VII
A todo esto, otra columna debía atacar frontalmente a los franceses, pero al mando de esta columna se hallaba Kutúzov. Sabía bien que nada, salvo el desorden, resultaría de aquella batalla empeñada contra su voluntad y procuraba, cuanto podía, contener a sus tropas, sin moverse del sitio.
Kutúzov iba silencioso en su caballito gris y contestaba con negligencia a cuantos le proponían el ataque.
—Ustedes sólo hablan de atacar y no ven que no sabemos hacer maniobras complicadas— dijo a Milorádovich, que le pedía permiso para pasar a la ofensiva.
—Esta mañana no han sabido coger vivo a Murat ni llegar a tiempo al punto de partida; ahora ya no hay nada que hacer— respondió a otro.
Cuando le informaron de que en la retaguardia de los franceses, donde según los cosacos antes no había nadie, se encontraban dos batallones de polacos, miró de reojo a Ermólov (a quien no dirigía la palabra desde la víspera).
—Todos piden que ataquemos, proponen un sinfín de proyectos, pero tan pronto como empezamos resulta que nada hay preparado y el enemigo, advertido, toma sus medidas.
Ermólov entornó los ojos y sonrió levemente al oír tales palabras. Comprendió que la tormenta había pasado para él y que Kutúzov se limitaría a esa insinuación.
—Se divierte a mi costa— dijo por lo bajo, tocando con la rodilla a Raievski, que estaba junto a él.
Poco después, Ermólov se acercó al Serenísimo y le dijo respetuosamente:
—Aún estamos a tiempo, Alteza. El enemigo no se fue. ¿Ordena que ataquemos? De otra manera, la Guardia no verá siquiera el humo.
Kutúzov no contestó nada; pero cuando le informaron de que las tropas de Murat retrocedían, ordenó el ataque. Sin embargo, a cada cien pasos mandaba hacer un alto de tres cuartos de hora.
Toda la batalla se redujo a la acción de los cosacos de Orlov-Denísov. El resto del ejército perdió inútilmente algunos cientos de hombres.
Aquella batalla le valió a Kutúzov una condecoración de diamantes, Bennigsen recibió otra y cien mil rublos; los demás, según el grado de cada uno, obtuvieron también generosas recompensas. Y después de esa acción se hicieron nuevos cambios en el Estado Mayor.
“Nosotros siempre hacemos las cosas al revés”, comentaban los oficiales y generales rusos después de la batalla de Tarútino, como se dice ahora cuando se quiere dar a entender que hay un estúpido que lo hace todo al revés pero que nosotros procederíamos de otro modo. Pero quienes lo dicen o no saben de lo que hablan o se engañan voluntariamente. Toda batalla —sea la de Tarútino, la de Borodinó o la de Austerlitz— no sucede como imaginan sus organizadores. Ésa es su característica esencial.
Un número infinito de circunstancias (puesto que en ningún otro lugar es más libre el hombre que en el campo de batalla, donde se trata de vivir o morir) influye en la marcha del combate, que nunca puede conocerse antes y jamás coincide con la dirección de una sola fuerza.
Si muchas fuerzas actúan simultáneamente y desde diversas partes sobre un cuerpo cualquiera, la dirección en que se mueve aquel cuerpo no puede coincidir con ninguna de ellas, sino que es siempre la dirección media, la más breve, que en mecánica se expresa por la diagonal del paralelogramo de fuerzas.
Si en las descripciones de los historiadores, especialmente de los franceses, leemos que sus guerras y batallas se ajustan a un plan preestablecido, la única deducción posible es que semejantes descripciones no responden a la verdad.
La batalla de Tarútino no alcanzó, evidentemente, el objetivo previsto por Toll: hacer entrar las tropas en acción según la orden de operaciones o el plan del conde Orlov de capturar a Murat vivo; o el de Bennigsen y otros jefes: destrucción fulminante de todo el cuerpo del ejercito enemigo; o el del oficial que deseaba distinguirse en aquella acción, o el del cosaco que pretendía adueñarse de un botín mayor, etcétera. Pero si el objetivo era el que en realidad se consiguió y que constituía entonces el deseo de todos los rusos —la expulsión de los franceses de Rusia y la destrucción de su ejército—, es evidente que la batalla de Tarútino, gracias, precisamente, a tales incoherencias, fue lo que se precisaba en aquel momento de la campaña. Es difícil, casi imposible, imaginar otro desenlace más oportuno que el de esta batalla: pese a sus exiguos recursos, en medio de la más grande confusión, dio, con pérdidas insignificantes, los mejores resultados de toda la guerra. Del retroceso se pasó al ataque, se puso de manifiesto la debilidad de los franceses y se dio el golpe que el ejército de Napoleón esperaba para iniciar su huida.