V
El ejército siguió retrocediendo más allá de Smolensk, perseguido por el enemigo. El 10 de agosto el regimiento mandado por el príncipe Andréi pasaba por el camino general frente a la desviación que llevaba a Lisie-Gori. La sequía y el calor sofocante duraban ya más de tres semanas. Todos los días atravesaban el cielo unas nubes rizosas, blanquecinas, que a veces empañaban el sol, pero al atardecer el cielo se despejaba y el sol se ocultaba en el horizonte en medio de una neblina pardo rojiza. Sólo el rocío refrescaba la tierra por las noches. Las mieses que habían quedado sin segar se secaban y desgranaban; los pantanos estaban secos; el ganado mugía de hambre, sin encontrar pasto en los prados quemados por el sol. Sólo durante la noche y dentro de los bosques se mantenía, gracias al rocío, un poco de frescor; pero no había alivio en el camino por el que avanzaban los soldados, ni siquiera de noche en los bosques que debían atravesar. No había rocío en el camino polvoriento, con la tierra removida cerca de un palmo. Al amanecer se reanudaba la marcha: los convoyes, la artillería, avanzaban sin hacer ruido en medio de aquel ardiente polvo asfixiante y blando, no refrescado durante la noche, que llegaba hasta el cubo de sus ruedas y hasta los tobillos de la infantería. Parte de aquel polvo era aplastado por los pies y las ruedas; otra se alzaba encima de las tropas como una nube, se metía en los ojos, las narices, las orejas y entre los cabellos de los soldados: pero, sobre todo, en los pulmones de hombres y animales que marchaban por ese camino. Cuanto más alto estaba el sol, más se alzaba la nube de polvo, cálido y transparente, hasta el punto de que los hombres podían verlo directamente con mirar al cielo no oculto por las nubes. El sol parecía un enorme disco rojo. No corría el aire y los hombres se asfixiaban en aquella atmósfera inmóvil, se tapaban las narices y la boca con pañuelos. Cuando llegaban a un poblado, todos se precipitaban a los pozos, reñían por el agua y bebían hasta el cieno.
El príncipe Andréi, puesto al frente de un regimiento, se preocupaba exclusivamente de la instalación de sus hombres, del bienestar de todos y de la necesidad de dar y recibir órdenes. El incendio y la rendición de Smolensk habían hecho época en su vida. Un nuevo sentimiento de odio contra el enemigo le hacía olvidar su propio dolor. Entregado por entero a las necesidades de su regimiento, se preocupaba de los soldados y oficiales, y se mostraba cariñoso con todos. Sus hombres lo llamaban nuestro príncipe, se enorgullecían de él y lo querían. Pero esa bondad suya era sólo para sus hombres, para Timojin y para las gentes nuevas, de un ambiente distinto, que nada sabían de su pasado ni podían comprenderlo. Cuando se encontraba con algún antiguo compañero del Estado Mayor se ponía en guardia inmediatamente; se volvía colérico, irónico y despectivo. Lo repelía todo cuanto recordase su pasado. En tales circunstancias, procuraba no ser injusto y se limitaba a cumplir con su deber.
El príncipe Andréi lo veía todo con los colores más sombríos, especialmente después del 6 de agosto, día en que abandonaron la ciudad de Smolensk (que, a su juicio, se podía y debía defender) y después de que su padre enfermo tuviera que huir a Moscú, abandonando al saqueo su amada Lisie-Gori, que con tanto cariño había cuidado. Eso no impedía, sin embargo, que pudiera pensar en otras cosas, sobre todo en su regimiento, aparte de los problemas generales. El 10 de agosto, la columna en la que iba su regimiento pasaba a la altura de Lisie-Gori; dos días antes el príncipe Andréi recibió la noticia de que los suyos —su padre, hijo y hermana— habían salido para Moscú. Y aunque nada tenía que hacer en Lisie-Gori, quiso acercarse allí con deseo de renovar un dolor.
