensativa sonrisa, —cuando éramos muy, muy pequeños; el día en que nos llamó el tío a su despacho, en la vieja casa todavía? Todo estaba oscuro, llegamos y había allí…

—Un negro— terminó Nikolái con alegre sonrisa, —¿Cómo no voy a recordarlo? Y aun ahora no sé si era negro, o si lo soñamos, o si es que nos lo contaron.

—Era gris y tenía los dientes blancos. Estaba de pie y nos miraba.

—¿Se acuerda, Sonia?— preguntó Nikolái.

—Sí, sí, algo recuerdo— respondió Sonia tímidamente.

—A veces he preguntado a mamá y a papá por aquel negro— dijo Natasha. —Dicen que no había ningún negro… ¡Pero tú lo recuerdas!

—¡Ya lo creo! Como si ahora estuviera viendo sus dientes blancos.

—¡Qué raro! Es como un sueño. Me gusta recordar.

—¿Y te acuerdas de cuando empezamos a jugar con unos huevos de Pascua en la sala y de pronto entraron dos viejas y se pusieron a rodar por el suelo también? ¿Ha sucedido esto, sí o no? ¿Te acuerdas de lo bien que lo pasábamos?

—Sí. ¿Y cuando papá, con su abrigo azul, disparó la escopeta en el porche de la casa?

Se interrumpían sonrientes, felices al evocar —no tristes recuerdos propios de la vejez— los recuerdos poéticos de la infancia; esas impresiones de un pasado bastante lejano cuando la fantasía se entrelaza con la realidad. Y reían los tres dulcemente con íntimo gozo.

Aun cuando sus recuerdos fueran comunes, Sonia, como siempre, no llegaba tan lejos. No recordaba muchas cosas, que ellos guardaban en su memoria, y las que recordaba no despertaban en ella aquel sentimiento poético que embargaba a los dos hermanos. Se complacía de su júbilo y trataba de participar en él.

Únicamente intervino cuando Natasha y Nikolái recordaron la llegada de Sonia. Contó entonces que había tenido miedo de Nikolái porque éste llevaba cordones en la chaqueta y la niñera le decía que la coserían dentro.

—Yo recuerdo que me dijeron que tú habías nacido debajo de una col— dijo Natasha. —No me atrevía a dudarlo, pero sabía que no era verdad y me sentía incómoda.

En la puerta del fondo apareció una sirvienta.

—Señorita, ya han traído el gallo— anunció en voz baja.

—Ya no hace falta, Paulina; di que se lo lleven.

Dimmler entró después, cuando estaban en plena conversación: se acercó al arpa, colocada en un ángulo del salón, la desenfundó y del instrumento salió un sonido discordante.

—Edvard Kárlich, toque, por favor, mi Nocturno favorito del señor Field— dijo desde la otra sala la voz de la condesa.

Dimmler inició unos acordes y, volviéndose a Natasha, Nikolái y Sonia, dijo:

—¡Qué tranquilos están los jóvenes!

—Sí. Estamos filosofando— contestó Natasha, volviéndose por un segundo, y prosiguió la conversación.

Ahora hablaban de sueños.

Dimmler comenzó a tocar. Natasha, sin hacer ruido, se acercó a la mesa, tomó el candelero, lo sacó de la habitación y volvió a su sitio. La habitación, y especialmente el rincón donde estaban sentados, quedó en la oscuridad, pero por las amplias ventanas entraba la luz plateada de la luna llena.

—¿Sabéis qué pienso?— murmuró Natasha acercándose a Nikolái y a Sonia, mientras Dimmler, terminada la canción, permanecía sentado, pulsando débilmente las cuerdas y preguntándose si debería dejarlo o tocar algo nuevo. —Cuando uno comienza a recordar pasa el tiempo recordando todo y se llega a recordar lo que se era antes de nacer.

—Eso es la metempsicosis— aseguró Sonia, que siempre fue buena estudiante y lo recordaba todo. —Los egipcios creían que nuestras almas eran de los animales y volvían a ellos.

—No, no creo que estuviesen en algún animal— dijo Natasha, siempre en voz baja, aunque la música había cesado. —Estoy segura de que éramos ángeles, que debíamos de estar en alguna parte y también aquí, y que por eso lo recordamos todo…

—¿Puedo unirme a ustedes?— preguntó en voz baja Dimmler, sentándose al lado de ellos.

