I

La ociosidad, según la tradición bíblica, la falta de todo trabajo, era la condición que aseguraba la felicidad, el bienestar del primer ser humano antes de su caída. El gusto por la ociosidad no ha cambiado en el hombre después de su caída, pero la maldición sigue pesando sobre él, y no sólo porque debamos ganar el pan con el sudor de nuestra frente, sino porque nuestra naturaleza moral nos prohíbe estar ociosos y tranquilos al mismo tiempo. Una voz secreta nos dice que por estar ociosos somos culpables. Si el hombre pudiese hallar un estado en el que, sin dejar de ser ocioso, supiese que es útil y que cumple con su deber, habría recuperado una parte de la felicidad primitiva. Hay todo un estamento, el militar, que goza de semejante estado de ociosidad obligatoria e irreprochable, y en ello reside y residirá el especial atractivo del servicio de las armas.

Nikolái Rostov experimentaba de lleno esa dicha después del año 1807, sirviendo en el regimiento de Pavlograd, donde ya mandaba el escuadrón que era antes de Denísov.

Rostov se había convertido en un buen muchacho de maneras rudas, a quien las amistades moscovitas encontrarían de mauvais genre[307] pero a quien querían y respetaban sus camaradas, subalternos y superiores; además, estaba contento de su propia vida.

Últimamente, en 1809, en las cartas de su casa se encontraba con lamentaciones cada vez más frecuentes de su madre; le decía que las cosas iban de mal en peor y que debería volver a casa para alegrar y tranquilizar a sus ancianos padres.

Al leer esas cartas Nikolái temía que quisieran sacarlo de un ambiente donde, libre de todas las complicaciones de la vida, se hallaba tan tranquilo y feliz. Se daba cuenta de que, tarde o temprano, tendría que volver al caos de la existencia cotidiana con asuntos económicos que iban mal y que él debía arreglar, de cuentas con los administradores, de discusiones e intrigas, de relaciones sociales, y con el amor de Sonia y la promesa que le hiciera. Todo ello era horriblemente difícil y embrollado, y respondía a las cartas de su madre con unas líneas frías, con el clásico comienzo de: “Ma chère maman” y el final de: “Votre obéissant fils”, guardando silencio acerca de sus intenciones de volver. En 1810 una carta de sus padres anunciaba el compromiso de Natasha con Bolkonski y el retraso del matrimonio por un año, a causa del viejo príncipe, que se oponía a la boda. Esa carta ofendió y disgustó a Nikolái. Ante todo, sentía perder a Natasha, a quien quería más que al resto de la familia; después, desde su punto de vista de húsar, le disgustaba no haberse encontrado en su casa para demostrar a Bolkonski que no era tan gran honor emparentarse con él y que, si amaba a Natasha, podía prescindir del permiso de su estrafalario padre. A punto estuvo de pedir permiso para ver a Natasha de prometida; pero se acercaron las maniobras, volvió a acordarse de Sonia, del embrollo existente, y determinó aplazar de nuevo el viaje. Mas en la primavera de aquel año recibió una carta que su madre escribía sin que el conde lo supiera, y eso lo decidió a partir. Decía la condesa que si Nikolái no volvía y se encargaba de los asuntos de la casa, acabarían por venderlo todo en pública subasta y quedarían reducidos a la miseria; añadía que el conde era tan débil, tenía tal confianza en Míteñka y era tan bueno que todos lo engañaban, y así las cosas iban de mal en peor. “En nombre de Dios, te suplico que vengas cuanto antes si no quieres vernos desgraciados a mí y a toda tu familia.”

Esta carta impresionó a Nikolái. No le faltaba el buen sentido de los mediocres, que le señalaba su deber.

Ahora tenía que ir, si no solicitando la baja, sí, por lo menos, pidiendo un permiso. No le alcanzaban las razones, pero después de la siesta ordenó que le ensillaran a Marte, un potro gris muy resabiado que hacía tiempo no montaba; a la vuelta, con el caballo sudoroso, manifestó a Lavrushka (el asistente de Denísov, que ahora estaba con él) y a los camaradas que acudieron a verlo más tarde, que había pedido permiso y se iba a casa. Aunque le parecía extraño pensar que se iba sin enterarse en el Estado Mayor (lo que le interesaba de manera especial) si lo promovían a capitán o le concedían la cruz de Santa Ana por su actuación en las últimas maniobras; que se iba, por extraño que fuera, sin ver al conde polaco Golujovski para venderle los tres caballos tan ansiados por éste y por los cuales había apostado que sacaría dos mil rublos; que se iba, por incomprensible que le pareciera la idea de no asistir al baile ofrecido a la señora Pshazdezka (para rivalizar con los ulanos, que ofrecían otro a la señora Borzhovka). Sabía que su deber era abandonar aquel ambiente feliz, donde todo estaba a la vista, y dirigirse a ese otro mundo en el que todo era absurdo y confuso. Una semana después recibió el permiso. Los húsares, no sólo del regimiento, sino de toda la brigada, le ofrecieron un banquete de quince rublos el cubierto, con dos orquestas y dos coros. Rostov bailó el trepak con el mayor Básov; los oficiales, embriagados, mantearon y abrazaron a Rostov y lo dejaron caer al suelo; los soldados del tercer escuadrón volvieron a mantearlo a los gritos de ¡hurra! Por último, colocaron a Nikolái en el trineo y lo acompañaron hasta la primera parada.

