XIII

Aquella misma noche, después de despedirse del ministro de la Guerra, Bolkonski partió para incorporarse al ejército, sin saber siquiera dónde podría encontrarlo y temiendo caer, en el camino de Krems, en manos de los franceses.

En Brünn toda la corte hacía sus maletas y enviaba los bagajes pesados a Olmütz. Cerca de Etzelsdorf, el príncipe Andréi salió al camino por el cual se retiraba el ejército ruso a grandes marchas y en el mayor desorden. Estaba tan embotellado de carros que era prácticamente imposible seguir adelante con el coche. El príncipe Andréi pidió al jefe de los cosacos un caballo y uno de sus hombres como escolta y, hambriento y cansado, prosiguió su marcha, adelantando los trenes regimentales en busca del comandante en jefe y su coche. Corrían por el camino los más alarmantes rumores sobre la suerte del ejército, y el aspecto de ese mismo ejército, que huía en desorden, confirmaba los rumores.

Cette armée russe que l’or de l’Angleterre a transportée des extrémités de l’univers, nous allons lui faire éprouver le même sort (le sort de l’armée d’Ulm)”,[183] recordó las palabras de la proclama de Bonaparte a sus soldados al empezar la campaña, palabras que excitaban su admiración por el héroe genial, un sentimiento de orgullo herido y la esperanza de la gloria.

“¿Y si no quedara otra solución que morir? —se preguntaba—. Moriremos, si es necesario. Y sabré hacerlo no peor que los demás.”

El príncipe Andréi miraba con desdén la interminable hilera de vehículos, de carros, de parques, de piezas de artillería, de furgones y más furgones de todo género que se adelantaban unos a otros y que, de tres en tres o de cuatro en cuatro, se amontonaban cerrando el paso en el sucio camino. De todas partes, atrás y adelante, hasta donde podía oírse, llegaba un estrépito de ruedas, carros, armones y cascos de caballos, restallar de látigos, lamentos, juramentos de soldados, asistentes y oficiales. Se sucedían, a ambos lados del camino, caballos muertos, despellejados y sin despellejar, carros destrozados junto a los cuales, a la espera de quién sabe qué, se sentaban soldados solitarios; otros, separados de sus compañías, iban en tropel a las aldeas vecinas y volvían de ellas con gallinas, corderos, heno y sacos repletos de algo. En las subidas o descensos la muchedumbre se apiñaba más aún y ensordecía con su clamor ininterrumpido. Hundidos en el fango hasta la rodilla, los soldados empujaban cañones y carros; silbaban los látigos, resbalaban los caballos, se rompían las varas y los gritos parecían desgarrar los pechos. Los oficiales que dirigían la retirada pasaban entre los carros y apenas se escuchaban sus voces en medio del clamor general; o la expresión de sus rostros revelaba que desesperaban de poner término a tanto desorden.

“Voilà le cher ejército ortodoxo”, pensó Bolkonski, recordando las palabras de Bilibin.

Deseaba preguntar a alguno de aquellos hombres dónde era posible hallar al general en jefe, y con esa intención se acercó a un grupo de carros. Exactamente delante de él avanzaba un extraño vehículo arrastrado por un solo caballo —obra evidente del ingenio popular— que parecía algo intermedio entre carro, cabriolé y calesa. El vehículo iba conducido por un soldado y sentada bajo la capota había una mujer envuelta en chales. Se acercó el príncipe Andréi y ya se disponía a preguntar al soldado, cuando su atención fue atraída por los gritos desesperados que daba la mujer sentada en el vehículo. El oficial que iba a la cabeza de aquel grupo de carros golpeaba al soldado que conducía el coche de la mujer por haber intentado adelantarse a los demás. El látigo golpeaba la cubierta del extraño vehículo y la mujer lanzaba gritos desgarradores. Al ver al príncipe Andréi la mujer asomó la cabeza y, sacando las delgadas manos del chal, lo llamó agitándolas:

—¡Ayudante! ¡Señor ayudante!… En nombre de Dios… ¡Defiéndanos!… ¿Qué va a ser de mí?… Soy la esposa del médico del séptimo de cazadores… No nos dejan pasar… Nos hemos rezagado, hemos perdido a los nuestros…

—¡Te voy a hacer papilla! ¡Atrás!— gritaba el oficial, furioso, al soldado. —¡Vuelve atrás con tu zorra!

—¡Defiéndanos, señor ayudante! ¿Cómo es posible esto?— gritaba la mujer del médico.

—Deje pasar este coche. ¿No ve que se trata de una mujer?— dijo el príncipe Andréi, acercándose al oficial.

