XXXI

Cuando hubo bajado la cuesta, el general, a quien seguía Pierre, torció bruscamente a la izquierda. Pierre, al perderlo de vista, se metió a galope entre las filas de soldados de infantería que marchaban delante de él. Trató de salir hacia delante, por la izquierda o la derecha, pero por todas partes lo rodeaban los soldados, de rostros igualmente inquietos, ocupados en una labor invisible pero, al parecer, muy importante. Con gesto de malhumor y miradas interrogadoras contemplaban a aquel hombre de sombrero blanco que, sin razón alguna, los arrollaba con su caballo.

—¿Qué hace en medio del batallón?— gritó uno.

Otro empujó con la culata del fusil al caballo. Pierre se apretó contra el arzón y a duras penas pudo contener al animal, que de un salto salió delante de los soldados donde había más espacio.

Delante de él había un puente y junto a éste soldados que disparaban y otros allí apostados. Pierre se acercó a ellos. Sin saberlo, se encontraba en el puente que cruzaba el Kolocha, entre Gorki y Borodinó, que ahora atacaban los franceses (habiendo ocupado Borodinó). Pierre se dio cuenta de que tenía un puente delante y que, entre los montones de heno que había visto la víspera, a ambos lados del puente y en el prado, los soldados hacían algo en medio del humo. A pesar del incesante fuego de la fusilería, no pensó que se hallaba en pleno campo de batalla. No oía las balas que silbaban por todas partes; ni el ruido de los proyectiles que pasaban por encima de él; no veía al enemigo que estaba en la otra orilla del río y tardó mucho en ver a los muertos y heridos, pese a que muchos caían cerca de él. Miraba en derredor con una inalterable sonrisa en el rostro.

—¿Qué hace ése delante de la línea?— gritó alguien.

—¡Vete a la derecha! ¡A la izquierda!— gritaron otras voces.

Pierre se dirigió hacia la derecha y se encontró inesperadamente con un ayudante del general Raievski, a quien conocía. El ayudante miró enfadado a Pierre dispuesto a gritarle; pero al reconocerlo lo saludó con un gesto de la cabeza.

—¡Usted! ¿Cómo está aquí?— preguntó, y siguió adelante.

Pierre, que se sentía fuera de lugar e inoportuno y temía molestar una vez más, siguió al ayudante.

—¿Qué sucede aquí? ¿Puedo ir con usted?— preguntó.

—Ahora, ahora— respondió el ayudante, que se había acercado a un grueso coronel de pie en un prado para transmitirle una orden.

Cuando lo hubo hecho, se volvió a Pierre.

—¿Qué hace usted aquí, conde?— le preguntó con una sonrisa. —¿Sigue sintiendo curiosidad?

—Sí, sí— respondió Pierre.

Pero el ayudante giró su caballo y siguió adelante.

—Aquí van las cosas bien, gracias a Dios— dijo después. —Pero en el flanco izquierdo de Bagration la batalla está que arde.

—¿De verdad? ¿Por dónde queda?— preguntó Pierre.

—Venga conmigo al túmulo. Desde allí se ve bien y en la batería la cosa es aún soportable— dijo el ayudante. —¿Viene?

—Voy con usted— dijo Pierre, buscando a su caballerizo.

Sólo entonces vio por primera vez a los heridos que caminaban por sus propios pies o eran transportados en camillas. En aquel mismo pequeño prado con hileras de oloroso heno, por el que había pasado la víspera, yacía inmóvil un soldado con la cabeza torcida en una postura violenta y el chacó caído en el suelo.

—¿Por qué no lo han recogido?— empezó a decir Pierre. Pero al ver el severo rostro del ayudante que miraba hacia el mismo lugar, se calló.

Pierre no encontró a su caballerizo y siguió con el ayudante, por una vaguada, hacia el túmulo donde estaba Raievski. Su caballo seguía con dificultad a su compañero y le hacía dar frecuentes sacudidas.

—Al parecer no está acostumbrado a montar, conde— dijo el ayudante.

—No, es que… pero salta mucho— replicó Pierre, extrañado.

—¡Oh!… ¡Es que está herido— dijo el ayudante —en el brazuelo, encima de la rodilla! Seguramente ha sido un balazo. Lo felicito, conde: le baptême de feu.[431]

Después de pasar entre el humo que cubría al sexto cuerpo, por detrás de la artillería que había sido adelantada y ensordecía con sus disparos, llegaron a un pequeño bosque silencioso, fresco, que olía a otoño. Pierre y el ayudante desmontaron y se acercaron al túmulo.

