XV

Decir “mañana” y mantenerse digno no era difícil; pero volver solo a casa, ver a las hermanas, a los padres, confesarlo todo y pedir dinero al que no se tiene derecho, después de la palabra empeñada, era terrible.

En casa nadie dormía aún. Los jóvenes, después del teatro y de la cena, se habían sentado en la sala en torno al clavicordio. En cuanto entró Nikolái se vio envuelto por la atmósfera de amor y poesía que imperaba aquel invierno en la casa, y que ahora, después de la petición de Dólojov y el baile de Joguel, parecía haberse concentrado aún más sobre Natasha y Sonia como el aire antes de una tormenta. Las dos, con los vestidos azules que llevaron en el baile, graciosas y felices, sonreían junto al clavicordio. Vera y Shinshin jugaban al ajedrez en la sala; la vieja condesa, que esperaba al hijo y al marido, hacía un solitario, acompañada por una anciana dama, noble y pobre, que vivía con ellos. Denísov, con los ojos brillantes y el cabello en desorden, estaba al clavicordio con una pierna echada hacia atrás: sus cortos dedos golpeaban rítmicamente el teclado y, con los ojos entornados, voz ronca, pero entonada, cantaba unos versos, compuestos por él mismo, titulados “La hechicera”, a los que trataba de poner música.

Dime, hechicera, ¿qué fuerza me arrastra

hacia los abandonados acordes?

¿Qué fuego has encendido en mi pecho?

¿Qué entusiasmo se apodera de mí?

Cantaba con pasión, fijando en la asustada y feliz Natasha sus ojos negros como el azabache.

—¡Magnífico! ¡Precioso!— gritaba Natasha. —¡Otra estrofa! ¡Otra!— decía, sin advertir la llegada de Nikolái.

“Siempre están igual”, pensó Nikolái, mirando a la sala donde estaban Vera y su madre con la anciana señora.

—¡Ah, ya está aquí Nikóleñka!— Natasha corrió hacia él.

—¿Está papá en casa?— preguntó él.

—¡Qué alegría que hayas venido! ¡Estamos todos tan contentos!…— dijo Natasha sin contestarle. —Vasili Dmítrievich se queda un día más por mí, ¿sabes?

Sonia intervino:

—No, papá no ha venido todavía.

—¿Has llegado ya, Nikóleñka? ¡Ven, ven aquí, querido!— dijo desde la sala la condesa.

Nikolái se acercó a su madre, besó su mano y, sentándose en silencio a su lado, miró sus manos, que iban colocando las cartas. En la sala contigua se oían risas y voces alegres que animaban a Natasha para cantar.

—¡Bueno, bueno!— decía Denísov. —Ahora no puede negarse, tiene que cantar la barcarola, se lo ruego.

La condesa se volvió a su hijo, que permanecía en silencio.

—¿Qué te pasa?— preguntó.

—¡Oh, nada!— replicó Nikolái, como cansado de una pregunta demasiado repetida. —¿Volverá pronto papá?

—Lo supongo.

“Lo mismo, siempre lo mismo. Nada saben. ¿Adónde podría ir?”, se preguntó Rostov; y volvió a la sala del clavicordio.

Sonia tocaba el preludio de la barcarola preferida por Denísov. Natasha se disponía a cantar. Denísov la contemplaba con los ojos llenos de admiración.

Nikolái comenzó a pasear por la estancia.

“Buenas ganas de obligarla a cantar —pensó—. ¿Y qué puede cantar? Nada tiene eso de divertido.”

Sonia atacó el primer acorde del preludio.

“¡Dios mío! Estoy perdido, deshonrado… ¡La única solución es una bala en la cabeza y no cantar! ¿Y si me fuera?… Pero, ¿dónde? Da lo mismo que canten.”

Sin dejar de caminar de un lado a otro, miraba distraídamente a Denísov y a las muchachas, evitando sus miradas.

“¿Qué le pasa, Nikóleñka?”, parecían preguntarle los ojos de Sonia, fijos en él. Al momento se había dado cuenta de que algo había sucedido.

Nikolái se volvió de espaldas.

También Natasha, intuitiva por naturaleza, había percibido de inmediato el estado de ánimo de su hermano. Lo había percibido, pero en aquel momento estaba tan contenta y feliz, tan alejada de toda tristeza, pena o reproche que se engañó conscientemente. “No, no debo turbar ahora mi felicidad preocupándome del dolor ajeno”, pensó. Y se dijo: “Quizá me equivoque. Tiene que estar tan contento como yo”.

—¡Empecemos, Sonia!— dijo en voz alta, y se colocó en medio de la sala, donde suponía que la oirían.

Con la cabeza erguida y los brazos abandonados, como una danzarina, Natasha, andando de puntillas, pasó con decisión hasta el centro de la sala, donde se detuvo.

“¡Así soy yo!”, parecía decir, contestando a las extasiadas miradas de Denísov.

“¿A qué viene tanta alegría?— pensó Nikolái mirando a su hermana. —¿Cómo no se aburre ni se avergüenza?” Natasha comenzó a cantar; su garganta se dilató, enderezó el pecho y sus ojos adquirieron una expresión seria. En ese instante no pensaba en nadie ni en nada; su voz brotaba de la boca sonriente en una cascada de sonidos que cualquiera puede repetir mil veces de la misma manera dejándonos indiferentes, pero que, de improviso, a la mil y una nos hacen estremecer y llorar.

Aquel invierno Natasha había comenzado a cantar seriamente, sobre todo porque a Denísov le entusiasmaba su voz. Ya no cantaba como una niña; ya no había en su canto la aplicación infantil y cómica de antes; pero aún no cantaba bien, según opinaban los entendidos que la escuchaban: “Una voz muy bella, pero no educada todavía, debe educarla”, decían. Mas lo decían, habitualmente, mucho después de que hubiera callado. Mientras sonaba la voz no educada, con aspiraciones a destiempo, compases forzados, los entendidos nada decían, limitándose a disfrutar de la voz no educada y deseando escucharla de nuevo. Había en ella una pureza primitiva, la ignorancia de las propias posibilidades y un timbre aterciopelado, no cultivado, que se aliaba con los defectos en el arte de cantar aparentemente imposibles de corregir sin echarlo todo a perder.

“¿Qué pasa? —pensó Nikolái al oír la voz de su hermana, abriendo ampliamente los ojos—. ¿Qué le sucede? ¡Cómo canta hoy!”. Y en un momento, el mundo pareció concentrarse para él en la espera de la nota siguiente, de la frase siguiente, todo en el mundo estaba dividido en tres tiempos: “Oh mio crudele affetto”, …uno dos, tres… “Oh mio crudele affetto”, uno, dos, tres… “Qué estúpida vida nuestra —pensó Nikolái—. La desgracia, el dinero, Dólojov, la ira, el honor… todo eso no es nada… La verdad es esto… ¡Bien, Natasha! ¡Bien, querida!… ¿Cómo dará este ? Ya lo dio, ¡gracias a Dios! —y sin darse cuenta de que estaba cantando para reforzar el , entonó la segunda y la tercia de la nota alta—. ¡Dios mío, qué bien! ¿Será posible que yo lo haya conseguido? ¡Magnífico!”

¡Cómo vibró aquella tecla, despertando en el alma de Rostov lo mejor que había en ella! Era algo independiente y superior a todo cuanto existía en el mundo. ¿Qué importaban ahora las pérdidas en el juego, Dólojov y la palabra de honor?… Todo son pequeñeces. Se puede matar, se puede robar y seguir siendo igualmente feliz…

Guerra y paz
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