Éste lo miró sin contestar, y volviéndose de nuevo al soldado gritó:

—¡Tú vas a cobrar!… ¡Atrás!

—¡Le digo que los deje pasar!— volvió a decir el príncipe Andréi apretando los labios.

—Y tú ¿quién eres?— se le encaró el oficial ebrio de furia. —¿Quién eres? ¿Eres tú el que manda aquí? El que manda aquí soy yo, no tú— y subrayaba especialmente el “tú”. —¡Atrás!— repitió al soldado. —¡Te voy a hacer papilla!

Esta expresión parecía gustar al oficial.

—Bien le ha parado los pies al ayudantillo— comentó una voz a sus espaldas.

El príncipe Andréi se dio cuenta de que el oficial se hallaba en ese paroxismo de furor cuando los hombres no saben ya lo que dicen. Vio que su intervención a favor de la mujer del vehículo iba a desembocar en lo que él más temía en este mundo, aquello que se llama ridicule, pero su instinto le decía algo distinto. Antes de que el oficial concluyera sus últimas palabras, el príncipe Andréi, con el rostro desfigurado por la furia, se le acercó blandiendo la fusta:

—¡Ten-ga la bon-dad de de-jar-la pa-sar!

El oficial hizo un gesto con la mano y se alejó presuroso.

—Estos oficiales de Estado Mayor tienen la culpa de todo el desorden— gruñó. —Haga lo que quiera.

El príncipe Andréi, sin levantar los ojos, se alejó rápidamente de la mujer, que no dejaba de llamarlo su salvador, y repasando con repugnancia los menores detalles de aquella escena humillante galopó hacia la aldea donde, según le habían dicho, se encontraba el general en jefe.

Llegado al lugar, echó pie a tierra con la intención de descansar unos momentos, comer algo y ordenar el cúmulo de penosos, humillantes pensamientos que lo atormentaban. “Esto es una banda de canallas, no un ejército”, pensaba, próximo ya a la ventana de la primera casa, cuando sintió que lo llamaba una voz conocida.

Se volvió: en la pequeña ventana asomaba el bello rostro de Nesvitski que masticaba algo y lo llamaba agitando las manos.

—¡Eh, Bolkonski, Bolkonski! ¿Es que no oyes? ¡Ven, rápido!— gritaba.

El príncipe Andréi penetró en la casa donde comían Nesvitski y otro ayudante de campo. Se volvieron rápidamente hacia él, preguntando si sabía algo nuevo. En los rostros de aquellos hombres, a los que tan bien conocía, el príncipe Andréi leyó la turbación y la inquietud, visibles sobre todo en la cara habitualmente alegre de Nesvitski.

—¿Dónde está el general en jefe?— preguntó Bolkonski.

—Aquí, en aquella casa— respondió el ayudante.

—¿Es verdad que hemos capitulado y se firma la paz?— preguntó Nesvitski.

—Lo mismo les pregunto yo. No sé nada, salvo que he llegado hasta aquí con grandes dificultades.

—Pues aquí, amigo, la cosa es terrible. Me confieso culpable: nos burlábamos de Mack y ahora nos hallamos en una situación bastante peor que él— dijo Nesvitski. —Pero, siéntate; come algo.

—Ahora, príncipe, no encontrará ni coche ni nada; y su Piotr… ¡Dios sabe dónde estará!— dijo el otro ayudante de campo.

—¿Dónde se encuentra el Cuartel General?

—Pernoctamos en Znaim.

—Pues yo— continuó Nesvitski —he cargado cuanto necesitaba en dos caballos; me hicieron unos bastes magníficos. Como para escapar hasta por los montes de Bohemia. Esto va mal, amigo. Pero ¿qué te pasa? Debes de estar enfermo cuando tiemblas de ese modo— preguntó Nesvitski al advertir que el príncipe Andréi se estremecía como si hubiese tocado una botella de Leyden.

—No me pasa nada— respondió el príncipe Andréi. Había recordado su altercado con el oficial acerca de la mujer del médico.

—¿Qué hace aquí el general en jefe?— preguntó.

—No comprendo nada— dijo Nesvitski.

—Pues yo sólo comprendo una cosa: que todo es abominable, abominable y abominable— concluyó el príncipe Andréi, y salió hacia la casa donde se alojaba el general en jefe.

