XX

Rostov había llegado a Tilsitt el día menos indicado para intervenir personalmente en favor de su amigo: no podía presentarse al general de servicio, porque vestía de paisano y había llegado sin el permiso de sus superiores; por otra parte, Borís, aun queriéndolo, no podría hacer nada al día siguiente de la llegada de Rostov. Ese mismo día, 27 de junio, se habían firmado los preliminares de la paz; ambos Emperadores intercambiaron condecoraciones: Alejandro había recibido la Legión de Honor y Napoleón la cruz de San Andrés de primer grado. Ese mismo día iba a celebrarse el banquete que ofrecía el batallón de la Guardia francesa al batallón del regimiento de Preobrazhenski, con la asistencia de los Emperadores.

Rostov se sentía tan embarazado y molesto en presencia de Borís que, cuando éste se asomó a su dormitorio un momento después de la cena, se fingió dormido y a la mañana siguiente, temprano, salió de la casa procurando no verlo. De frac y sombrero redondo, Rostov anduvo por la ciudad, fijándose en los franceses y en sus uniformes, mirando las calles y las casas donde tenían su alojamiento los dos Emperadores. En la gran plaza contempló las mesas dispuestas y los preparativos para el banquete; las calles estaban adornadas con banderas rusas, francesas y monogramas enormes con las iniciales A. N. En las ventanas se veían también banderas y monogramas.

“Borís no quiere ayudarme y no pienso volver a pedírselo. Ya lo tengo decidido —pensaba Rostov—. Todo ha terminado entre nosotros, pero no me marcharé de aquí sin hacer cuanto pueda por Denísov y, sobre todo, sin entregar la solicitud al Emperador. ¡Al Emperador! ¡Está aquí, en esa casa!”, pensó, acercándose instintivamente a la casa que ocupaba Alejandro.

En las inmediaciones había varios caballos de silla y el séquito empezaba a reunirse preparándose, al parecer, para la salida del Emperador.

“Puedo verlo de un momento a otro —pensó Rostov—. Si me fuera posible entregarle directamente la súplica de gracia y contárselo todo… ¿Me arrestarían por ir con frac? ¡Imposible! El comprendería dónde está la justicia. Lo comprende todo, lo sabe todo. ¿Quién puede ser más justo y magnánimo que él? Y aunque me arrestaran por estar aquí, ¡qué importa! Hay personas que pasan —pensó al ver a un oficial que entraba en la casa del Emperador—. ¡Eh, acabemos con las tonterías! Iré yo mismo y le entregaré la carta. Tanto peor para Drubetskói que me obliga a proceder así.” Y de pronto, con una decisión que él mismo no esperaba, comprobó si el sobre estaba en el bolsillo y se fue derecho a la casa donde vivía el Emperador.

“No, ahora no dejaré escapar la ocasión como en Austerlitz —se decía, pensando que en cualquier momento iba a ver al Emperador y sintiendo cómo le afluía la sangre al corazón—. Caeré a sus pies y le suplicaré. Me levantará, me escuchará y aun me agradecerá lo que hago.” “Me siento feliz cuando puedo hacer el bien, pero reparar la injusticia es la mayor de las alegrías”, imaginaba Rostov que iba a decirle. Con estas ideas pasó entre la gente, que lo miraba con curiosidad, estacionada a la entrada de la casa.

Desde el porche, una amplia escalera conducía al primer piso. A la derecha había una puerta cerrada; más abajo, junto a la escalera, otra puerta llevaba a las habitaciones del piso inferior.

—¿Qué desea?— le preguntó alguien.

—Deseo entregar una carta a Su Majestad; una petición de gracia— dijo Nikolái con voz temblorosa.

—¿Una súplica de gracia? Por aquí, al oficial de servicio— y le indicaron la puerta de abajo. —Pero no lo recibirán.

Al oír aquella voz indiferente, Rostov se asustó de lo que estaba haciendo. La idea de encontrar al Emperador de un instante a otro era tan seductora, y por eso tan terrible, que estuvo a punto de huir, pero el oficial de cámara le abrió la puerta del oficial de servicio y Rostov entró.

