VI
El 5 de noviembre fue el primer día de la así llamada batalla de Krásnoie. Al anochecer, después de muchas discusiones y errores de los generales que habían llevado a sus tropas donde no era necesario, tras enviar repetidas veces a los ayudantes de campo con órdenes y contraórdenes, cuando era evidente que el enemigo huía por doquier y no podía darse la batalla, Kutúzov salió de Krásnoie hacia Dóbroie, donde se había trasladado aquel día el Cuartel General.
El día era claro y frío. Kutúzov, rodeado de su enorme séquito de generales que, descontentos de él, murmuraban a sus espaldas en voz baja, iba a Dóbroie en su pequeña y bien alimentada yegua baya. A lo largo del camino se agrupaban en derredor de las hogueras los prisioneros franceses capturados aquel día (que ascendían a siete mil). En las proximidades del pueblo una multitud de prisioneros harapientos, cubiertos con toda clase de trapos, descansaba en el camino, junto a una larga fila de cañones franceses desenganchados de sus tiros; de aquella turba procedía un confuso clamor de voces y conversaciones.
Al acercarse el generalísimo el vocerío cesó y todas las miradas se fijaron en Kutúzov, que avanzaba lentamente con su gorro blanco orlado de rojo y su capote guateado, cual una joroba sobre sus hombros encorvados. Uno de los generales se acercó a informarlo del lugar donde fueron capturados los cañones y los prisioneros.
Kutúzov parecía preocupado por algo y no oía las palabras del general. Entornaba con aire disgustado los ojos y miraba fija y atentamente a los prisioneros cuyo aspecto era más lamentable. La mayoría de los soldados franceses tenían el rostro desfigurado, las mejillas y la nariz congelados y los ojos de casi todos estaban enrojecidos, hinchados y purulentos.
Un grupo de prisioneros estaba a la orilla misma del camino; dos soldados (uno de los cuales tenía el rostro cubierto de llagas) desgarraban con las manos un pedazo de carne cruda. Había algo terrible y bestial en la mirada que echaron sobre los jinetes y en la iracunda expresión con que miró a Kutúzov el soldado de las llagas, apartando de inmediato los ojos para seguir con su quehacer.
Kutúzov miró largamente a aquellos dos soldados, frunció aún más el ceño, entornó los ojos y, pensativo, movió la cabeza. En otro grupo vio a un soldado ruso que, riendo, golpeaba la espalda de un francés y le decía algunas palabras amables. Kutúzov movió de nuevo la cabeza con la misma expresión.
—¿Qué dices?— preguntó al general, que seguía con su informe y reclamaba la atención del comandante en jefe para que se fijara en las banderas francesas tomadas aquel día y colocadas ante la primera fila del regimiento Preobrazhenski.
—¡Ah, las banderas!— dijo, como si le costara apartarse del objeto que ocupaba sus pensamientos.
Miró alrededor con aire distraído. Miles de ojos lo observaban desde todas partes, esperando oír sus palabras.
Ante el regimiento Preobrazhenski se detuvo; suspiró penosamente y cerró los ojos. Alguien del séquito hizo un gesto para que los soldados que sostenían las banderas se acercaran y rodearan al generalísimo con ellas. Kutúzov permaneció en silencio unos segundos; después, como sometiéndose de mala gana a los deberes que le imponía su cargo, levantó la cabeza y comenzó a hablar. Nutridos grupos de oficiales lo rodearon. Él los miró atentamente reconociendo a unos cuantos.
—Os doy las gracias a todos— dijo, volviéndose a los soldados y de nuevo a los oficiales.
En el silencio que se había hecho en derredor se oían con gran claridad sus palabras dichas lentamente.
—Os doy las gracias por vuestro leal y difícil servicio. La victoria es completa y Rusia no os olvidará. ¡Gloria eterna a todos vosotros!
Calló y dirigió una mirada alrededor. Un soldado había bajado sin querer el águila francesa ante las banderas del regimiento Preobrazhenski.
—¡Bájala! ¡Que baje bien la cabeza!— dijo al soldado. —Más, bájala más; así. ¡Hurra, muchachos!— gritó volviendo hacia los soldados la cabeza con rápido gesto.
—¡Hurra!— atronaron miles de voces.
Mientras los soldados gritaban, Kutúzov, encorvado sobre la silla, bajó la cabeza y su ojo se iluminó con una luz algo burlona, pero bondadosa.
—Y ahora, hermanos…— siguió cuando todos callaron.
Y en un instante, su voz y su expresión cambiaron. Había cesado de hablar el generalísimo y hablaba ahora un hombre sencillo y viejo que parecía deseoso de comunicar a sus compañeros algo que él conceptuaba lo más importante.
En el grupo de oficiales y en las filas de soldados hubo un movimiento, para escuchar mejor lo que iba a decirles.
—Y ahora, hermanos, quiero deciros esto: ya sé lo fatigosa que es para vosotros esta campaña, pero ¡qué podemos hacer! Tened paciencia: falta poco. En cuanto despidamos a nuestros huéspedes podremos descansar. Nuestro Zar no olvidará los servicios prestados. Sé que es duro para vosotros, pero, a pesar de todo, estáis en vuestra tierra; mirad, en cambio, a estos desgraciados, a qué extremo se ven reducidos— dijo señalando a los prisioneros. —Peor que los más desgraciados mendigos. Mientras ellos eran fuertes no les teníamos lástima; pero ahora sí que podemos apiadarnos de ellos: también son seres humanos. ¿No es así, muchachos?
Miraba en derredor, y en los ojos respetuosos y perplejos que permanecían clavados en él leía la aprobación de sus palabras; su rostro se iba iluminando cada vez más con aquella apacible sonrisa senil que le llenaba de arrugas las comisuras de la boca y de los ojos. Volvió a callar y bajó la cabeza, como perplejo.
—Pero, bien miradas las cosas, ¿quién los llamó a nuestra tierra? ¡Lo tienen merecido, que se vayan a la!…— gritó de pronto, irguiéndose.
Y sacudiendo la fusta, por primera vez en toda la campaña, se alejó al galope de los soldados, que descomponían sus filas entre risas jubilosas y atronadores “hurras”.
Es poco probable que lo dicho por Kutúzov fuera comprendido por las tropas; nadie habría sabido repetir aquel discurso, solemne al principio, sencillo y bonachón al final, propio de un abuelo. Pero entendieron su cordial significado, porque aquel mismo sentimiento de solemne triunfo unido a la piedad por los vencidos, su propia razón, resumida por el comandante en jefe en aquel insulto popular, ese mismo sentimiento anidaba en el alma de cada soldado ruso, manifestándose en largos y jubilosos gritos. Cuando un general le preguntó después si no ordenaba que viniera el coche a buscarlo, Kutúzov, al responder, sollozó de pronto, al parecer profundamente emocionado.