II
Las fuerzas unidas de una decena de pueblos de Europa irrumpen en Rusia. El ejército y la población rusa retroceden eludiendo el encuentro, primero hacia Smolensk y después de Smolensk a Borodinó. El ejército francés, con fuerzas propulsivas siempre mayores, se lanza hacia Moscú, meta de su movimiento. Esa fuerza crece conforme se acerca a la meta, lo mismo que la velocidad de un cuerpo que cae en el espacio aumenta a medida que se acerca a la tierra. Detrás quedan miles de kilómetros de un país hambriento y hostil; por delante, unas decenas de kilómetros los separan de su objetivo. Cada soldado del ejército francés lo siente, y la invasión avanza por sí misma, por la fuerza de su impulso.
En el ejército ruso, cuanto más se retrocede más crece el odio contra el enemigo, que, con el retroceso continuo, se agranda y concentra. El choque se produce en Borodinó. Ninguno de los dos contrarios se disgrega, pero el ejército ruso, inmediatamente después del choque, prosigue su retirada con la misma facilidad con que retrocede una bola al chocar con otra que avanza con fuerza mayor; por ese mismo motivo, la bola de la invasión, lanzada a gran velocidad (aunque toda su fuerza queda agotada en el choque), continuó su carrera por cierto tiempo.
Los rusos se retiran a ciento veinte kilómetros más allá de Moscú. Los franceses llegan hasta la capital y allí se detienen. Transcurren cinco semanas sin batalla alguna. Los franceses permanecen inmóviles. Como una fiera mortalmente lesionada que, desangrándose, lame sus heridas, permanece en Moscú durante ese tiempo sin emprender nada; de pronto, sin ninguna causa nueva, corre hacia atrás, lanzándose al camino de Kaluga; y (después de la victoria de Malo-Yaroslávets, donde también queda dueño del campo de batalla) sin ningún otro combate serio, sigue huyendo cada vez más rápidamente a Smolensk y después de Smolensk a Vilna, al río Berezina y más allá.
La noche del 26 de agosto, Kutúzov y todo el ejército ruso estaban convencidos de que habían ganado la batalla de Borodinó. Kutúzov lo escribió así a su Emperador y ordenó a sus hombres que se preparasen para un nuevo combate con el fin de acabar con los invasores; no porque quisiera engañar a alguien, sino porque sabía que el enemigo estaba vencido como lo sabían todos cuantos habían tomado parte en la batalla.
Pero aquella misma tarde y durante el día siguiente comienzan a recibirse informes de las inauditas pérdidas sufridas. La mitad del ejército había desaparecido, y una nueva batalla se hacía materialmente imposible.
Era imposible presentar nueva batalla antes de conocer todos los datos, antes de recoger a los heridos, de reponer las municiones y contar los muertos. Primero había que nombrar nuevos jefes que reemplazaran a los caídos; y los soldados tenían que comer y dormir, cosa que no habían hecho. Además, inmediatamente después de la batalla, a la mañana siguiente, el ejército francés (por aquella fuerza propulsiva que aumentaba en razón inversa al cuadrado de la distancia) se lanzaba sobre el ejército ruso. Kutúzov, y todo el ejército con él, deseaba atacar al día siguiente. Mas para atacar no basta con desearlo; se precisa una posibilidad que entonces no existía. Hubo que retroceder una etapa; después otra y otra, hasta que el 1 de septiembre, cuando el ejército estuvo cerca de Moscú, a pesar del sentimiento que dominaba en sus filas, la situación exigió que las tropas siguieran su repliegue. El ejército retrocedió una etapa más, la última, y Moscú cayó en manos del enemigo.