—¿Está aquí el general?— preguntó el ayudante.

—Estaba hace poco. Se ha ido hacia allí— le respondieron indicándole la dirección hacia la derecha.

El ayudante se volvió hacia Pierre como si ahora no supiera qué hacer con él.

—No se preocupe usted. Iré hacia el montículo, si es que se puede— dijo Pierre.

—Sí, vaya; desde allí lo podrá ver todo y sin tanto peligro; después me acercaré a buscarlo.

Pierre se encaminó hacia la batería mientras el ayudante se alejaba. No volvió a verlo y mucho más tarde supo que aquel día el ayudante había perdido un brazo.

El túmulo al que Pierre subió era el célebre lugar (conocido después por los rusos con el nombre de baterías del túmulo o batería de Raievski y por los franceses con los nombres de la grande redoute, la fatale redoute, la redoute du centre)[432] en cuyas cercanías cayeron decenas de miles de hombres y que los franceses consideraban la clave de toda la posición.

El reducto constaba de un altozano en tres de cuyos lados se habían excavado zanjas.

En el terreno rodeado por las zanjas había diez cañones que disparaban a través de las aspilleras abiertas en el parapeto.

En la misma línea había otros cañones que disparaban sin descanso. Un poco más atrás se hallaba la infantería.

Cuando Pierre subió no pensó siquiera que semejante sitio, rodeado de pequeñas zanjas desde donde disparaban unos cuantos cañones, era el lugar más importante de la batalla; le pareció, al contrario (precisamente porque se encontraba él allí), que era uno de sus lugares más insignificantes.

Cuando llegó a la cumbre, Pierre se sentó en un extremo de la zanja que rodeaba la batería y con una sonrisa feliz e inconsciente contemplaba lo que ocurría en derredor. De vez en cuando se levantaba, siempre con el mismo gesto sonriente, procuraba no molestar a los soldados que se encargaban de recuperar los cañones y corrían constantemente ante él con cargas y proyectiles y se paseaba por la batería. Los cañones de esa batería, uno tras otro, disparaban sin cesar, ensordeciendo con sus estampidos y cubriendo todo de polvo y humo.

En contraste con la angustia que se percibía entre los soldados de la infantería de cobertura, en la batería, donde trabajaba un pequeño grupo de hombres, aislados de los demás por la zanja, reinaba una animación común y como familiar, que unía a todos.

La aparición de Pierre, con su figura corpulenta y tan poco militar, tocado con aquel sombrero blanco, al principio sorprendió desagradablemente a los artilleros. Los soldados, al pasar delante de él, lo miraban con extrañeza y hasta con cierto temor. El oficial jefe de la batería, un hombre alto, picado de viruelas y con largas piernas, se acercó a Pierre, como si fuera a examinar un cañón situado al borde, y lo miró con curiosidad.

Otro oficial, muy joven, de cara redonda, casi un niño, recién salido, probablemente, de la academia, que ponía toda su alma en atender los dos cañones que se le habían confiado, se acercó con aire severo a Pierre y le dijo:

—Perdone, señor, pero le ruego que deje libre el paso; aquí no se puede estar.

Los soldados, al principio, lo miraban también con desagrado, pero cuando se convencieron de que aquel hombre de sombrero blanco no hacía nada malo y permanecía tranquilamente sentado al borde del terraplén, o con tímida sonrisa dejaba cortésmente pasar a los soldados, iba y venía por la batería al alcance de las balas, con la misma calma como si estuviera en un parque, aquel sentimiento de hostil perplejidad hacia él fue transformándose poco a poco en una cariñosa y burlona simpatía, semejante a la que sienten los soldados hacia los animales, perros, gallos, cabras, etcétera, que viven en las unidades. Admitieron mentalmente a Pierre en su familia y le dieron el sobrenombre de “nuestro señor”. Hablando de él reían cariñosamente y bromeaban a su costa.

Una granada se hundió a dos pasos de Pierre, quien, sacudiéndose la tierra del traje, miró en derredor sonriendo.

—¿Cómo es que no tiene usted miedo, señor?— le preguntó un soldado de anchos hombros y dientes muy blancos y fuertes que brillaban en medio de su rostro colorado.

—¿Acaso lo tienes tú?— preguntó a su vez Pierre.