—Si hubiésemos sido ángeles, ¿por qué íbamos a caer en un estado inferior? No; no es posible— dijo Nikolái.

—No inferior, ¿quién ha dicho que habíamos caído en un estado inferior? ¿Por qué sé lo que era antes?— replicó Natasha persuadida. —El alma es inmortal… Entonces, si he de vivir siempre, también he vivido antes, he vivido toda la eternidad.

—Sí, pero es difícil representarse la eternidad— aseguró Dimmler, que se había acercado a los jóvenes con una sonrisa afable y despreciativa pero que ahora hablaba con el mismo tono serio y velado de los jóvenes.

—¿Por qué?— intervino Natasha. —Hoy es, mañana será, siempre será; y ayer y anteayer eran…

—¡Natasha! Ahora te toca a ti. Cántame algo— se oyó la voz de la condesa. —Estáis sentados ahí como unos conspiradores.

—¡Mamá, tengo tan pocas ganas de cantar!— replicó Natasha. Pero se levantó en seguida.

Nadie, ni siquiera Dimmler, que ya no era joven, deseaba interrumpir la conversación y salir de aquel rincón del saloncito. Pero Natasha se levantó y Nikolái se sentó al clavicordio. Como siempre, Natasha se colocó en el centro de la sala escogiendo el punto más conveniente para el sonido, y entonó la romanza preferida de su madre.

Había dicho que no tenía deseos de cantar, pero hacía tiempo que no cantaba tanto ni tan bien como aquella noche. El conde Iliá Andréievich la escuchaba desde el despacho donde estaba conversando con Míteñka y, como un alumno que se apresura a concluir sus lecciones para correr a jugar, dio las últimas órdenes a su administrador y guardó silencio. También Míteñka escuchaba callado y sonriente, de pie ante el conde.

Nikolái no apartaba los ojos de Natasha; respiraba al mismo ritmo que ella. Sonia pensaba en la gran diferencia que había entre ella y su amiga y comprendía que le era imposible ser, por poco que fuera, tan encantadora como su prima. La condesa escuchaba con su sonrisa feliz y triste; las lágrimas le asomaban a los ojos y de vez en cuando movía la cabeza. Pensaba en su hija, en su propia juventud y en que había algo ilógico y temible en el matrimonio de Natasha con el príncipe Andréi.

Dimmler, sentado junto a la condesa, escuchaba con los ojos cerrados.

—¡Oh, condesa!— dijo, por fin. —¡Tiene talento para cantar en cualquier escena europea! Tanta suavidad, tanta dulzura y vigor…

—Temo por ella, tengo miedo— dijo la condesa, sin pensar en quién la escuchaba. Su instinto maternal le decía que en Natasha había algo excesivo que impediría su felicidad.

No había concluido Natasha su canción cuando en la sala irrumpió, con su entusiasmo de catorce años, el pequeño Petia, que anunciaba la llegada de los disfrazados.

Natasha se detuvo en seco.

—¡Estúpido!— gritó y corrió hacia una silla, se dejó caer y estalló en sollozos y durante largo rato no pudo detener sus lágrimas. —No es nada, mamá, nada; es que Petia me ha asustado— decía intentando sonreír; pero sus lágrimas seguían fluyendo y los sollozos oprimían su garganta.

Los criados, disfrazados de osos, turcos, posaderos y grandes señoras, terribles y cómicos, aparecieron en la sala, trayendo consigo el frío y la alegría. Al principio se escondían unos detrás de otros en la antecámara; después fueron entrando tímidamente hasta que, cobrada cierta confianza, comenzaron sus canciones, sus danzas y sus juegos de Navidad.

La condesa fue reconociendo los rostros; después de reírse un rato de sus disfraces, se retiró al salón. El conde, con una sonrisa resplandeciente, se quedó en la sala animando a los disfrazados. Los jóvenes habían desaparecido.

Media hora después entraron nuevos disfrazados; una vieja señora con miriñaque, que era Nikolái; una turca, el disfraz de Petia; Dimmler se había vestido de clown, Natasha de húsar y Sonia de circasiano, con bigote y cejas pintados con corcho quemado.

Fueron acogidos por los no disfrazados con indulgente asombro, fingiendo no reconocerlos y alabando sus disfraces; los jóvenes consideraban que sus disfraces eran tan buenos que debían enseñarlos a más gente.

