XIII

La retirada de los franceses de Moscú comenzó en la noche del 6 al 7 de octubre. Desmontaban cocinas y barracas, cargaban los carros y las tropas y convoyes se ponían en movimiento.

A las siete de la mañana un convoy de franceses con uniforme de campaña, sus chacós, fusiles, mochilas y enormes sacos formó delante de las barracas y por todas partes se extendieron a lo largo del barracón animadas voces hablando en un francés salpicado de insultos.

En la barraca todos estaban dispuestos, vestidos y calzados, esperando la orden de salir. Únicamente Sókolov, el soldado enfermo de disentería, pálido, delgado y ojeroso, no estaba vestido ni calzado; sentado en su camastro, desorbitados los ojos, miraba interrogativamente a sus compañeros, que no le hacían caso, y gemía en voz baja, pero continua. Al parecer no era tanto por dolor como por el miedo y la pena de quedarse solo.

Pierre, calzado con unos zapatos que le había hecho Karatáiev con un trozo de cuero que trajo un francés para que le pusiera medias suelas, sujetos con unas cuerdas, se acercó al enfermo y se puso en cuclillas delante de él.

—¡Eh, Sókolov! ¡No creas que se van del todo! Aquí tienen un hospital y tal vez te vaya mejor que a nosotros— le dijo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Es mi muerte! ¡Dios mío!— gimió con más fuerza el soldado.

—Voy a preguntarles ahora mismo— dijo Pierre.

Se levantó y se dirigió a la puerta de la barraca. En aquel momento se acercaba con dos soldados el cabo que, la víspera, había ofrecido a Pierre una pipa. Tanto el cabo como los soldados vestían también uniforme de campaña, con sus mochilas y chacós con el barboquejo debajo, lo que cambiaba bastante sus conocidas facciones.

Iban a cerrar la puerta por orden del comandante, pero antes de iniciar la marcha debían hacer un recuento de los prisioneros.

—Caporal, que fera-t-on du malade?— preguntó Pierre.[596]

Pero tan pronto como empezó a decirlo ya se preguntaba si aquel hombre era el cabo a quien conocía u otro hombre; tan distinto lo veía en aquellos momentos. Además, al mismo tiempo que Pierre pronunciaba aquellas palabras, resonó por ambos lados un redoble de tambores. El cabo frunció el ceño, masculló insultos sin sentido y cerró de un portazo. La barraca quedó casi a oscuras; el redoblar de los tambores ahogaba los gemidos del enfermo.

“Ahí está… ¡Ahí está otra vez!”, se dijo Pierre, y un súbito escalofrío le recorrió la espalda. En el rostro tan distinto del cabo, en el sonido, en el estruendo excitante y ensordecedor de los tambores, había reconocido esa fuerza misteriosa, despiadada, que obliga a los hombres, pese a su voluntad, a matar a sus semejantes: la misma fuerza brutal que había visto actuar en las ejecuciones. Era inútil tener miedo, tratar de evitar esa fuerza o dirigir súplicas a quienes eran sus instrumentos. Ahora, Pierre lo sabía: era preciso esperar y tener paciencia. No volvió junto al enfermo, ni lo miró siquiera. Silencioso, con el ceño fruncido, se quedó junto a la puerta de la barraca.

Cuando volvió a abrirse la puerta y los prisioneros se amontonaron a la salida, apretujándose unos a otros como un rebaño de carneros, Pierre se abrió camino y se acercó al capitán que, según la afirmación del cabo, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por él. También el capitán vestía el uniforme de campaña y en su rostro impasible se leía también “eso” que Pierre había reconocido en las palabras del cabo y en el redoble de los tambores.

—Filez, filez[597]— decía el capitán, mirando de mal humor a los prisioneros que pasaban delante de él.

Pierre sabía que su tentativa sería vana, pero se acercó.

—Eh bien, qu’est-ce qu’il y a?[598]— dijo el capitán, mirándolo fríamente, como si no lo conociese.

Pierre habló del enfermo.

—Il pourra marcher, que diable!— refunfuñó el capitán.[599]

Y sin mirar a Pierre, siguió diciendo: —Filez, filez.

—Mais non, il est à l’agonie…— comenzó Pierre.[600]

—Voulez-vous bien…?— gritó encolerizado el capitán.[601]

Tam, tam, tam, tam, tam, tam, tronaban los tambores. Pierre comprendió que la fuerza misteriosa se había apoderado ya completamente de aquellos hombres y que era inútil hablarles.

Los oficiales prisioneros fueron separados de los soldados y se les ordenó ir delante. Los oficiales —entre los que se hallaba Pierre— eran unos treinta; los soldados, cerca de trescientos.

Los oficiales prisioneros, salidos de otras barracas, eran para Pierre personas desconocidas, estaban todos mejor vestidos que él y lo miraban a él y sus zapatos con desconfianza, como a un extraño. No lejos de Pierre caminaba un grueso comandante, que parecía gozar de la estima general de sus compañeros. Vestía un batín tártaro ceñido por una toalla; su rostro, amarillento y tumefacto, expresaba mal humor. Sujetaba con una mano la bolsa del tabaco que llevaba en el pecho y con la otra se apoyaba en un chibuquí turco. El comandante respiraba pesadamente, gruñía y se enfadaba con todos, porque creía que lo empujaban y que tenían prisa cuando no había motivo alguno para ello y que mostraban asombro cuando no había nada de qué asombrarse.

Otro oficial, menudo y enjuto, charlaba con todos y hacía cábalas acerca de dónde los llevaban y qué distancia iban a recorrer aquel día.

Un funcionario con botas de fieltro y uniforme de intendencia iba de un sitio a otro, contemplaba la ciudad incendiada y comentaba en voz alta qué partes de la capital habían ardido y cuál era la que se veía.

Otro oficial, de origen polaco, a juzgar por su acento, discutía con el intendente, demostrándole que se equivocaba al nombrar uno u otro barrio de Moscú.

—¿Para qué discutir?— decía enfadado el comandante. —Da lo mismo que sea el barrio de San Nicolás o el de San Blas. Todo ha ardido y se acabó… ¿Por qué empuja? ¿No tiene bastante sitio?— se volvió colérico a alguien que iba detrás de él y que no lo había tocado siquiera.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Lo que han hecho! ¡Es horrible!— se oía decir a los prisioneros por todas partes, que veían ahora las destrucciones del incendio. —Zamoskvorechie, Zúbovo, el Kremlin… ¡No queda ni la mitad de Moscú! Ya les decía yo que ardía todo Zamoskvorechie. Ahí lo tienen.

—Pues si saben que ha ardido, ¿a qué hablar más sobre el asunto?— refunfuñaba el comandante.

Al cruzar el barrio de Jámovniki (uno de los pocos que no habían ardido en Moscú) y pasar ante la iglesia, todo el grupo de prisioneros se hizo a un lado entre exclamaciones de horror y repulsión.

—¡Qué canallas! ¡Menudos herejes! Es un muerto, sí, un muerto… lo han ensuciado con algo.

También Pierre se acercó a la iglesia donde estaba el objeto de tales exclamaciones, y vio confusamente algo apoyado en el muro. Por las palabras de sus compañeros, que veían mejor que él, comprendió que se trataba de un cadáver puesto de pie cuyo rostro estaba tiznado con hollín.

—Marchez, sacré nom!… Filez… trente mille diables!…[602]— vociferaron coléricos los convoyes franceses y, a bastonazos, dispersaron el grupo de prisioneros que miraba al hombre muerto.

Guerra y paz
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