Dejando atrás el coche de Kutúzov, los agotados caballos del séquito y a los cosacos que charlaban en voz alta entre sí, el príncipe Andréi entró en el zaguán de la isba donde, según le dijeran, se hallaba Kutúzov. En efecto, allí estaba, con el príncipe Bagration y Weyrother, el general austríaco sustituto de Schmidt. En el zaguán el pequeño Kozlovski estaba en cuclillas delante de un escribiente, quien, con los papeles extendidos sobre un tonel, escribía a toda prisa, vueltas las mangas del uniforme. El rostro de Kozlovski denotaba agotamiento; era evidente que tampoco él había dormido aquella noche. Miró al príncipe Andréi y ni siquiera lo saludó con la cabeza.

—La segunda línea… ¿Has escrito?— seguía dictando. —El regimiento de granaderos de Kiev, el de Podolsk…

—Excelencia, no puedo escribir tan de prisa— dijo con poco respeto el escribiente, mirando enfadado a Kozlovski.

En aquel instante, tras la puerta, se oyó la voz descontenta y excitada de Kutúzov, a la que interrumpía otra voz desconocida. Del timbre de aquellas voces, de la negligencia con que lo había mirado Kozlovski, de la falta de respeto del fatigado escribiente, de la manera como uno y otro permanecían en el suelo tan cerca del general en jefe, junto a un barril, y aun de las fuertes risas de los cosacos que custodiaban los caballos bajo las ventanas de la isba, el príncipe Andréi dedujo que algo importante y nefasto estaba por ocurrir.

Bolkonski hizo insistentes preguntas a Kozlovski.

—En seguida, príncipe. Es la orden de operaciones para Bagration.

—¿Hay capitulación?

—No hay capitulación. Se han dictado órdenes para la batalla.

El príncipe Andréi se encaminó hacia la puerta de la que salían voces; pero cuando iba a abrirla, dejaron de sonar. Se abrió la puerta y apareció Kutúzov con su nariz de águila y su grueso rostro. El príncipe Andréi estaba delante de Kutúzov; pero por la expresión del único ojo del general en jefe se adivinaba que sus pensamientos y preocupaciones lo embargaban hasta tal punto que ni siquiera veía lo que tenía delante. Se quedó mirando a su ayudante de campo, sin reconocerlo.

—¿Qué, has terminado?— preguntó a Kozlovski.

—Ahora mismo, Excelencia.

Bagration, joven aún, delgado y de mediana estatura, de cara firme e inexpresiva de tipo oriental, apareció detrás del comandante en jefe.

—Tengo el honor de presentarme— repitió con voz bastante alta el príncipe Andréi, tendiendo un sobre.

—¿Ah, de Viena? Muy bien. Después, después…

Kutúzov se dirigió a la salida, seguido de Bagration.

—Bueno, príncipe, adiós— le dijo. —Que Cristo te acompañe. Llevarás mi bendición en esta gran empresa.

Y el rostro de Kutúzov se dulcificó inesperadamente. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Con la mano izquierda atrajo a Bagration y con la derecha, en la que se veía un anillo, con gesto ya habitual hizo sobre él la señal de la cruz; después le ofreció la gruesa mejilla, pero Bagration alcanzó a besarlo en el cuello.

—¡Que Cristo te acompañe!— repitió Kutúzov, y se dirigió hacia su coche. —Ven conmigo— dijo a Bolkonski.

—Excelencia, quisiera ser útil aquí, permítame que me quede a las órdenes del príncipe Bagration.

—Sube— mandó Kutúzov. Y notando la vacilación de Bolkonski, añadió: —También yo necesito buenos oficiales.

Subieron al coche. Siguió un silencio de varios minutos.

—Habrá otras muchas acciones— comentó Kutúzov con perspicacia senil, como si adivinara cuanto estaba ocurriendo en el ánimo de Bolkonski. —Si mañana regresa la décima parte de su destacamento, daré gracias a Dios añadió como hablando consigo mismo.

El príncipe Andréi miró a Kutúzov y así, a tan corta distancia, se fijó en los blancos contornos de la cicatriz que el general tenía en la sien, recuerdo de la bala que en Ismail le había atravesado el cráneo, vaciándole un ojo. “Sí, él tenía derecho a hablar tan tranquilamente de la pérdida de esas vidas”, pensó Bolkonski.

—Precisamente por eso le pido que me envíe con esas tropas— dijo.

Kutúzov no respondió. Permanecía pensativo, como olvidado de cuanto dijera poco antes. Cinco minutos después, entre el suave balanceo de los blandos muelles del carruaje, Kutúzov se volvió hacia el príncipe Andréi. En su rostro no quedaba huella alguna de emoción. Pidió con fina ironía detalles de su entrevista con el Emperador, de cuanto se decía en la Corte sobre la acción de Krems y se interesó por alguna común amistad femenina.

Guerra y paz
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