Nikolái quería, aprovechando el excelente estado del camino, dar un paseo a todos en su troika, y propuso ir con diez criados disfrazados a la casa del tío.

—No, no… molestarías al viejo— dijo la condesa; —además allí no hay sitio. Si queréis ir a alguna parte id a casa de la Meliúkova.

La señora Meliúkova era una viuda con varios hijos de diversa edad, también con sus institutrices, que vivía a cuatro kilómetros de los Rostov.

—¡Eso sí que está bien pensado, ma chère!— aseguró animado el conde. —Ahora mismo me disfrazo y voy con vosotros. Divertiré a Pachette.

Pero la condesa se opuso: durante aquellos días le había dolido una pierna. Se decidió que Iliá Andréievich no podía salir; pero que si Luisa Ivánovna, es decir, Mme Schoss, quería acompañarlas, las jóvenes podían ir también a casa de Meliúkova. Sonia, tímida y vergonzosa como siempre, fue la más tenaz en suplicar a Luisa Ivánovna.

Era la mejor disfrazada; el bigote y las cejas pintadas le sentaban muy bien. Todos aseguraban que estaba muy guapa y aquel día se sentía, contra lo habitual, animada y enérgica. Una voz interior le decía que si su destino no se decidía aquel día, no se decidiría nunca, y con su traje de hombre parecía otra persona. Luisa Ivánovna consintió y media hora más tarde se acercaban al porche cuatro troicas con campanillas y cascabeles, haciendo chirriar sus patines sobre la nieve helada.

Natasha fue la primera en dar el tono alegre que corresponde a la festividad navideña; alegría que, al pasar de unos a otros, fue en aumento y llegó al máximo cuando salieron todos de la casa al frío glacial para ocupar los trineos, entre conversaciones, risas y gritos.

Había dos trineos de servicio; el tercero era la troika del conde, con su caballo de Orel en el centro, y el cuarto, la de Nikolái, que llevaba de guía un caballo pequeño de pelo largo y negro. Nikolái, con su traje de señora, cubierto con su capa de húsar, permanecía de pie sobre el trineo y sostenía las riendas.

La noche era tan clara que a la luz de la luna se veían brillar los herrajes y los ojos de los caballos que miraban temerosos el ruidoso grupo reunido bajo el tejadillo oscuro del porche.

Natasha, Sonia, Mme Schoss y dos muchachas tomaron asiento en el trineo de Nikolái; en el trineo del viejo conde iba Dimmler con su esposa y Petia; en los otros, los criados disfrazados.

—¡Ve delante, Zajar!— gritó Nikolái al cochero de su padre, con la intención de pasarlo después en el camino.

El trineo del viejo conde, en el cual tomó asiento Dimmler y otros disfrazados, arrancó haciendo crujir los patines, que parecían haberse pegado a la nieve, entre el sonoro tintineo de su campanilla. Los caballos de repuesto se apretaban a las varas y removían una nieve dura y brillante como azúcar.

Lo siguió Nikolái y a continuación se pusieron en marcha los otros dos. Primero avanzaron a un trote corto por el camino estrecho. Mientras pasaban a lo largo del jardín, los altos árboles desnudos proyectaban su sombra sobre el camino y ocultaban la clara luz de la luna, pero en cuanto salieron de la finca, la llanura nevada, totalmente inundada por el resplandor nocturno, se extendió inmóvil ante ellos brillando como un diamante de reflejos azulados. El primer trineo experimentó una sacudida; otro tanto ocurrió al que guiaba Nikolái y a los siguientes. Y rompiendo el silencio petrificado de la noche, siguieron corriendo en fila.

—¡Huellas de liebre! ¡Hay muchas!— resonó la voz de Natasha en el aire frío e inmóvil.

—¡Qué bien se ve, Nikolái!— dijo Sonia.

Nikolái se inclinó hacia Sonia para ver mejor su rostro: era una cara nueva, graciosa, con bigotes y cejas pintadas, iluminada por la luna, la que emergía próxima y lejana de las pieles de marta.

“Antes era Sonia”, pensó. Y la miró más de cerca, sonriendo.

—¿Decía algo, Nikolái?

—No, nada— y se volvió de nuevo hacia los caballos.

