VII
El 8 de noviembre, último día de la batalla de Krásnoie, comenzaba a anochecer cuando las tropas llegaron a los campamentos donde debían pasar la noche. Todo el día fue frío y desapacible; la nieve había caído ligera y escasa al atardecer, el cielo empezó a clarear; a través de los copos de nieve que revoloteaban en el aire podía verse el cielo estrellado, de un color negro violáceo. El frío se hizo más intenso.
El primero en llegar al final de la etapa (una aldea junto al camino) fue un regimiento de fusileros, que había partido de Tarútino con tres mil hombres y ahora tenía apenas novecientos. Los aposentadores salieron al encuentro de las tropas y manifestaron que todas las isbas estaban ocupadas por franceses muertos y enfermos, soldados de caballería y servicios del Estado Mayor. Sólo quedaba libre una isba para el jefe del regimiento, que se disponía a ocuparla.
La tropa atravesó la aldea y se detuvo junto a las últimas casas, cerca de las cuales colocaron los fusiles en pabellón.
Como un enorme animal de innumerables miembros, el regimiento se dispuso a preparar su guarida y también su comida. Parte de los soldados se internaron, con la nieve hasta las rodillas, por un bosque de abedules a la derecha de la aldea donde no tardaron en retumbar los golpes de hacha, el ruido de las ramas al desgajarse y las voces alegres de los hombres. Otros se movían en torno a los carros y caballos, reunidos en apretado espacio, disponían las marmitas y el pan seco y daban pienso a las bestias; un tercer grupo se diseminó por la aldea a fin de preparar el alojamiento de la plana mayor; sacaban los cadáveres de los franceses de las casas y arrancaban tablas, la paja de las techumbres y las estacas de las cercas para las hogueras.
Al otro extremo de la aldea, alrededor de quince hombres trataban de derribar, entre alegres gritos, la alta cerca de un cobertizo cuya techumbre ya habían arrancado.
—Empujad todos a la vez— gritaban. —¡Todos a una!
Y en la oscuridad de la noche se oían los crujidos de la cerca cubierta de nieve. Aquella barahúnda fue en aumento hasta que la cerca empezó a ceder y se vino abajo una parte, arrastrando consigo a algún que otro soldado de los que empujaban. Se levantó un clamor de voces y risas.
—¡Eh! ¡La palanca! ¡Traed la palanca! ¡Por parejas! ¡Eh, tú! ¿Dónde te metes? ¡Todos a una, muchachos!… ¡Un momento!… Esperad la señal.
Callaron y una voz no muy fuerte, aterciopelada y melodiosa, entonó una canción. Al terminar la tercera estrofa, exactamente con la última nota, veinte voces gritaron a la vez: “¡Uuuuup… Aúpa! ¡Todos a una, muchachos!…”. Mas, a pesar de todo aquel esfuerzo, apenas conseguían arrastrarla un poco. En el silencio podía oírse la respiración jadeante de aquellos hombres.
—¡Eh, vosotros, los de la sexta! ¡Demonios, diablos! ¡Ayudadnos!… ¡También nosotros os haremos falta!
Unos veinte soldados de la sexta compañía, que se acercaban a la aldea, se unieron a los que tiraban de la cerca.
Y así, entre todos, jadeantes y encorvados, cargaron con aquella cerca de unos diez metros de longitud por dos de altura, que se doblaba, clavándose en sus espaldas.
—¡Venga!… ¡Empuja! ¿Por qué te detienes? Así, así…
No había tregua para las palabrotas e insultos.
—¿Qué hacéis?— resonó de pronto la voz imperiosa de un sargento, al encontrarse con los que arrastraban la cerca.
—¡Los oficiales están ahí al lado, el general mismo, y vosotros gritando y blasfemando! ¡Os voy a dar!
Y golpeó con fuerza la espalda del primer soldado que encontró a mano.
—¿Es que no podéis hacer las cosas sin ruido?— dijo.
Los soldados callaron. El que había sido golpeado, carraspeando, se limpió la cara en la que se había hecho un rasguño al chocar con la empalizada.
—¡Diablos, cómo pega! ¡Me hizo sangrar!— dijo con voz tímida cuando el sargento se alejó.
—¿No te ha gustado, eh?— preguntó una voz burlona.
Y bajando las voces, los soldados siguieron adelante.
Una vez fuera de la aldea volvieron a charlar en voz alta, como antes, adornando sus conversaciones con los mismos inútiles juramentos y blasfemias.
En la isba ante la que habían pasado los soldados estaban reunidos los oficiales superiores y, entre una y otra taza de té, comentaban animadamente la jornada transcurrida y las operaciones previstas para la siguiente. Se preveía una marcha oblicua hacia la izquierda para cortar la retirada al virrey y capturarlo.
Cuando los soldados llegaron con la empalizada ya ardían las hogueras de las cocinas. La leña crepitaba y la nieve se iba derritiendo alrededor de los fuegos; las negras sombras de los soldados pasaban de aquí para allá, por todo el terreno ocupado, abierto sobre la nieve pisoteada.
Hachas y machetes trabajaban por todas partes. Se hacían las cosas sin que nadie las ordenara; se traían provisiones de leña para toda la noche, se levantaban tiendas para los superiores, se ponían las ollas al fuego, se preparaban los fusiles y las municiones.
La cerca traída por los de la octava compañía fue colocada en semicírculo hacia la parte norte, apoyada en estacas; en medio, encendieron una hoguera. Sonó el toque de retreta, pasaron lista, cenaron y se dispusieron a pernoctar en torno a las hogueras; unos se dedicaron al arreglo de sus botas, otros encendieron las pipas y alguno, desnudo del todo, acercaba la ropa a la llama para evaporar del todo los piojos.