XXVI

A mediados del verano, la princesa María recibió desde Suiza una carta del príncipe Andréi donde le comunicaba una noticia tan extraña como inesperada. Le anunciaba su compromiso con la joven Rostov. Toda la carta rebosaba entusiasmo amoroso hacia su prometida, y de tierna y confiada amistad hacia su hermana. Decía que nunca había amado como ahora y que sólo ahora comprendía la vida. Rogaba a la princesa que le perdonase si en Lisie-Gori no le había dicho nada sobre su decisión, aunque hubiera hablado de ello con su padre. No lo hizo para que ella no intercediera ante el viejo príncipe con objeto de obtener su consentimiento, lo cual contribuiría a su cólera sin conseguir el fin propuesto, y ella habría cargado con todo el peso del descontento paterno. Sin embargo, decía, la cosa no estaba entonces tan decidida como ahora. “Nuestro padre me pidió que retrasara nuestro matrimonio un año; ya han pasado seis meses, la mitad del plazo, y cada vez estoy más firme en mi decisión. Si los médicos no me retuvieran aquí, en el balneario, volvería a Rusia, pero tengo que esperar tres meses más. Tú me conoces y sabes mis relaciones con nuestro padre. No necesito que me dé nada. He sido y seré siempre independiente, pero obrar contra su voluntad, merecer su cólera, cuando quizá le queda tan poco de vida, destruiría la mitad de mi dicha. Le escribo también a él sobre lo mismo y te ruego que, cuando lo creas oportuno, le entregues mi carta. Y me digas cómo reacciona y si hay alguna esperanza de que consienta en abreviar en tres meses el plazo fijado.”

Después de largas vacilaciones, dudas y oraciones, la princesa María llevó la carta a su padre.

Al día siguiente, el viejo príncipe le dijo tranquilamente:

—Escribe a tu hermano y dile que espere mi muerte… No tendrá que esperar mucho. Pronto lo dejaré libre…

La princesa quiso objetar algo, pero el viejo no se lo permitió y comenzó a elevar cada vez más la voz.

—¡Cásate, cásate, querido!… ¡Una espléndida parentela!… ¡Gente cultísima! ¿Eh? ¿Ricos, eh? ¡Sí! Nikóleñka tendrá una buena madrastra. Escríbele que se case aunque sea mañana si quiere. Ella será la madrastra de Nikólushka y yo me casaré con la Bourienka… ¡Ja, ja, ja! ¡Así también él tendrá una madrastra! Pero debe saber que no quiero más mujeres en mi casa. Que se case y viva por su cuenta. A lo mejor también tú quieres irte con él— añadió, volviéndose a su hija. —¡Vete con Dios, puerta, puerta…!

Después de esta explosión de cólera, el príncipe no volvió a mencionar el asunto, pero el contenido disgusto del padre por la debilidad de su hijo se manifestaba continuamente en su actitud hacia la princesa María. A las antiguas burlas e ironías unía ahora una nueva: las conversaciones sobre las madrastras y sus amabilidades con mademoiselle Bourienne.

—¿Por qué no puedo casarme con ella también yo?— decía a su hija. —¡Sería una princesa excelente!

Con gran asombro y perplejidad, la princesa María se dio cuenta de que su padre, en efecto, intimaba cada vez más con la francesa. La princesa María escribió a su hermano y le contó cómo fue acogida su carta, pero lo consolaba dándole esperanzas de que conseguiría conciliar a su padre con esa idea.

Nikólushka y su educación, André y la religión, eran el consuelo y la alegría de la princesa. Pero, además de eso, como cada persona necesita tener esperanzas propias, personales, la princesa María guardaba en lo más profundo de su alma una ilusión y una esperanza que era el principal consuelo de su vida. Debía esa ilusión y esperanza a la gente de Dios, beatos y peregrinos que acudían a ella en secreto sin que el príncipe lo supiera. Cuanto más vivía la princesa María, cuanto más conocía y observaba la vida, tanto más la asombraba la miopía de la gente que buscaba aquí abajo, en la tierra, el placer y la felicidad: los hombres trabajan, sufren, luchan y se hacen mutuo daño para lograr ese bien imaginario, imposible e impuro. “El príncipe Andréi amaba a su esposa, pero ella murió; no le bastaba con ello y quiere volver a encontrar la felicidad con otra mujer. Nuestro padre no quiere que se case, porque desea para Andréi un matrimonio más ilustre y rico. Todos ellos luchan, sufren y se atormentan, destruyendo su alma, su alma inmortal, por un bien tan efímero. No basta con que nosotros lo sepamos: Cristo, el Hijo de Dios, bajó a la tierra para decirnos que esta vida es un breve instante, una prueba. Pero seguimos aferrados a ella y en ella buscamos la dicha. ¿Cómo es que nadie lo ha comprendido? —pensaba la princesa María—. Nadie, excepto esa despreciada gente de Dios, que, con sus mochilas a la espalda, vienen a verme por la escalera de servicio temiendo el encuentro con el príncipe; no por temor al castigo, sino para no inducirlo a pecado. Abandonar la familia, la patria y todas las preocupaciones por los bienes de este mundo; deshacerse de todo, vestirse con un sayal, cambiar de nombre, ir de un sitio a otro, sin hacer daño a nadie y rogando por todos, por aquellos que los rechazan y por aquellos que los protegen: fuera de esta verdad y esta vida, no hay ni verdad ni vida.”

La princesa María estimaba especialmente a Fedósiushka, una mujer pequeña, picada de viruelas, de cincuenta años, tímida, que desde hacía treinta años caminaba con los pies descalzos, arrastrando unas cadenas. Un día, cuando en la penumbra de la habitación iluminada por la sola luz de la lamparilla de los iconos, Fedósiushka contaba su vida, la idea de que sólo ella había encontrado el verdadero camino en la vida la decidió a emprender también ella el camino de la peregrinación. Cuando Fedósiushka se fue a dormir, la princesa María se quedó largo rato meditando y, por extraño que pudiera parecer, decidió hacerse peregrina como ellos. Confió sus intenciones tan sólo al monje Akinfi, su director espiritual, y él las aprobó. Con el pretexto de preparar donativos para los peregrinos, la princesa consiguió la ropa necesaria: sayal, lapti, caftán y un pañuelo negro. Muchas veces, al acercarse a la cómoda secreta donde guardaba todo eso, la princesa María se detenía indecisa y se preguntaba si habría llegado el tiempo de poner en obra su determinación.

En ocasiones, al escuchar los relatos de los peregrinos, se conmovía al oír aquellas sencillas narraciones repetidas mecánicamente, pero que tenían para ella un sentido profundo; más de una vez estuvo a punto de abandonarlo todo y huir de su casa. Se imaginaba a sí misma con Fedósiushka andando por caminos polvorientos con un tosco sayal, su cayado y su saco, recorriendo sin descanso santuario tras santuario, libre de toda envidia, sin amor humano, sin deseos, para llegar hasta el final, allí donde no hay tristezas ni gemidos, sino alegrías y placeres eternos.

“Llegaré a un lugar y rezaré; antes de acostumbrarme y tomarle apego, seguiré andando hasta que mis piernas desfallezcan; me tumbaré entonces y moriré en algún lugar; llegaré así al apacible y eterno puerto donde no existen penas ni suspiros…”, pensaba la princesa María.

Pero luego, al ver a su padre y sobre todo al pequeño Nikolái, sus decisiones flaqueaban. Y lloraba en secreto, pues se creía pecadora: amaba a su padre y a su sobrino más que a Dios.

Guerra y paz
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