XVII

Cuando el Emperador salió de Moscú, la vida de la ciudad volvió a su ritmo habitual, tan parecido al de siempre que resultaba difícil recordar las jornadas pasadas de entusiasmo patriótico; era difícil creer que Rusia estaba en verdadero peligro y que los socios del Club Inglés, además de serlo, fueran hijos de la patria dispuestos a todo sacrificio. Lo único que se recordaba de aquellos días de general entusiasmo patriótico durante la estancia del Zar en la capital era la exigencia de hombres y dinero, que después de las ofertas había adquirido rápidamente forma legal y oficial, haciéndose inevitable.

Al acercarse el enemigo, la opinión de los moscovitas sobre su propia situación, lejos de hacerse más seria, cobró, por el contrario, frivolidad, como sucede siempre a las personas que ven un gran peligro. Cuando el peligro se va aproximando, dos voces hablan en el corazón del hombre con la misma fuerza: una pide, muy razonablemente, que se reflexione sobre la naturaleza del peligro y la manera de evitarlo. La otra, con más razón todavía, dice que es demasiado penoso, demasiado torturante pensar en el peligro cuando el hombre no puede prevenirlo todo y salvarse, de manera que es mucho mejor volver la espalda a las cosas penosas, hasta que éstas lleguen, y pensar en las agradables. Si está solo, el hombre escucha casi siempre la primera voz; en cambio, cuando se encuentra en sociedad, sigue la segunda. Y eso era lo que sucedía a los habitantes de Moscú. Nunca se había divertido tanto la gente como aquel año.

Los pasquines de Rastopchin, que representaban en la parte superior una taberna, el tabernero y el comerciante moscovita Karpushka Chiguirin, que, después de ser reclutado y habiendo bebido una copa de más, al escuchar que Bonaparte quería tomar Moscú, se enfadó y profirió palabras injuriosas contra todos los franceses, salió de la taberna y en la puerta misma, bajo el águila de la bandera, comenzó a arengar al pueblo reunido, se leían y comentaban por doquier, igual que los últimos versos de Vasili Lvóvich Pushkin.

En el Club se reunían para leer esos pasquines y a muchos les gustaba el modo en que Karpushka se burlaba de los franceses diciendo que se hincharían de coles, reventarían de comer tantas gachas, se asfixiarían tomando “schi” que todos eran enanos y que una campesina rusa, con una horca, acabaría con tres franceses. Algunos no aprobaban ese tono, que encontraban vulgar y estúpido.

Se comentaba que Rastopchin había expulsado de Moscú a los franceses y a todos los extranjeros, y que entre ellos había espías y agentes de Napoleón; pero todas esas cosas se contaban sobre todo para tener ocasión de citar las ingeniosas palabras de Rastopchin al despedirlos.

Los extranjeros eran enviados en una barcaza a Nizhni-Nóvgorod, y Rastopchin había dicho: “Rentrez en vous-même, entrez dans la barque et n’en faites pas une barque de Charon”.[398]

Se decía que ya habían evacuado de Moscú todas las oficinas públicas y se añadía la broma de Shinshin de que sólo por eso Moscú debía mostrarse agradecida a Napoleón. Contaban también que el regimiento ofrecido por Mámonov le costaría ochocientos mil rublos, y que Bezújov había gastado aún más en sus milicianos; pero lo mejor del gesto de Bezújov —al decir de las gentes— era que él mismo iba a ponerse el uniforme y desfilar a caballo frente a su propio regimiento, sin cobrar nada a los espectadores que lo mirasen.

—No perdonan a nadie— dijo Julie Drubetskói, reuniendo y apretando un puñado de hilas con sus dedos cubiertos de sortijas.

Julie se disponía a salir de Moscú al día siguiente y daba una velada de despedida.

—Bezújov est ridicule, ¡pero es tan bueno y tan simpático! ¿Qué placer hay en ser tan caustique?

—¡Multa!— dijo un joven de uniforme de milicias, a quien Julie llamaba mon chevalier y la acompañaba a Nizhni-Nóvgorod.

En las veladas de Julie, como en tantos otros salones de la capital, se había decidido no hablar más que en ruso; y los que por equivocación lo hacían en francés tenían que pagar multa a favor del comité de socorro.

—Otra multa por el galicismo— dijo un escritor ruso. —“Qué placer hay en ser” no está bien dicho en ruso.

—No perdona usted ni una— sonrió Julie al joven del uniforme, sin prestar atención a la observación gramatical. —Por lo de caustique soy culpable y pagaré; y por el gusto de decirle la verdad estoy también dispuesta a pagar. Pero por el galicismo no respondo— y se volvió al escritor. —No tengo dinero ni tiempo para tomar un profesor y aprender el ruso, como hace el príncipe Golitsin.

Y después exclamó:

—¡Ah! ¡Ahí está él! Quand on…[399] ¡Oh, no! No me cogerá usted otra vez. ¡Vaya! Cuando hablan del sol, ven sus rayos— y sonrió amablemente a Pierre. —Estábamos hablando de usted— prosiguió con aquella agilidad para la mentira propia de las mujeres mundanas. —Decíamos que su regimiento de milicias será seguramente mejor que el de Mámonov.