Como suele ocurrir, hasta la mitad del viaje, de Kremenchug a Kiev, los pensamientos de Rostov estaban aún vueltos hacia su escuadrón; pero pasada esa mitad del camino dejó de pensar en sus tres caballos bayos y en su sargento Dozhoiveiko y a preguntarse con inquietud qué encontraría en Otrádnoie. Cuanto más se acercaba, más pensaba en su casa, como si el sentido moral estuviera sujeto a la ley de que la fuerza de atracción es inversa al cuadrado de la distancia. En la última parada, antes de Otrádnoie, dio al postillón una propina de tres rublos para vodka y como un muchachito subió jadeante los escalones del portal de su casa.

Tras las primeras efusiones de su llegada y después de una extraña sensación de malestar por encontrar la realidad distinta de la esperada (“siempre lo mismo; ¿por qué me habré dado tanta prisa en venir?”), Nikolái comenzó a familiarizarse con el viejo mundo de la casa. Sus padres seguían siendo los mismos, aunque algo envejecidos. Lo único nuevo que en ellos había era cierta inquietud y, en ocasiones, un desacuerdo antes inexistente. Nikolái no tardó en advertir que la causa de esos roces era la mala situación económica. Sonia tenía ya diecinueve años y había llegado a la plenitud de su belleza. No prometía más de lo que tenía, pero también eso era suficiente. Toda ella respiraba felicidad y amor desde la llegada de Nikolái; y ese amor fiel e indestructible era para él motivo de alegría. Más lo sorprendieron Petia y Natasha. El primero era ya un muchacho de trece años, alto, gracioso, inteligente y travieso, en plena muda de voz. Natasha asombró durante mucho tiempo a Nikolái, que no podía dejar de reír mirándola.

—Eres completamente distinta— decía.

—¿Es que estoy más fea?

—Al contrario. Pero… ¡vaya importancia! ¡Nada menos que princesa!— contestaba él en voz baja.

—Sí, sí, sí— asentía alegremente Natasha.

Le contó su romance con el príncipe Andréi, su llegada a Otrádnoie y hasta le mostró su última carta.

—¿Estás contento?— preguntaba. —Ahora soy feliz y estoy tranquila.

—¡Muy contento!— respondió Nikolái. —Es un hombre excelente. Y tú, ¿estás muy enamorada?

—¿Cómo te diría? Estuve enamorada de Borís, del profesor, de Denísov, pero ahora no es nada de eso. Estoy ahora tan feliz, tan tranquila. Sé que no hay personas mejores que él y me siento segura, serena. Es completamente distinto de lo de antes…

Nikolái no ocultó su descontento por el aplazamiento de la boda; pero Natasha atacó vivamente a su hermano, demostrándole que no podía ser de otro modo, que habría estado muy mal entrar en la familia contra la voluntad del padre y que ella misma lo deseaba así.

—No comprendes nada, nada— dijo, por último.

Nikolái calló y le dio la razón.

A menudo la miraba con asombro. Natasha no le parecía una novia enamorada separada de su prometido. Estaba tranquila y alegre, exactamente igual que antes. Eso sorprendía a Nikolái y hasta lo inducía a mirar con desconfianza el compromiso con Bolkonski. No creía que la suerte de su hermana se hubiera decidido ya, tanto más por no haber visto al príncipe Andréi con ella. Le parecía siempre que en aquel futuro matrimonio había algo que fallaba.

“¿Por qué retrasarlo? ¿Por qué no hacer público el compromiso?”, pensaba el joven. Una vez, mientras hablaba con su madre acerca de Natasha, comprendió, extrañado y en parte satisfecho, que su madre, como él, veía con cierta desconfianza aquel matrimonio.

—Ya ves— decía la condesa, enseñando a su hijo una carta del príncipe Andréi, con esa oculta hostilidad de cada madre hacia la futura felicidad conyugal de su hija. —Ya ves, dice que no puede venir antes de diciembre. ¿Qué puede retenerlo tanto? Probablemente su enfermedad. No tiene buena salud. Pero no hables de eso con Natasha. Y no creas en su alegría: son sus últimos días de soltera, yo sé cómo se pone cuando recibe carta de él. Aunque con la ayuda de Dios, todo irá bien— terminaba siempre la condesa. —Es una persona excelente.

Guerra y paz
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