Mandó que le ensillaran un caballo y se dirigió a la aldea de su padre, donde había nacido y pasado su niñez. Al llegar al estanque donde decenas de mujeres solían lavar la ropa y charlar animadamente notó que todo estaba desierto. En el agua flotaba aún una balsa medio sumergida. Se acercó a la casa del guarda: la puerta cochera estaba abierta y no había nadie. La hierba cubría los senderos, las terneras y los caballos vagaban por los jardines de estilo inglés. El príncipe Andréi se acercó al invernadero: los cristales aparecían rotos y por todas partes se veían plantas secas y caídas de sus tiestos. Llamó al jardinero Tarás, pero no contestó nadie. Dando la vuelta al invernadero vio que la cerca de madera tallada estaba rota y que habían arrancado las ramas de ciruelos con las frutas. Un viejo mujik estaba sentado en un banco verde; se ocupaba en trenzar unos lapti. El príncipe Andréi lo conocía; desde su infancia lo había visto en aquella misma postura.
Era sordo y no lo oyó acercarse. Ocupaba el sitio favorito del viejo príncipe; alrededor había algunas tiras de corteza puestas sobre las ramas secas de un magnolio desmochado.
El príncipe Andréi se acercó a la casa. Varios tilos del viejo jardín aparecían talados. Una yegua y su potro andaban entre los rosales. Las ventanas de la mansión estaban tapiadas, excepto una del piso bajo. Al ver al príncipe, un chiquillo entró precipitadamente en la casa.
Alpátich, que había mandado fuera a su familia, se había quedado solo en Lisie-Gori. En aquel momento leía las Vidas de santos; al conocer la llegada del príncipe Andréi salió de casa con los lentes en la nariz. Se acercó con presteza al amo, abrochándose por el camino, y sin decir nada le besó las rodillas, sollozando.
Después, como enfadado por su debilidad, informó al príncipe de todo lo ocurrido. Todas las cosas de valor habían sido llevadas a Boguchárovo. También habían sacado unos doscientos cincuenta quintales de trigo; las tropas habían segado, verde aún, el forraje y la cosecha de primavera, que era, según Alpátich, espléndida. Los campesinos estaban arruinados; muchos se habían ido a Boguchárovo y otros pocos permanecían en Lisie-Gori.
Sin escuchar hasta el fin, el príncipe Andréi preguntó:
—¿Cuándo se fueron mi padre y mi hermana?
Quería decir “cuándo se fueron a Moscú”, pero Alpátich, creyendo que se refería a Boguchárovo, contestó que el día 7. En seguida volvió a hablar de asuntos relacionados con la propiedad y pidió órdenes.
—¿Quiere Su Excelencia que demos avena a las tropas contra recibo? Aún quedan mil quinientos quintales.
“¿Qué debo contestar?”, se preguntó el príncipe, mirando la cabeza calva del viejo, que brillaba al sol, y leyendo en su rostro que él mismo se daba cuenta de que era inoportuna su pregunta y que sólo la hacía para ocultar su dolor.
—Dalos— contestó.
—Habrá visto usted el desorden del jardín— dijo Alpátich; —fue imposible evitarlo. Pasaron tres regimientos, que hicieron noche aquí; en particular los dragones. He anotado el grado y el nombre del comandante, para presentar una reclamación.
—Bueno, ¿y tú qué vas a hacer? ¿Te quedarás si entra el enemigo?— preguntó el príncipe.
Alpátich volvió la cara hacia el príncipe Andréi, lo miró y dijo, levantando un brazo con gesto solemne:
—Él es mi protector: que se cumpla su voluntad.
Por el prado un numeroso grupo de campesinos y criados, descubiertos, se iba acercando al príncipe Andréi.
—Bueno, adiós— dijo el príncipe, inclinándose a Alpátich. —Vete tú también; llévate lo que puedas y manda a la gente que se vaya a la finca de Riazán o a la de Moscú.
Alpátich se abrazó a una pierna del príncipe y comenzó a llorar. El príncipe lo apartó suavemente, espoleó el caballo y se volvió al galope por una de las alamedas.