—No me hable de mi regimiento— dijo Pierre. —¡Me tiene harto!

Besó la mano de la dueña de la casa y se sentó a su lado.

—Lo mandará usted mismo, ¿no?— dijo Julie, cruzando una mirada de burlona inteligencia con el joven miliciano.

Pero éste ya no se mostraba tan cáustico en presencia de Pierre y su rostro expresó más bien asombro por lo que pudiera significar la sonrisa de Julie. A pesar de sus distracciones y su bonachonería, la personalidad de Pierre paralizaba inmediatamente todo intento de burla en su presencia.

—No— replicó Bezújov riendo, y lanzó una mirada a su cuerpo grande y grueso. —Los franceses harían blanco en mí con facilidad y, además, temo no poder subir a un caballo…

Entre las personas de quienes se hablaba en el salón de Julie se habló también de los Rostov.

—Dicen que sus asuntos van muy mal— comentó Julie. —¡Y el conde es tan poco juicioso! Los Razumovski querían comprar la casa y la hacienda cercana a Moscú, pero la cosa va para largo, porque pide mucho.

—Por el contrario, creo que la venta va a tener lugar uno de estos días— dijo alguien, —aunque me parece una locura comprar algo ahora en Moscú.

—¿Por qué?— preguntó Julie. —¿Cree usted que hay peligro para la ciudad?

—Y ¿por qué se va usted?

—¿Yo? ¡Vaya una pregunta extraña! Me voy porque… porque todos se van y yo no soy ni una Juana de Arco ni una amazona.

—Sí, claro, claro, deme más trapitos.

—Si supiera llevar bien sus asuntos podría pagar todas las deudas— insistió el joven miliciano a propósito de los Rostov.

—Es un buen viejo, pero muy pauvre sire.[400] ¿Y por qué permanecen en Moscú tanto tiempo? Tenían pensado irse al campo. Natalie parece que ya está bien, ¿no?— preguntó Julie a Pierre, sonriendo maliciosamente.

—Esperan al hijo menor— dijo Pierre. —Ingresó en los cosacos de Obolenski y ha ido a Biélaia-Tzérkov, allí están formando el regimiento. Ahora han conseguido que lo destinen al mío; en su casa lo esperan de un día para otro. El conde quería irse hace tiempo, pero la condesa se empeña en no abandonar Moscú antes de que vuelva el hijo.

—Los vi anteayer en casa de los Arjárov. Natalie vuelve a estar muy bella y alegre. Cantó una romanza. ¡Qué fácilmente pasa todo para ciertas personas!

—¿Qué es lo que pasa pronto?— preguntó Pierre, malhumorado.

Julie sonrió.

—¿Sabe, conde, que un caballero como usted no se encuentra más que en las novelas de Mme Suza?

—¿Qué caballero? ¿Por qué?— preguntó Pierre ruborizándose.

—Pero, bueno, querido conde. C’est la fable de tout Moscou. Je vous admire, ma parole d’honneur.[401]

—¡Multa! ¡Multa!— exclamó el joven miliciano.

—¡Bueno, bueno! No se puede decir una palabra. ¡Qué aburrimiento!

—Qu’est-ce qui est la fable de tout Moscou?— preguntó Pierre levantándose enojado.

—Bueno, conde, usted bien lo sabe.

—No sé nada— dijo Pierre.

—Sé que es muy amigo de Natalie Rostov y por eso… yo siempre he sido más amiga de Vera. Cette chère Vera…

—Non, madame— dijo Pierre malhumorado. —Yo nunca me he considerado caballero de la señorita Rostov: hace casi un mes que no voy a su casa; pero no comprendo la crueldad…

—Qui s’excuse, s’accuse[402]— dijo Julie sonriente, sacudiendo las hilas que tenía en la mano; y para quedar con la última palabra. Cambió de tema: —Fíjese, he sabido hoy que la pobre María Bolkónskaia llegó ayer a Moscú… ¿Sabe usted que perdió a su padre?

—¿Qué me dice? ¿Dónde está? Me gustaría mucho verla— dijo Pierre.

—Ayer fui a visitarla. Hoy o mañana se va con su sobrino a la finca que tiene aquí cerca.

—¿Y cómo está?— preguntó Pierre.

—Muy triste. ¿Y sabe quién la salvó? ¡Toda una novela! Nikolái Rostov. La tenían cercada, querían matarla, hirieron a varios criados. Pero llegó Rostov y la salvó…

—¡Otra novela!— dijo el joven militar. —Decididamente, esta huida general ha sido tramada para que todas las viejas novias se casen: Catiche por un lado, la princesa Bolkónskaia por otro.

—Sabe, yo creo que está un petit peu amoureuse du jeune homme.[403]

—¡Multa! ¡Multa! ¡Multa!

—Pero ¿cómo puede decirse eso en ruso?

Guerra y paz
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