—¿Y quién no lo tiene?— respondió el soldado. —Las balas no respetan a nadie. Como acierte, te saca las tripas fuera. ¿Cómo no vas a tenerle miedo?— dijo riendo.

Algunos soldados de rostros alegres y cariñosos rodearon a Pierre. Al parecer, no esperaban que hablara como todos, y ese descubrimiento los alegró.

—¡Nosotros somos soldados! Pero es raro ver a un señor aquí. ¡Vaya con el señor!

El oficial jovencito gritó a los soldados que rodeaban a Pierre:

—¡A vuestros puestos!

Era evidente que aquel joven oficial cumplía sus funciones por primera o segunda vez; de ahí su empeño en mostrarse exacto y formulista ante sus subordinados y superiores.

Sobre toda la extensión del campo se intensificaba el tronar de los cañones y las descargas de fusilería, especialmente a la izquierda, en las posiciones defendidas por Bagration. Pero desde el sitio donde estaba Pierre nada se podía distinguir, por la intensa humareda. Además, el interés de Pierre estaba concentrado en observar al grupo de hombres (separado de todos los demás) que estaban en la batería. La primera excitación alegre e inconsciente que le causó el aspecto y los ruidos del campo de batalla dio paso a otros sentimientos, sobre todo desde que viera al solitario soldado muerto en el pequeño prado. Ahora, sentado en el borde de la fortificación, contemplaba las caras de los hombres que lo rodeaban.

Hacia las diez ya habían tenido que llevarse a unos veinte hombres de la batería y dos cañones estaban destrozados. Los proyectiles caían allí cada vez con mayor frecuencia y llegaban, silbando, balas perdidas; pero los hombres de la batería no les prestaban atención; por doquier seguían las bromas y las conversaciones alegres.

—¡Eh, atención!— gritó un soldado al oír que una granada se acercaba silbando.

—No es para nosotros. Es para la infantería— gritó otro riendo por encima del parapeto, dándose cuenta de que la granada había pasado de largo y caía entre las tropas de cobertura.

—Qué, ¿la conoces? —preguntó burlón un soldado a un campesino, que se había inclinado al oír el zumbido del proyectil.

Algunos soldados se reunieron junto al terraplén para ver qué ocurría delante.

—Han retirado las avanzadas— dijo uno, señalando por encima del parapeto. —Se están replegando.

—¡Vosotros a lo vuestro!— gritó un viejo suboficial. —Si se repliegan es porque tendrán que hacer algo allí.

Agarró a un soldado por los hombros y lo empujó con la rodilla. Se oyeron risas.

—¡Al quinto cañón! ¡A recuperarlo!— gritó una voz desde el extremo de la batería.

—¡Todos a una! ¡Todos a la vez!— se oyeron las alegres voces de los que cambiaban la posición de la pieza.

—Por poco se llevan el sombrero de nuestro señor— dijo el soldado bromista de rostro colorado, enseñando los dientes. —¡Qué malvada!— añadió enfadado, refiriéndose a una granada que había dado de lleno en una rueda y en la pierna de un compañero.

—¡Eh, vosotros, los listos!— reía otro soldado, señalando a los milicianos que entraban agachados en la batería para llevarse a los heridos. —¿Tenéis miedo, cuervos?

—¡Eh, cuervos!— gritaron otros a los que vacilaban delante de un artillero con la pierna segada por un proyectil. ¿No os gustan nuestras gachas?

—Bien se ve que no les gustan nada— comentaron algunos riéndose de los milicianos.

Pierre se dio cuenta de que después del estallido de cada proyectil y cada baja la animación de los soldados iba en aumento.

Como brotando de una nube borrascosa, se encendía en los rostros de todos aquellos hombres cada vez con mayor frecuencia y mayor claridad (como para contrarrestar lo que estaba sucediendo) la luz de un fuego oculto que se avivaba más y más.

Pierre no contemplaba ya el campo de batalla ni sentía interés por lo que ocurría allí; estaba absorto por completo en la contemplación de ese fuego que iba en aumento y (lo sentía) había prendido también en su ánimo.

A las diez se replegó la infantería que estaba delante de los cañones, entre las matas y a orillas del riachuelo de Kámienka. Desde lo alto de la batería se los veía retroceder llevando a los heridos sobre los fusiles. Un general llegó al túmulo con su séquito y, después de hablar con el coronel y dirigir a Pierre una iracunda mirada, volvió a bajar del altozano y ordenó a las tropas de cobertura situadas detrás de la batería que se echaran al suelo con el fin de no ser tan vulnerables a los proyectiles. A continuación, a la derecha de la batería, se oyeron redobles de tambor, voces de mando, y los soldados avanzaron.

