XV

Cuando Natasha, con un movimiento habitual, abrió la puerta para dar paso a la princesa, ésta sentía ya que los sollozos se agolpaban en su garganta. Pese a todos sus esfuerzos para serenarse, sabía que al verlo no podría contener las lágrimas.

La princesa María había comprendido lo que quería decir Natasha con sus palabras “hace dos días le ocurrió eso”; comprendía que el príncipe Andréi se había dulcificado y que esa dulzura y enternecimientos eran indicios de muerte. Al llegar a la puerta vio con la imaginación el rostro de aquel Andriusha al que había conocido de niño; su cara dulce y afectuosa, llena de ternura, expresión que tan raras veces aparecía en él y que por eso tanto la impresionaba siempre. Sabía que ahora le diría palabras dulces y tiernas, como las que había dicho su padre al morir, y que ella no podría dominarse y estallaría en sollozos. Pero antes o después eso debía suceder, y entró en la habitación. El llanto la ahogaba cada vez más, mientras con sus ojos miopes distinguía el cuerpo y buscaba las facciones de su hermano. Por fin vio su rostro y sus miradas se encontraron.

Estaba echado en un diván, rodeado de almohadas y vestido con una bata guarnecida de piel de ardilla. Estaba muy delgado y pálido. Una de sus manos, de blancura casi transparente, sostenía un pañuelo; con la otra, se atusaba sus finos bigotes, bastante crecidos. Sus ojos estaban fijos en los que entraban.

Cuando se encontró con aquella mirada la princesa María acortó de pronto el paso; sintió que las lágrimas se le secaban y los sollozos cedían en su pecho; la expresión del rostro y la mirada que había sorprendido le produjeron una extraña timidez y la hicieron sentirse culpable.

“Pero ¿de qué soy culpable?”, se preguntó.

“De que vives y piensas en las cosas de la vida, mientras que yo…”, pareció contestarle aquella mirada fría y severa.

En aquella mirada profunda dirigida no fuera sino dentro de sí, había casi hostilidad cuando el príncipe se volvió lentamente hacia su hermana y Natasha.

Besó a su hermana como hacían siempre, mano con mano.

—Buenos días, Mary… ¿Cómo has llegado hasta aquí? preguntó con voz tranquila y tan extraña como su mirada.

Si hubiera gritado desesperadamente, su grito no habría producido en la princesa el horror que le causó aquella voz.

—¿Has traído también a Nikólushka?— añadió, con la misma voz débil y pausada, haciendo un evidente esfuerzo para recordar.

—¿Cómo te encuentras ahora?— preguntó la princesa María, asombrándose ella misma de lo que decía.

—Eso, querida, hay que preguntárselo al médico— dijo el príncipe; y haciendo un visible esfuerzo para mostrarse cariñoso, añadió con un imperceptible movimiento de labios (se veía que no pensaba lo que decía): —Merci, chère amie, d’être venue.[584]

La princesa María le estrechó la mano y él frunció levemente el ceño al sentir aquella presión. Guardó silencio y ella no supo qué decir. Comprendió qué le había ocurrido días atrás. En sus palabras, en el tono de su voz y sobre todo en la fría mirada —casi hostil— se advertía ese alejamiento de todas las cosas terrenales, terrible para quien está vivo. Al parecer comprendía, haciendo un esfuerzo, todo cuanto se refería a los que vivían, pero se notaba al mismo tiempo que esa dificultad no provenía de su falta de capacidad para comprender; se debía a que él comprendía algo que los demás, los que vivían, no entendían ni podían entender. Y eso lo absorbía por entero.

—Ya ves de qué manera más extraña nos ha reunido el destino— dijo, rompiendo el silencio e indicando a Natasha. —Ella anda cuidándome todo el día.

La princesa María escuchaba sin entender lo que le decía. ¿Cómo podía hablar así, el sensible y cariñoso príncipe Andréi, delante de la mujer que amaba y lo amaba? Si tuviera esperanzas de vivir no habría dicho eso con aquel tono frío y ofensivo. Si no supiera que iba a morir, ¿cómo no iba a tener piedad de ella, cómo habría podido hablar de aquella manera? Sólo una explicación era posible: todo le era indiferente, porque algo de importancia muchísimo mayor se le había revelado.

La conversación seguía siendo fría, deslavazada; se interrumpía a cada momento.

—María ha pasado por Riazán— dijo Natasha.

El príncipe Andréi no pareció notar que Natasha llamaba a su hermana por el nombre. Natasha, que ya lo había hecho antes, se dio cuenta ahora por primera vez.

—¿Y qué?— dijo el príncipe.