Los hombres acostumbrados a pensar que los planes de guerra y de las batallas son obra de grandes jefes militares —personas que actúan como nosotros, cuando, sentados en nuestro despacho, decidimos sobre el mapa cómo habríamos procedido en ésta u otra coyuntura— se preguntan: ¿por qué Kutúzov durante la retirada no hizo eso o aquello? ¿Por qué no ocupó posiciones delante de Fili, por qué no retrocedió inmediatamente por el camino de Kaluga, abandonando Moscú, etcétera, etcétera? Los hombres habituados a pensar así olvidan o ignoran las condiciones inevitables en que se desenvuelve siempre la actuación de un general en jefe. La actuación de un jefe militar no se parece en nada a lo que imaginamos cuando, sentados en nuestro despacho, analizamos sobre el mapa una campaña cualquiera, con una determinada cantidad de tropas de una y otra parte, en una región conocida y partiendo en nuestros cálculos de un momento determinado. El general en jefe no se ve nunca en esas condiciones de comienzo en que nosotros nos hallamos al examinar cualquier acontecimiento. El general en jefe se encuentra siempre en medio de una serie de sucesos en movimiento, y nunca, en ningún instante, puede abarcar toda la importancia de los hechos que se producen. En ciertos momentos el suceso emerge de pronto con toda su importancia, y a cada instante de esa gradual revelación, de esa marcha incesante de los acontecimientos, el general en jefe se halla en medio de un juego complejísimo de intrigas, cuidados, dependencias, proyectos, consejos, amenazas, engaños, con la constante necesidad de responder a infinitas preguntas que le hacen, preguntas que a menudo se contradicen mutuamente.
Los entendidos en la ciencia militar nos dicen muy seriamente que Kutúzov, mucho antes de llegar a Fili, debía haber dirigido sus tropas al camino de Kaluga; y llegan a afirmar que alguien osó proponérselo. Pero al general en jefe, sobre todo en los momentos difíciles, no sólo le presentan un proyecto, sino decenas y decenas de ellos y todos al mismo tiempo. Cada uno de esos proyectos, basados en la estrategia y la táctica, se contradice con los otros. Diríase que el general no tiene más que elegir uno de ellos, pero la verdad es que ni eso puede hacer. El tiempo y los acontecimientos no esperan. Supongamos, por ejemplo, que el día 28 le proponen pasar al camino de Kaluga; pero en ese instante llega un ayudante de Milorádovich que pregunta, de parte de su jefe, si debe retroceder o aceptar el combate. El general en jefe debe dar inmediatamente una orden; y la orden de retroceder lo aleja del camino de Kaluga. Después del ayudante viene el jefe de la intendencia y pregunta dónde debe colocar los víveres; y el jefe de hospitales quiere saber dónde ha de llevar a los heridos; y el correo de San Petersburgo trae una carta del Emperador que no admite la posibilidad de abandonar Moscú; y el rival del general en jefe no cesa de intrigar contra él (siempre existe uno de esos rivales, y más de uno) y propone un nuevo plan, diametralmente opuesto al proyecto de salir al camino de Kaluga; el general en jefe, rendido, necesita dormir y descansar; y en ese preciso instante un respetable general que no figura en la relación de condecorados viene a lamentarse, y la población civil pide que se la defienda; el oficial enviado para reconocer el terreno regresa diciendo lo contrario de lo que dijo el oficial enviado antes; el explorador que vuelve del campo enemigo, el prisionero y el general que también hizo su reconocimiento describen de maneras dispares las posiciones del ejército contrario. La gente que no comprende y olvida las condiciones en que se desenvuelve la actuación de un general en jefe describe la situación del ejército en Fili y supone que el general en jefe podía resolver libremente, el 1 de septiembre, el problema de si se debía abandonar o defender Moscú, cuando en las condiciones en que se encuentra el ejército, a cinco kilómetros de la capital, semejante problema no se podía ni plantear siquiera. ¿Cuándo, pues, se decidió? Se decidió en Drissa, en Smolensk y, de manera más perceptible, el 24 en Shevardinó, el 26 en Borodinó y, cada día, cada hora, cada instante, desde la retirada de Borodinó hasta Fili.