En las gradas del invernadero, con la misma indiferencia de una mosca en el rostro de un difunto querido, el viejo de antes trenzaba sus lapti. Dos niñas salieron, con sus faldas recogidas llenas de ciruelas que habían arrancado de los árboles del invernadero; al ver al príncipe, la mayor de ellas, asustada, cogió por la mano a la pequeña y se ocultó detrás de un abedul, sin tiempo de recoger las verdes ciruelas desparramadas por la tierra.
El príncipe Andréi se volvió rápidamente para que no se dieran cuenta de que las había visto; le dio lástima aquella linda niña asustada; temía mirarla, pero el deseo de verla era irresistible. Lo invadió un nuevo sentimiento, dulce y apacible, al ver a esas niñas; comprendió que existían intereses totalmente ajenos a él, pero tan humanos y legítimos como los suyos. Las niñas, al parecer, sólo deseaban apasionadamente una cosa: llevarse las ciruelas verdes y comerlas sin ser descubiertas; el príncipe Andréi deseó que todo les saliera bien. No pudo resistir el deseo de mirarlas otra vez. Ahora las niñas, creyéndose fuera de peligro, habían salido de su escondite y, sujetando las faldas, charlaban con sus agudas vocecitas, sin dejar de correr alegremente por el prado con sus pies descalzos, morenos por el sol.
Se sentía mejor después de haber salido del ambiente polvoriento del camino por el que se movían las tropas; pero no lejos de Lisie-Gori hubo de unirse de nuevo a su regimiento, durante uno de los altos junto a la represa de un pequeño estanque. Pasaba la una de la tarde y el sol, como un disco rojo y polvoriento, le quemaba las espaldas a través de la guerrera negra. El polvo, siempre denso, se mantenía inmóvil encima de los soldados, que charlaban sin cesar. No soplaba el más leve viento; al llegar cerca del estanque, el príncipe Andréi sintió el frescor del agua y el olor a cieno; le habría gustado echarse al agua, pese a la suciedad y el barro. Desde el estanque llegaban risas y gritos; el agua, turbia y llena de verdín, había subido un poco de nivel y desbordaba por encima de la presa; en el centro del estanque había muchos hombres de cuerpos blancos, con manos, rostros y cuellos quemados por el sol. Toda aquella carne blanca, humana y desnuda que chapoteaba entre risas y gritos en aquella charca sucia eran como carpas en una regadera. El júbilo del baño parecía alegre y por ello resultaba especialmente triste.
Un joven soldado rubio, de la tercera compañía —a quien el príncipe Andréi conocía personalmente—, con una correa en la pantorrilla, retrocedió unos pasos para tomar carrerilla, se persignó y se tiró al agua; otro, un suboficial moreno, siempre desgreñado, con el agua hasta la cintura, contraía su musculoso torso, resoplaba alegremente echándose agua sobre la cabeza con las manos negras, color que se extendía por el brazo hasta el codo. Se palmeaban unos a otros, chillaban, reían.
En las orillas del estanque, en la presa, por todas partes se veía aquella carne blanca, musculosa y fuerte. Timojin, un oficial de nariz pequeña y colorada, estaba secándose con una toalla; lo cohibía la presencia del príncipe Andréi, pero decidió hablarle:
—Da gusto, Excelencia… Debería bañarse.
—El agua está sucia— contestó el príncipe con una mueca.
—La limpiaremos en seguida— y, todavía sin vestir, Timojin corrió para dar las oportunas órdenes.
—El príncipe quiere bañarse.
—¿Qué príncipe? ¿El nuestro?— preguntaron muchos.
Todos se pusieron en movimiento, y a duras penas pudo el príncipe Andréi contenerlos. Decidió que era mejor lavarse en el cobertizo.
“Carne… cuerpo, chair à canon”, pensaba mirando su propio cuerpo desnudo, y se estremeció, no tanto por el frío como por la repugnancia incomprensible y el horror que le causaba ver aquella enorme cantidad de cuerpos que chapoteaban en el agua sucia del estanque.