Pierre miró por encima del parapeto. Le llamó especialmente la atención una cara. Se trataba de un oficial, muy pálido y joven, vuelto de espaldas hacia los soldados, que miraba inquieto en torno con la espada bajada en la mano.

La infantería desapareció entre la humareda y se oyeron sus prolongados gritos y continuas descargas de fusilería. Pasados unos minutos sacaron de allí gran número de heridos y parihuelas. Los proyectiles caían en la batería con mayor frecuencia; algunos soldados yacían en el suelo. Junto a los cañones, los servidores se movían con más animación aún; nadie se fijaba ya en Pierre. Un par de veces le gritaron coléricos que se apartara del camino. El jefe de la batería, con las cejas fruncidas, pasaba de una pieza a otra, a grandes zancadas. El oficialito joven, más encendido aún, seguía dando órdenes a los soldados, con mayor celo que antes. Los artilleros se pasaban de unos a otros las cargas y cumplían su misión con tensa bravura. Saltaban como movidos por resortes.

La nube que amenazaba tormenta se había acercado y en todos los rostros ardía aquel fuego cuyo estallido esperaba Pierre; ahora de pie junto al jefe de la batería oyó que el oficial jovencito, con la mano en la visera, decía:

—Mi coronel, tengo el honor de comunicarle que no tenemos ya más que ocho cargas. ¿Ordena que continuemos el fuego?

—¡Metralla!— gritó el jefe, sin contestar a la pregunta del oficial. Y siguió mirando por encima del parapeto.

De pronto sucedió algo: el joven oficial dio un grito y, encogiéndose, cayó sentado en la tierra, como un pájaro herido en pleno vuelo. Todo le pareció a Pierre extraño, confuso y sombrío.

Los proyectiles zumbaban unos tras otros y hacían blanco en el parapeto, en los soldados y en los cañones. Pierre, que antes no oía aquellos ruidos, no percibía ahora otra cosa. De un lado de la batería, hacia la derecha, corrían unos soldados con “¡hurras!” clamorosos, pero no iban hacia delante, sino que retrocedían, según le pareció a Pierre.

Un proyectil hizo blanco en el borde del parapeto, cerca del sitio donde estaba Pierre, levantando una nube de tierra. Delante de él pasó una bola negra y se incrustó en algo. Los milicianos que habían entrado en la batería retrocedieron corriendo.

El jefe gritó:

—¡Fuego de metralla!

Un suboficial se acercó al coronel y, con un cuchicheo espantado (como hace un mayordomo al anunciar a su señor que ya no queda más vino de la marca que pide), le dijo que se habían acabado las cargas.

—¡Lo que están haciendo esos canallas!— gritó el coronel, volviéndose a Pierre.

Tenía la cara sudorosa y encendida; los ojos le brillaban bajo las cejas fruncidas.

—¡Corre a las reservas!— gritó a un soldado, evitando mirar a Pierre con ira. —¡Trae cajas de municiones!

—Yo iré— dijo Pierre.

Sin contestarle, el coronel avanzó a grandes zancadas hasta el otro extremo de la batería.

—¡No disparéis!… ¡Esperad!— ordenó.

El soldado a quien había mandado en busca de municiones tropezó con Pierre.

—¡Eh, señor, éste no es sitio para usted!— dijo, y emprendió la carrera cuesta abajo.

Pierre corrió tras el soldado, dando un rodeo para evitar el sitio donde yacía el joven oficial.

Tres proyectiles, uno tras otro, volaron encima de él y cayeron delante, por los lados y detrás. Pierre bajó corriendo. “¿Adónde voy?”, pensó de pronto cuando llegaba a las verdes cajas. Se detuvo vacilante, preguntándose si debía volver o seguir adelante. De pronto, una sacudida terrible lo tiró al suelo. Al mismo tiempo cegó sus ojos el resplandor de una gran llamarada y un estampido ensordecedor fue seguido de varias explosiones. Cuando volvió en sí, estaba sentado apoyándose con las manos en la tierra; la caja de municiones que tan cerca tenía ya no estaba; sólo quedaban algunas tablas quemadas y trapos sobre la hierba renegrida. Arrastrando los restos de las varas, un caballo salió corriendo; el otro yacía igual que Pierre en la tierra y gañía de modo prolongado y estridente.

Guerra y paz
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