El amplio camino trillado, que los patines de los trineos habían dejado como aceitoso, estaba socavado por huellas de lañas, visibles a la luz de la luna; los mismos caballos tiraban de las riendas y aceleraban el paso. El caballo de la izquierda, con la cabeza doblada, sacudía los tirantes; el caballo de tiro se balanceaba y levantaba las orejas como preguntando: “¿Hay que empezar ya o es pronto todavía?”. Delante, ya lejos, se distinguía, precisa, en medio de la nieve, la negra troika de Zajar, que se alejaba entre el repiqueteo de su pesada campanilla. Se oían los gritos, las risas y las voces de los disfrazados.

—¡Ea, amigos!— gritó Nikolái, tirando de las riendas con una mano y apartando el látigo con la otra.

Sólo por el aire que les azotaba con más fuerza el rostro y por el acelerado galope de los caballos podía advertirse la velocidad a que volaba la troika. Nikolái volvió el rostro. Entre gritos, risas y chasquidos de los látigos, se acercaban los otros trineos. El caballo de tiro, bajo su arco, no acortaba el paso y prometía apretar más cuando fuese necesario.

Nikolái alcanzó al primer trineo; bajaron una cuesta y entraron en un camino trillado, que pasaba por un prado junto al río.

“¿Por dónde vamos? —pensó Nikolái—. Seguramente por el prado Kosoi. Pero no, esto es algo nuevo que nunca he visto. No es ni el prado Kosoi ni la cuesta de Diómkino. ¡Dios sabe qué es! Algo nuevo y mágico. Pero es lo mismo, que sea lo que sea.” Y, gritando a sus caballos, se puso a la altura de la primera troika.

Zajar retuvo su tiro y volvió la cara, cubierta de escarcha hasta las cejas.

Nikolái lanzó su trineo a todo galope. Zajar alargó los brazos, hizo chasquear la lengua y salió también disparado.

—¡Aguanta, señor!— dijo.

Ambos trineos volaban emparejados, aún más veloces, y el repiqueteo de los cascos de los caballos era cada vez más rápido. Nikolái iba aumentando la diferencia. Zajar, sin cambiar su posición, con los brazos tendidos, levantó la mano con las riendas.

—¡No te saldrás con la tuya, señor!— gritó a Nikolái.

Nikolái lanzó sus caballos a todo galope y pasó a Zajar. Los brutos levantaban una nube de nieve fina y seca que azotaba las caras de los viajeros. En sus oídos resonaba el rápido martilleo de las pezuñas y las patas de los caballos se entrecruzaban con creciente velocidad mezclándose con las sombras de la troika adelantada. Se oía el chirriar de los trineos sobre la nieve y los chillidos de las mujeres.

Nikolái frenó y miró en derredor. La misma llanura mágica; las mismas estrellas encima, la misma claridad de la luna que lo llenaba todo.

“Zajar grita que tome la izquierda; ¿por qué a la izquierda? —pensó Nikolái—. ¿Es que vamos a casa de las Meliúkova? ¿Es esto Meliúkova? ¡Sabe Dios dónde estamos y lo que nos sucede! ¡Pero es extraño y está muy bien lo que nos sucede!”

Volvió la cabeza para mirar dentro del trineo.

—Mira, tiene blancos los bigotes y las pestañas— dijo alguien de fino bigote y cejas sentado entre otros disfrazados atractivos y desconocidos.

“Se diría que ésta es Natasha —pensó Nikolái—, y esa otra es Mme Schoss, aunque puede que no lo sea. Y ese circasiano del bigote no sé quién es, pero lo quiero.”

—¿No tienen frío?— preguntó.

No hubo respuesta. A sus espaldas sonaron algunas risas. Dimmler, desde los trineos que iban detrás, gritó algo, probablemente muy divertido, pero fue imposible entenderlo.

—¡Sí, sí!— contestaron entre risas algunas voces.

“Pero esto es un bosque encantado, con sombras negras, cambiantes y diamantinas; con una gran escalinata de mármol y techos de plata de los palacios mágicos; se oye el chillido agudo de unos animales.”

“¿Y si esto fuera Meliúkova? Aún resulta más extraño que después de andar a la aventura hayamos llegado a Meliúkova”, pensaba Nikolái.

En efecto, estaban en Meliúkova; varios domésticos aparecían ya en el portal con bujías encendidas y caras risueñas.

—¿Quién es?— preguntó alguien desde la escalera.

—¡Disfrazados de la casa del conde! Los conozco por los caballos— respondió otra voz.

Guerra y paz
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