En la estancia había un hombre más bien bajo, corpulento, de unos treinta años, con pantalón blanco, botas de montar y camisa de batista recién puesta. El ayuda de cámara le abrochaba por detrás unos magníficos tirantes nuevos de seda que, sin saber por qué, atrajeron la atención de Rostov. Ese hombre hablaba con alguien que debía de estar en la habitación contigua:

—Bien faite et la beauté du diable[284]— decía, y al ver a Rostov dejó de hablar y frunció el ceño.

—¿Qué desea? ¿Una súplica?

—Qu’est-ce que c’est?— preguntó alguien desde la habitación vecina.

—Encore un pétitionnaire[285]— respondió el de los tirantes.

—Dígale que venga después. El Emperador va a salir en seguida y tenemos que irnos.

—Después, después, mañana… ahora es tarde.

Rostov dio la vuelta para salir, pero el de los tirantes lo detuvo.

—¿De parte de quién? ¿Quién es usted?

—De parte del mayor Denísov— respondió Rostov.

—¿Quién es usted? ¿Un oficial?

—Sí, teniente conde Rostov.

—¡Qué atrevimiento! Mándelo por conducto regular; déselo a sus superiores. Y usted váyase, váyase…— y se puso la guerrera que le presentaba el ayuda de cámara.

Rostov salió de nuevo al vestíbulo y vio que en el portal había ya muchos oficiales y generales con uniforme de gala, entre los cuales debía pasar.

Maldiciendo su audacia, asustado por la posibilidad de encontrar al Emperador y ser detenido y avergonzado ante él, comprendió Rostov cuán incorrecta era su conducta y se arrepintió de ella. Sin atreverse a levantar los ojos, salió de la casa en medio del brillante séquito cuando una voz conocida lo llamó y una mano lo detuvo.

—¿Qué hace usted aquí, amiguito, vestido con frac?— preguntó alguien con voz grave.

Era un general de caballería, antiguo jefe de la división a la que pertenecía Rostov, quien en la última campaña había merecido el particular favor del Emperador.

Rostov, asustado, empezó a justificarse; pero viendo el rostro risueño y bondadoso del general lo llevó aparte, le contó lo que sucedía y le pidió que intercediera en favor de Denísov, a quien conocía. El general lo escuchó atentamente y movió preocupado la cabeza.

—Lástima. Lástima de ese valiente. Dame la carta.

Acababa Rostov de entregar la carta al general y de ponerlo al corriente de todo cuando oyó un ruido de espuelas y presurosas pisadas que descendían por la escalera; el general se apartó de él, volviendo al porche. Los oficiales del séquito bajaban rápidamente para dirigirse a sus caballos. El mismo palafrenero a quien Rostov había visto en Austerlitz hizo avanzar el caballo de Su Majestad, y en la escalera se oyeron unos pasos rápidos que Rostov no había olvidado. Sin pensar en el peligro de ser reconocido, Rostov se acercó con algunos otros curiosos al porche y una vez más, después de dos años, vio aquel rostro que adoraba: la misma mirada, idénticos ademanes, la misma unión de majestad y dulzura… En el alma de Rostov renació con todo el vigor de antes el sentimiento de entusiasmo y de amor hacia el Soberano, quien, con el uniforme del regimiento Preobrazhenski, calzón blanco, botas altas y una condecoración que Rostov no conocía (era la Légion d’Honneur), descendió con el sombrero bajo el brazo poniéndose el guante. Se detuvo y miró en derredor iluminándolo todo. Dijo algunas palabras a uno de los generales; reconoció al antiguo jefe de la división de Rostov, le sonrió y lo llamó.

Todo el séquito se retiró y Rostov vio que el general hablaba largamente con el Emperador.

El Zar le dijo algo y avanzó hacia el caballo. De nuevo, la muchedumbre del séquito y de los curiosos (entre los que se hallaba Rostov) se acercó al Soberano; el Emperador, disponiéndose a montar, se volvió al general de caballería y dijo en alta voz, con el evidente deseo de que todos lo oyeran:

—No puedo, general; y no puedo porque la ley es más fuerte que yo.

Y puso el pie en el estribo. El general inclinó respetuosamente la cabeza. El Emperador montó a caballo y se alejó al galope a lo largo de la calle. Rostov, loco de entusiasmo, corrió detrás de él entre la muchedumbre.

Guerra y paz
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