VI

A principios de invierno llegó a Moscú la princesa María. Por los chismes de la ciudad conoció la situación de los Rostov y supo que “el hijo se sacrificaba por su madre”, como decían todos.

“No esperaba otra cosa de él”, se dijo la princesa, dándose cuenta con alegría de que eso confirmaba su amor por Nikolái. Dadas las relaciones amistosas y casi familiares con toda la familia Rostov, creyó un deber suyo ir a visitarlos. Pero recordando su relación de amistad, cordial, con Nikolái en Vorónezh, tenía miedo de volver a encontrarse con él; por último, haciendo un gran esfuerzo sobre sí misma, fue a verlos algunas semanas después de su llegada a Moscú.

Nikolái fue el primero en recibirla, puesto que para entrar en la habitación de la condesa debía pasar por la suya. El rostro de Nikolái, no más verla, en vez de expresar la alegría que la princesa María esperaba, manifestó frialdad, dureza y orgullo, que ella nunca había conocido en él. Nikolái preguntó por su salud, la acompañó a la habitación de su madre y cinco minutos después salió.

Cuando la princesa María se despidió de la condesa, Nikolái la acompañó a la antesala con una gravedad y frialdad especiales. No contestó una sola palabra a las observaciones de ella acerca de la salud de la condesa. “¿Qué le importa? ¡Déjeme tranquilo!”, parecía decir su mirada.

—¿Para qué viene? ¿Qué necesita? ¡Detesto a esas señoronas y todas sus amabilidades!— dijo en voz alta delante de Sonia, incapaz de contener su fastidio, cuando el coche de la princesa se alejó de la casa.

—Nicolás, ¿cómo puedes hablar así?— replicó Sonia, ocultando apenas su alegría. —¡Es tan buena! Y maman la quiere mucho…

Nikolái no contestó y no habría querido hablar más de la princesa. Pero desde aquella visita no pasó un día sin que la vieja condesa dejara de mencionarla.

La condesa la elogiaba, exigía que su hijo fuera a visitarla, expresaba el deseo de tratarla con frecuencia y, al mismo tiempo, se ponía de mal humor cuando hablaba de ella.

Nikolái procuraba callar siempre que su madre se refería a la princesa, pero su silencio parecía irritarla.

—Es una joven muy digna y buena— decía. —Debes visitarla. Por lo menos será una ocasión para que trates con alguien; con nosotras, creo yo, debes aburrirte.

—No tengo ningún deseo de hacerlo, mamita.

—Antes querías verla y ahora no; de veras, querido, no te entiendo. Unas veces te aburres y otras no quieres ver a nadie.

—Yo no he dicho que me aburra.

—¡Cómo! Tú mismo has dicho que no quieres verla. Es una joven dignísima, y siempre te gustaba; y ahora, no sé por qué motivo… Siempre me ocultáis algo.

—Nada de eso, mamita.

—Si te pidiera que hicieses algo molesto… pero te pido que devuelvas una visita… Me parece que la cortesía lo exige. Te lo he pedido pero, en adelante, no te diré nada, ya que tienes secretos para tu madre.

—Iré, si usted lo quiere.

—A mí me da igual. Lo decía por ti.

Nikolái suspiraba, se mordisqueaba el bigote, extendía las cartas y trataba de atraer la atención de su madre hacia otro tema.

Pero la misma conversación se repetía al día siguiente y al otro, al tercero, al cuarto.

Tras la visita a los Rostov y la inesperada y fría acogida de Nikolái, la princesa María reconocía que tenía razón para no ser la primera en ir a visitarlos.

“No podía esperar otra cosa —se decía, llamando en su ayuda al orgullo—. Él nada me importa; tan sólo quería visitar a su madre, que siempre fue buena conmigo y a quien tanto debo.”

Pero sus razonamientos no lograban tranquilizarla; la atormentaba un malestar parecido al remordimiento siempre que recordaba aquella visita. Y a pesar de haber decidido no volver a verlos y olvidarlo todo, seguía sintiéndose en una posición falsa y siempre que se preguntaba por el motivo de aquello debía reconocer que eran sus relaciones con Nikolái Rostov. Su tono frío y correcto no procedía de sus sentimientos hacia ella —lo sabía—, pero ocultaba algo que debía aclarar. Sin eso, nunca estaría tranquila.

Un día, hacia mediados de invierno, cuando estaba sentada en la sala de estudio vigilando las lecciones de su sobrino, le anunciaron la visita de Rostov. Firmemente resuelta a no traicionarse ni mostrar inquietud alguna, llamó a mademoiselle Bourienne y con ella fue a la sala.

Desde la primera mirada al rostro de Nikolái comprendió que había venido a pagar una deuda de cortesía y decidió firmemente adoptar el mismo tono que él utilizara para dirigirse a ella.

