XV

Había llegado el último día de Moscú. El tiempo era otoñal, claro y alegre. Era domingo. Y, como siempre, repicaban las campanas en todas las iglesias llamando a misa. Nadie parecía comprender aún lo que esperaba a la ciudad.

Sólo dos indicadores señalaban la situación de la capital: el populacho, es decir, el estamento de la gente pobre, y el precio de las cosas. Grupos nutridos de obreros, criados y mujiks, a los que se habían unido seminaristas, funcionarios y nobles, salieron hacia Tri Gori por la mañana. Después de esperar en vano a Rastopchin y convencidos de que Moscú se entregaría, se dispersaron por tabernas y posadas. Los precios de ese día indicaban también la situación. Las armas, el oro, los carros y caballos aumentaban de valor constantemente, mientras bajaba el de los billetes de banco y objetos domésticos. Hacia mediodía, mercancías tan caras como el paño se vendían a mitad de su valor; en cambio, por un mal rocín se ofrecían quinientos rublos. Muebles, espejos y bronces se daban gratis.

En la antigua y tranquila casa de los Rostov apenas se advirtió la desaparición de las antiguas costumbres. Durante la noche habían huido tres de los numerosos criados, pero no habían robado nada. Por lo que respecta al precio de las cosas, los treinta carros llegados de las aldeas suponían una inmensa riqueza envidiada por muchos, que ofrecían a los Rostov enormes cantidades por ellos. Y no se trataba únicamente de ofertas. Durante toda la mañana del día 1 (lo mismo que la víspera) el patio de los Rostov se vio lleno de criados y asistentes de los oficiales heridos alojados allí, y de los propios heridos, como también de los albergados en las casas cercanas, que venían a suplicar que les dejaran un carro para salir de Moscú. El mayordomo, a quien se hacían tales peticiones, compadecía a los heridos, pero se negaba en absoluto a complacerlos, diciendo que ni se atrevía a hablar de ello al conde. Era una lástima que los heridos se quedaran en Moscú; pero si cedían un carro no había razón para que no dieran también otro, y así tendrían que entregar hasta los coches de los señores. Además, treinta carros no podían salvar a todos los heridos, y en la común desgracia era imposible dejar de pensar en sí mismo y en su familia. Eso era lo que opinaba el mayordomo en nombre de su señor.

Por la mañana, al levantarse aquel día, el conde Iliá Andréievich salió de su habitación sin hacer ruido para no despertar a la condesa, que acababa de dormirse, y se asomó al porche con su batín de seda morada. Los carros, ya preparados, estaban en el patio. Los coches aguardaban junto al zaguán. El mayordomo estaba hablando con un viejo asistente y un joven oficial, palidísimo, que llevaba un brazo en cabestrillo. Al advertir la presencia del conde, el mayordomo hizo un gesto severo al asistente y al oficial para que se alejasen.

—¿Qué hay, Vasílich? ¿Todo está listo?— preguntó el conde, pasándose la mano por la calva.

Miró con rostro bondadoso al oficial y al asistente y los saludó con un gesto. (Le gustaba conocer gente nueva.)

—Podemos enganchar ahora mismo, Excelencia.

—Perfectamente. En cuanto despierte la condesa saldremos, con la ayuda de Dios.

Y se volvió al oficial:

—Ustedes, señores, ¿están alojados en mi casa?

El oficial se acercó a Rostov; su pálido rostro enrojeció de pronto.

—Permítame, conde, haga el favor… Por Dios, deje… que me acomode en uno de sus carros. No traigo nada conmigo… Aunque sea en un carro. Me da igual…

Antes de que el oficial terminara de hablar, otro asistente se acercó al conde para interceder por su amo.

—¡Ah, sí, sí, sí!— contestó apresuradamente el conde. —No faltaba más… Tendré una gran satisfacción. Vasílich, manda que descarguen uno o dos carros… Bueno… los que sean… necesarios…— añadió vagamente, sin ordenarlo con claridad.

El profundo agradecimiento que se dibujó en el rostro del oficial vino a confirmar su decisión. Miró en derredor y vio que en el patio, en la puerta cochera, en el pabellón, por todas partes había heridos y asistentes. Todos miraban al conde y se acercaban al porche.

—Venga a la galería, Excelencia… Díganos qué hacemos con los cuadros…— dijo el mayordomo.

El conde entró en la casa, repitiendo la orden de que no negaran carros a los heridos.

—Se podrá descargar algo— añadió en voz baja y misteriosa, como si temiera que alguien lo oyese.

A las nueve se despertó la condesa. Su antigua doncella, Matriona Timoféievna, que ahora ejercía el cargo de jefe de gendarmes, entró para decirle que María Kárlovna estaba muy ofendida y que los vestidos de verano de las señoritas no podían quedarse en la ciudad. Respondiendo a la pregunta de la condesa sobre los motivos que Mme Schoss tenía para enfadarse, Matriona Timoféievna explicó que habían descargado su baúl de un carro; que estaban desatando todos los carros y dejaban subir a los heridos porque el conde, con su habitual bondad, lo había ordenado así. La condesa hizo llamar a su marido.

—¿Qué es eso, querido? Me dicen que están descargando de nuevo los carros.

—¿Sabes, ma chère? Quería decírtelo antes… Ma chère condesita… Vino un oficial a pedirme que le dejase algunos carros para los heridos… Las cosas las podemos comprar, pero ellos, ¿cómo van a quedarse aquí? Les invitamos a pasar… ¿Te das cuenta?… Están en nuestro patio, hay oficiales… creo, ma chère, que podrían llevarlos… ¿a qué viene tanta prisa?…

El conde hablaba tímidamente, como siempre que se trataba de dinero.

La condesa estaba acostumbrada a aquel tono de voz, que precedía a todos los asuntos que habían acabado arruinando a sus hijos: la construcción de una galería o un invernadero, la organización de un teatro o de una orquesta. Y estaba acostumbrada a considerar obligación suya oponerse a cuanto él decía con esa voz tímida.

Adoptó su expresión habitual, llorosa y sumisa, y dijo:

—Escúchame, conde. Tú nos has llevado a la situación en que nos encontramos; ya no nos dan nada por nuestra casa y ahora quieres perder así toda la fortuna de nuestros hijos. Tú mismo dices que en casa hay objetos por valor de cien mil rublos. No estoy de acuerdo con lo que has hecho. ¡No estoy de acuerdo! Piensa lo que quieras. Ya está el gobierno para ocuparse de los heridos; ellos lo saben. Fíjate enfrente, en casa de los Lopujin; anteayer se llevaron a todos. Así hace la gente. Los únicos imbéciles somos nosotros. Si no lo haces por mí, hazlo al menos por nuestros hijos.

El conde agitó las manos y salió sin decir palabra.

Natasha, que entraba en aquel instante en la habitación de su madre, le preguntó:

—¿Qué pasa, papá?

—Nada. ¡Nada que te importe!— dijo el conde irritado.

—Sí, lo he oído— dijo Natasha. —¿Por qué no quiere mamita?

—¿Y a ti qué te importa?— gritó el conde.

Natasha, pensativa, se acercó a la ventana. Después dijo mirando al patio:

—Papá, viene Berg a vernos.

Guerra y paz
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