El 7 de agosto, el príncipe Bagration, en su campamento de Mijáilovka, situado en el camino de Smolensk, escribía la siguiente carta:
Señor conde Alexéi Andréievich:
(La carta era para Arakchéiev, pero Bagration sabía que la leería el mismo Emperador y por eso, de acuerdo con su capacidad, meditaba bien cada palabra.)
Supongo que el ministro lo habrá informado ya sobre la entrega de Smolensk al enemigo. Resulta penoso y triste; todo el ejército está desesperado por haber tenido que abandonar en vano la más importante de nuestras plazas. Por mi parte, se lo pedí personalmente, y le escribí, tratando por todos los medios de convencerlo, pero no quiso acceder. Le juro por mi honor que entonces se hallaba Napoleón en una bolsa como jamás lo estuvo y podía haber perdido la mitad de su ejército sin lograr conquistar Smolensk. Nuestras tropas lucharon y luchan como nunca. Con quince mil hombres he resistido durante más de treinta y cinco horas atacándolos; él, en cambio, no quiso siquiera resistir catorce. Es una vergüenza y una mancha para nuestro ejército; me parece que ese hombre no merece vivir. Si él dice que nuestras bajas son muy numerosas, no es cierto, quizá unos cuatro mil y tal vez ni eso. Pero, aunque fueran diez mil, ¿qué podemos hacer? Es la guerra. En cambio, las pérdidas del enemigo son muy considerables…
¿Qué suponía quedarse dos días más? Al menos, el enemigo se habría marchado por sí mismo, porque no le quedaba agua ni para los hombres ni para los caballos. Me dio palabra de no retroceder, mas de pronto me envió una orden de operaciones anunciando que levantaba el campo por la noche. De esa manera no se puede hacer una guerra y podemos llevar muy pronto al enemigo hasta Moscú…
Corre la voz de que usted piensa en la paz. ¡Dios nos libre de eso! ¡Hacer la paz después de tantos sacrificios y de una retirada tan insensata! Pondría a toda Rusia en contra de usted; todos nos avergonzaríamos de llevar el uniforme. En el punto a que hemos llegado no queda más remedio que combatir mientras Rusia tenga fuerzas y mientras sus hombres se mantengan en pie…
Debe mandar uno solo y no dos. Su ministro tal vez sea bueno en el Ministerio, pero como general no diré que es malo, sino que no sirve para nada. ¡Y a un hombre así se le confían los destinos de toda nuestra patria!… Le confieso que el despecho me vuelve loco. Perdóneme que escriba con tanto atrevimiento. Es evidente que sólo quien no quiera a nuestro Zar y desee nuestra total derrota puede aconsejar al ministro que firme la paz y se ponga al frente del ejército. No digo más que la verdad: preparen milicias populares, porque a este paso el ministro llevará consigo a la capital a nuestros visitantes. El señor general ayudante de campo del Zar, Wolzogen, es muy sospechoso para todo el ejército. Dicen que es más de Napoleón que nuestro, y es él quien aconseja en todo al ministro. Yo, personalmente, no sólo me muestro cortés con él, sino que obedezco como un simple cabo, aun cuando soy mayor que él. Me duele, sí, pero obedezco por amor a mi bienhechor el Zar. Sólo digo que es lástima que el Zar confíe a tales gentes la gloria de nuestro ejército. Imagínese que con nuestra retirada hemos perdido más de quince mil hombres rezagados por el cansancio en los hospitales, y que, de haber atacado, no habría ocurrido lo mismo. Piense, por amor de Dios, en lo que dirá nuestra madre Rusia: que tenemos miedo y entregamos nuestra buena y fiel patria a unos canallas y que en todos los súbditos infundimos un sentimiento de odio y de vergüenza. ¿Por qué hemos de ser cobardes? ¿A quién hemos de tener miedo? Yo no tengo la culpa si el ministro es indeciso, cobarde, torpe, lento, si no tiene más que defectos. Todo el ejército llora por ello y lo cubre de injurias…