Hablaron de la salud de la condesa, de sus comunes amistades, de las últimas noticias de la guerra, y cuando pasaron los diez minutos que impone la cortesía, Nikolái se levantó para marcharse.

La princesa, ayudada por mademoiselle Bourienne, mantuvo muy bien la conversación; pero en el último minuto, y cuando Nikolái se levantó, estaba tan cansada de haber hablado de todas aquellas cosas que no le interesaban, y tan absorta en el pensamiento de por qué la vida le había dado tan pocas alegrías que, completamente abstraída de la realidad, fijos hacia delante sus ojos luminosos, permanecía sentada, inmóvil, sin darse cuenta de que él se había levantado.

Nikolái la miró y, para fingir que no notaba su distracción, dijo algunas palabras a mademoiselle Bourienne y miró de nuevo a la princesa, que seguía sentada y quieta; su delicado rostro reflejaba sufrimiento.

Sintió, de pronto, lástima de ella y pensó vagamente que tal vez fuera él la causa del pesar que había visto en su rostro. Quiso ayudarla, decir algo agradable, pero no se le ocurrió nada.

—Adiós, princesa— dijo.

Ella volvió en sí, se ruborizó y suspiró profundamente.

—¡Oh! Perdóneme— dijo. —¿Se va ya, conde? Adiós… ¿Y el cojín para la condesa?

—Ahora voy por él— dijo mademoiselle Bourienne, y salió de la sala.

Nikolái y la princesa permanecieron en silencio, mirándose de vez en cuando.

—Sí, princesa— dijo por último Nikolái, sonriendo tristemente. —Parece todo tan reciente, y, sin embargo, ha llovido mucho desde que nos vimos la primera vez en Boguchárovo. Parecíamos infelices, desdichados, pero qué no daría yo por volver a aquel tiempo… Pero lo pasado no vuelve.

La princesa lo miraba fijamente a los ojos con su luminosa mirada. Parecía esforzarse en comprender el sentido oculto de aquellas palabras, que le explicase los sentimientos de Nikolái hacia ella.

—Sí, sí— dijo: —Pero usted no tiene que echar de menos el pasado. Tal como yo entiendo, creo que recordará siempre con placer su vida actual, porque la abnegación…

—No acepto sus alabanzas— la interrumpió rápidamente Nikolái. —Al contrario, no hago otra cosa que reprocharme. Pero hablar de ello no es interesante ni divertido.

Y de nuevo sus ojos adquirieron una expresión fría y seca. Pero la princesa había vuelto a ver al hombre a quien conocía y amaba, y hablaba sólo con ese hombre.

—Creí que me permitiría decírselo— añadió. —¡Nos habíamos hecho tan amigos!… Estoy tan unida a su familia que no se me ocurrió pensar que mi interés pudiera ser inoportuno. Pero me he engañado— y su voz tembló de pronto. —No sé por qué— continuó, rehaciéndose, —pero antes era usted diferente… y…

—Existen mil porqués— dijo Nikolái (y acentuó especialmente el porqué). —Se lo agradezco, princesa— añadió en voz baja. —A veces es muy duro.

“¡Es por eso! ¡Es por eso! —repetía una voz interior en el alma de la princesa—. No es sólo su mirada alegre, bondadosa y sincera, no es sólo la belleza exterior lo que vi en él. Adiviné también la nobleza de su alma valerosa, firme, dispuesta al sacrificio —se decía a sí misma—. Ahora él es pobre y yo soy rica: es solamente por eso… Sí, sólo por eso…”; y recordando su ternura de otros tiempos, mirando ahora aquel rostro bondadoso y triste, comprendió la causa de su frialdad.

—Pero ¿por qué, conde, por qué?— exclamó, casi gritando, acercándose a él involuntariamente. —¿Por qué? Debe decírmelo.

Él guardó silencio.

—No conozco sus razones, conde— prosiguió, —pero es tan penoso para mí… se lo confieso. No sé por qué, usted quiere privarme de su amistad de antes… Eso es muy triste para mí, créame.

En la voz y en los ojos de la princesa María comenzaban a temblar las lágrimas. Prosiguió:

—He sido tan poco feliz en mi vida que cada pérdida me resulta penosa… Perdóneme. Adiós.

Y sin poder contenerse, rompió a llorar mientras se dirigía hacia la puerta.

—¡Princesa! ¡Espere, por Dios!…— exclamó Nikolái, tratando de sujetarla. —¡Princesa!

Ella volvió la cabeza. Durante unos segundos permanecieron en silencio, mirándose a los ojos; y lo que parecía tan lejano e imposible se hizo de pronto inmediato, posible e inevitable.

Guerra y paz
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