—Le han contado que Moscú se ha quemado por completo, que…

Natasha se detuvo: aquella conversación no era oportuna; se veía que el príncipe hacía vanos esfuerzos por escuchar.

—Sí, dicen que ha ardido. Es una lástima— dijo sin mirar a nadie y atusándose distraído el bigote con los dedos.

—¿Y tú, Marie, te encontraste con el príncipe Nikolái?— dijo de pronto el príncipe Andréi, deseando, al parecer, decir algo agradable para ellas. —Ha escrito a esta casa, diciendo que tú le has gustado mucho— prosiguió tranquilamente, con sencillez, sin entender, al parecer, la importancia que sus palabras tenían para aquellos seres vivos. —Si también a ti te gustara… sería lo mejor… que os casarais— añadió algo más de prisa, satisfecho de haber encontrado unas palabras que le había costado buscar.

La princesa María lo escuchaba; para ella esas palabras carecían de sentido, no hacían más que probar cuán lejos del mundo de los vivos se encontraba su hermano.

—A qué hablar de mí— dijo con voz firme, y miró a Natasha.

Ella notó su mirada, pero no levantó los ojos. Todos guardaron silencio.

—Andréi, quieres…— dijo de pronto, con voz temblorosa, la princesa María. —¿Quieres ver a Nikólushka? Te ha recordado siempre.

Por primera vez el príncipe Andréi esbozó una sonrisa, pero la princesa, que conocía tan bien las expresiones de su rostro, comprendió horrorizada que no era una sonrisa de júbilo ni de cariño por el hijo, sino un gesto de tierna burla para la princesa María, que, en su opinión, empleaba el último recurso para volverlo a la vida.

—Sí, me alegraría mucho ver a Nikólushka. ¿Está bien?

Cuando llevaron al pequeño a la habitación del príncipe Andréi, Nikóleñka contempló asustado a su padre y no lloró porque nadie lloraba. El príncipe Andréi lo besó, sin saber qué decirle.

Cuando se llevaron a Nikóleñka, la princesa María se acercó de nuevo a su hermano. Lo besó y, sin poder contenerse más, rompió a llorar. Él la miró con fijeza.

—¿Lloras por Nikóleñka?

La princesa María asintió con la cabeza sin dejar de llorar.

—María, ¿sabes? El Evange…— pero se interrumpió de pronto.

—¿Qué dices?

—Nada. No hay que llorar aquí— concluyó, mirándola con la misma frialdad.

Cuando la princesa María comenzó a llorar, él comprendió que lo hacía por el pequeño Nikólushka, que iba a quedar sin padre. Con gran esfuerzo trató de volver a la vida y situarse en su punto de vista.

“Sí, debe parecerles penoso —pensó—. ¡Y, sin embargo, qué simple es! Los pajarillos del cielo no siembran, no siegan las mieses, Dios nuestro Padre les proporciona alimentos”, se dijo, y esto es lo que deseaba decir a su hermana.

“Pero no, ellas lo entenderían a su manera. No entenderían nada. No pueden comprender que todos esos sentimientos que tanto valoran, todos esos pensamientos que les parecen, que nos parecen tan importantes, no son necesarios. No podemos entendernos.” Y guardó silencio.

El hijo del príncipe Andréi tenía siete años; apenas conocía las letras, y no sabía nada. Sufrió mucho desde aquel día, adquiriendo conocimientos, dotes de observación y experiencia. Pero aunque hubiera sabido entonces todo eso, no habría podido entender mejor y más profundamente aquella escena entre su padre, la princesa María y Natasha, de la que fue testigo. Lo adivinó todo y sin llorar salió de la habitación, se acercó silencioso a Natasha, que lo seguía, la miró tímidamente con sus bellos y pensativos ojos; su rosado labio superior, un poco prominente, se estremeció, apoyó la cabeza en la joven y se echó a llorar.

A partir de aquel día evitó a Dessalles y a la vieja condesa, que lo hacía objeto de sus mimos, y permanecía solo o se acercaba tímidamente a la princesa María y a Natasha, a quien parecía querer aún más que a su tía, y, dulcemente, con timidez, buscaba sus caricias.

Cuando la princesa María salió de la habitación de su hermano había comprendido perfectamente cuanto le dijera el rostro de Natasha. No volvió a hablar con ella sobre la esperanza de salvarlo. Turnándose ambas, veló junto al diván del herido. No lloraba ya, pero rezaba sin cesar, dirigiendo sus plegarias al Ser eterno e inconcebible, cuya presencia era tan notoria ahora junto al moribundo.

Guerra y paz
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